La débil, pero inconfundible, voz de Daichi había penetrado la mente de Ryuusei como un bisturí. El sonido no era solo dolor; era un grito de agonía y desesperación que atestiguaba semanas de tormento.
Aiko, con el rostro endurecido, observó cómo maestro del caos y la ironía, se dirigía hacia el sótano con una inseguridad que nunca le había visto. Su cuerpo aún temblaba ligeramente por la descarga de la conciencia.
—Aiko, quédate aquí —ordenó Ryuusei con voz ronca, deteniéndose junto a la puerta del sótano.
—No voy a dejarte solo —replicó Aiko, caminando hacia la máscara de Yin Yang tirada en el suelo—. Esto es un problema del Caos. Voy a ver si puedo destruir esta cosa.
Ryuusei asintió, incapaz de argumentar. Abrió la pesada puerta de madera y hierro y descendió las escaleras. Cada escalón era un descenso hacia la verdad.
El aire en la Sala de la Agonía era espeso, pesado y frío, a pesar del calor de la sangre recién derramada. El olor era una mezcla nauseabunda de hierro, carne quemada y miedo. La luz tenue del sótano era suficiente para revelar el horror central.
Daichi estaba atado a la silla de metal, su cuerpo un lienzo de cicatrices, quemaduras y carne viva. La regeneración había trabajado incansablemente, pero las heridas más recientes (la mutilación, el corte a través del muslo) aún estaban frescas y sangrantes. Faltaban dientes. Su hombría había sido despojada. Era un despojo físico y mental.
Ryuusei se detuvo a unos metros, sintiendo un escalofrío que no tenía nada que ver con la temperatura del sótano. Aquello no era un trabajo; era la obra de un psicópata depravado.
Daichi, al escuchar los pasos, levantó la cabeza. Sus ojos, inyectados en sangre, se posaron en la figura de Ryuusei. El odio puro en esa mirada era más potente que cualquier poder que hubiera enfrentado antes.
—Mira, el Bastardo regresa a admirar su obra —siseó Daichi, su voz grave y rota, el esfuerzo de hablar insoportable—. ¿Vienes a arrancarme algo más, pedazo de mierda? ¿Quizás la lengua para que no pueda gritar tu nombre?
Ryuusei sintió un nudo helado en el estómago. Ver la evidencia de su propia maldad, sin el velo de la máscara, era insoportable.
—Daichi, yo... —comenzó Ryuusei, dando un paso tentativo.
—¡No me toques! —rugió Daichi, forcejeando contra las ataduras con una fuerza frenética y desesperada—. ¡No te acerques, hijo de la gran puta!
Ryuusei se detuvo. Bajó la voz, intentando inyectar algo de la racionalidad de su verdadero ser.
—Escúchame. Lo que pasó... no fui yo. No estaba en mí. Fue la máscara. El... el caos se apoderó de mí. Lo siento.
La palabra flotó en el aire contaminado, vacía e impotente.
Daichi soltó una carcajada amarga, un sonido desgarrador y seco. Escupió sangre a los pies de Ryuusei.
—¿Disculpas? ¿"La máscara"? ¡Me quitaste todo, Ryuusei! ¡Me abriste como a un animal, me quemaste, me cortaste, me despojaste de lo que me hacía hombre! ¿Y vienes con la excusa de un juguete roto?
—No es una excusa, es la verdad —insistió Ryuusei, el pánico creciendo en sus ojos—. Yo no recuerdo nada de esto. Lo juro. Kenta y Haru... la masacre... no...
—¡Cállate! —gritó Daichi, sus cuerdas vocales rasgándose—. ¡Tu patética coartada no me importa! Tú pusiste esa cosa en tu cara. Tú elegiste el maldito Caos. Y el resultado es que me has convertido en esto.
Daichi hizo una pausa, respirando profundamente para recuperar las fuerzas, su mirada de odio inmutable.
—Escucha bien, Ryuusei Kisaragi . Te juro por La Muerte que tú adoras, y por cada miserable hueso que me has roto, que un día voy a liberarme de aquí. Y cuando lo haga, voy a matarte. No rápido. Lenta y dolorosamente.
Ryuusei tragó saliva, el desafío de Daichi chocando con la culpa paralizante.
—Y cuando tu vida se esté extinguiendo en el suelo, te voy a decir esto: La Muerte sabrá exactamente qué clase de monstruo cobarde eres. Le diré que hiciste que tus propios Heraldos te limpiaran la sangre para no mancharte las manos y que fuiste un juguete fácil para la Oscuridad.
Ese fue el punto de quiebre. El golpe final. Ryuusei podía tolerar el odio, pero no la amenaza de exponer su debilidad ante La Muerte. La posibilidad de que su otro yo hubiera puesto en riesgo su estatus y su futuro era insoportable.
Ryuusei alzó su martillo, no para golpear al prisionero, sino para ganar tiempo.
—Lo siento, Daichi. Esto no es personal.
Daichi solo sonrió, un gesto macabro sin dientes.
—Mándame al carajo. Pero el demonio ya está en tu cabeza, Ryuusei.
Ryuusei, incapaz de soportar un segundo más de esa mirada de odio y la amenaza, tomó una decisión rápida y brutal. Usó la palma de su mano, cargada con una descarga focalizada de energía, y la estrelló contra la sien de Daichi.
¡BUM!
No era un golpe para matar, sino un impacto preciso, silenciador. El cuerpo de Daichi se desplomó contra las correas, la conciencia disuelta por el golpe. El silencio regresó a la Sala de la Agonía, pero era peor que los gritos.
Ryuusei salió del sótano, cerrando la puerta con el pestillo. Su mente era un desastre de culpa, rabia y confusión. Subió las escaleras tropezando levemente.
En la sala, Aiko había logrado inmovilizar la máscara con cadenas de energía, pero el objeto seguía emanando una frialdad palpable.
—¿Ryuusei? —preguntó Aiko, alarmada por el aspecto demacrado de su maestro—. ¿Qué viste?
Ryuusei ni siquiera la miró. Caminó con pasos rápidos y desarticulados, no hacia Aiko, sino hacia la parte más privada de la mansión. Entró al baño principal, una estancia gigantesca de mármol blanco y oro, y cerró la puerta con llave.
Se apoyó contra el espejo, su imagen reflejando la de un hombre al borde del abismo. No había cinismo ni burla; solo un terror pálido.
Se quitó el traje, empapado de sudor frío y manchado con la sangre de Daichi, y lo arrojó al suelo. Se quedó mirando su propio rostro, el rostro que había estado ausente por semanas.
—¡Monstruo! —gruñó, alzando el puño.
Y entonces, se golpeó.
¡CRACK! El primer golpe fue directo a su frente, resonando en el mármol. El dolor físico era la única forma de anclar su mente al presente.
¡CRACK! El segundo golpe. La sangre brotó de su frente, tiñendo el mármol blanco de un rojo brillante.
—¡No! ¡No lo hice! —jadeaba, las lágrimas de horror y rabia brotando y mezclándose con la sangre en su rostro—. ¡Soy un puto monstruo! ¡Soy un sádico enfermo!
Se dejó caer de rodillas, golpeando el mármol con sus puños. La culpa de la tortura de Daichi, el horror de la masacre de Kenta y Haru, y la traición a su propia moral lo estaban rompiendo. La fachada de maestro asesino eficiente se desmoronaba.
—¡Lo dejé entrar! —gritaba con la voz quebrada por el llanto y la desesperación—. ¡Yo le di el control! ¡Yo lo elegí!
El quiebre mental era total. Ryuusei, el Heraldo Bastardo, se arrastraba en el suelo, pidiendo castigo y redención al mismo tiempo.
Aiko, al otro lado de la puerta, escuchó el sonido de la carne chocando contra el mármol y los gritos desgarradores de su hermano. Jamás lo había visto vulnerable.
Finalmente, Ryuusei se levantó. Abrió la puerta, su rostro cubierto de sangre, la frente magullada, sus ojos rojos e hinchados. Ya no había rastro del hombre que había sido. Era un guerrero recién nacido del trauma.
Miró a Aiko, que lo observaba con horror y lástima.
—Aiko —dijo, su voz baja y rasposa, pero ahora con una nueva y terrible seriedad—. Estamos en problemas que escapan a nuestra comprensión. No es solo un trabajo, ni es solo Daichi. Esa máscara no era una herramienta. Era una prisión. Y el Caos quiere un nuevo campeón
