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Chapter 37 - Un Festín de Dolor

Los gritos ahogados de Kenta y los gorgoteos mudos de Haru resonaban en la noche, mezclándose con el eco húmedo de la sangre goteando sobre el suelo empapado. Ryuusei, de pie en medio de los cuerpos agonizantes, giró sus martillo entre sus dedos con una calma escalofriante.

El arma era imponente, una masa de metal forjada para destruir, no solo para matar. Su filo desgastado reflejaba el pálido resplandor de la luna, y cada gota de sangre que se deslizaba por su superficie parecía acentuar la fatalidad de la escena. La mirada del martillo era un juicio final.

Ryuusei no era solo un asesino; era un artista de la miseria.

Con un movimiento fluido, levantó el martillo y golpeó con brutalidad la pierna de Kenta.

¡CRACK!

El hueso se partió como una rama seca. La tibia se asomó a través del músculo desgarrado.

Kenta soltó un alarido inhumano, un sonido de puro sufrimiento que se extendió como un eco maldito entre las ruinas. Pero Ryuusei solo inclinó la cabeza con curiosidad, como si estuviera estudiando el efecto de su obra maestra.

—¿Duele? —preguntó con un tono académico—. Pensé que eras más resistente, Kenta. Tenías un potencial prometedor.

Sin darle tiempo de responder, hundió su bota en la herida expuesta, retorciendo el hueso quebrado con un sadismo calculado y lento. Kenta se sacudió con espasmos, pero su cuerpo apenas podía reaccionar por la pérdida de sangre..

Haru, con la lengua cercenada y el muñón donde antes tenía una pierna, intentó moverse. Sus dedos, ahora la única parte utilizable de sus brazos, arañaban el suelo, un acto desesperado de autopreservación, un instinto inútil ante la presencia que se cernía sobre ella.

Ryuusei chasqueó la lengua.

—Oh, no, no, Haru. No te vayas todavía. El espectáculo no ha terminado.

En un instante, las dagas surgieron en el aire y atravesaron las palmas de lo que quedaba de las manos de Haru, clavándolo al suelo. La energía oscura que envolvía las dagas vibró, quemando su piel y los nervios mientras su cuerpo se sacudía de dolor.

Ryuusei se agachó junto a él y le susurró al oído, la voz apenas audible:

—Siempre te gustó disparar flechas, ¿no? Siempre tan orgullosa de tu puntería. Vamos a ver qué tan buena eres sin manos.

Con un rápido movimiento, levantó su martillo.

¡CRUSH! ¡CRUSH!

La carne y el hueso se aplastaron bajo el peso del arma. Haru abrió la boca en un grito silencioso y ensangrentado, su rostro contorsionado en una mueca de agonía absoluta. Su mirada estaba vacía, quebrada, perdida en un abismo de sufrimiento del que jamás podría regresar. La aniquilación no era física; era espiritual.

Ryuusei se puso de pie y estiró los brazos, como si estuviera disfrutando el éxtasis del momento. Luego, sus ojos espectrales se fijaron en Daichi.

El único que aún podía luchar.

El único que aún podía sufrir.

Ryuusei se acercó, y la luz de la luna golpeó su máscara de cerámica. En ese momento, Daichi notó el detalle escalofriante.

La máscara estaba dividida en un Yin Yang, representando el equilibrio entre la oscuridad y la luz. Sin embargo, la sangre goteada y las grietas causadas por el combate no eran las únicas manchas. La parte oscura de la máscara, que debería estar contenida, se había extendido por la porcelana, como una mancha de tinta negra que invadía y manchaba la parte blanca. El símbolo de su alma, ahora visible, mostraba cómo la oscuridad lo había devorado por completo, borrando todo rastro de la persona que alguna vez fue.

—Daichi… últimamente vi una serie de fantasía. Ya sabes, esas historias de dragones y reyes. Hubo algo que me llamó la atención…

Dio un paso hacia él, sus botas salpicando en los charcos de sangre.

—Un joven noble, capturado y torturado en el Norte. Le cortaron partes de su cuerpo, lo quebraron poco a poco, lo convirtieron en algo irreconocible. ¿Sabes de qué hablo?

Su sonrisa se ensanchó al ver los ojos de Daichi abrirse con pavor.

—Sí, claro que lo sabes. Me gustó su historia, me inspiró. Porque hoy, Daichi… —Ryuusei levantó el martillo, la sangre goteando de su filo. —Hoy, tú eres mi Theon Greyjoy.

Los latidos de Daichi resonaban en sus oídos como tambores de guerra.

—¿Por qué…? —logró murmurar con la voz rota. La pregunta ya no era sobre la batalla; era sobre la causa de esta monstruosidad.

Ryuusei inclinó la cabeza, como si la pregunta lo confundiera. Luego, su expresión cambió a una furia helada y concentrada.

—¿Por qué? ¡¿EN SERIO PREGUNTAS POR QUÉ?!

Con su martillo, Ryuusei golpeó con toda su fuerza el estómago de Daichi.

¡BOOM!

El impacto lo lanzó varios metros, haciéndolo chocar contra un muro que se derrumbó con el golpe. Daichi tosió sangre, su visión nublándose, sus órganos internos fallando. El mundo a su alrededor se convertía en una mancha borrosa de sombras y dolor.

Ryuusei avanzó lentamente, su presencia ahora sofocante, un peso intangible que aplastaba la voluntad de cualquiera que osara enfrentarlo.

—Me abandonaron. Me dejaron solo en los Juegos de la Muerte cuando todo estaba por derrumbarse. Cuando mi vida pendía de un hilo, ¡todos ustedes eligieron la cobardía!

Se agachó, tomando el rostro ensangrentado de Daichi con una mano fría, sus dedos apretando con la fuerza de un verdugo.

—¿Creían que me lo había olvidado? ¿Que yo no tengo memoria?

Los ojos de Daichi se abrieron con horror al comprender el verdadero origen de esta venganza. Su respiración era entrecortada, su mente luchando por aferrarse a la realidad.

—Ryuusei… no tuvimos elección… —susurró, con su último aliento de esperanza.

—Siempre hay una elección. Y ustedes eligieron dejarme morir. Eso se llama traición. Y la traición merece un castigo ejemplar.

Se puso de pie y levantó sus dagas, la energía oscura chisporroteando alrededor de ellas, como relámpagos en una tormenta infinita.

—Ahora, me toca devolverles el favor.

La masacre de los tres amigos se había completado. Ahora solo quedaba el juicio. El verdadero infierno estaba por comenzar.

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