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Chapter 40 - El Juicio de la Muerte y el Infierno de Daichi

En las profundidades del Inframundo, donde el tiempo y el espacio carecen de significado y la materia obedece a leyes ancestrales de disolución, el Heraldo Común emergió de la penumbra, sosteniendo lo que quedaba de los cuerpos de Haru y Kenta.

Ante él, un trono hecho de cráneos yacía en el centro de una vasta sala oscura. Sus cimientos eran huesos fusionados por un fuego antiguo, y cada cráneo aún conservaba un rastro de la agonía con la que perecieron sus dueños. La Muerte, una entidad envuelta en sombras etéreas, observó el macabro obsequio con ojos sin vida, su presencia emanaba un frío tan absoluto que incluso las almas condenadas temblaban.

El Heraldo se inclinó con una reverencia espectral, su voz resonando en las profundidades:

—El Bastardo, Ryuusei, le envía este regalo… con sus más sinceras intenciones.

La Muerte permaneció en silencio por un momento. Luego, alzó una de sus hermosas manos, blancas como la nieve, y examinó los restos mutilados. La carne colgaba en jirones, algunos músculos aún temblaban con el espasmo de una muerte inacabada. Partes devoradas, huesos astillados, tendones arrancados y sangre oscura que se filtraba en el suelo como un río de maldición. Los ojos verdes de Haru aún se movían, como si su alma se resistiera a abandonar la prisión de su cadáver incompleto, parpadeando en un sufrimiento indescriptible y eterno.

—Interesante… —susurró la Muerte con un tono que resonaba en la eternidad, un eco de vacío—. Ryuusei ha superado mis expectativas. Su dominio sobre el caos es... placentero.

La Muerte inclinó la cabeza, su mirada recorriendo los vestigios de lo que fueron dos poderosos guerreros. Su destrucción no fue rápida; fue profanación y castigo.

—La venganza consumada tiene un sabor exquisito —continuó la Muerte—. Dile a mi nuevo campeón que el lugar que le tenía reservado en el dominio de las Almas Anacrónicas es ahora mucho más vasto. Su crueldad le ha ganado el derecho de ser un ejecutor de mayor calibre.

Con un simple movimiento de su mano, los cuerpos de Kenta y Haru se desvanecieron en cenizas, disolviéndose en el éter del Inframundo. No quedaba más que el eco de su dolor atrapado en la eternidad y la promesa de su sufrimiento infinito.

—Dile que he recibido su mensaje —continuó la entidad—. Y que su sed de venganza es bienvenida en mi dominio. Que el equilibrio de la vida y la muerte ha sido violado a mi favor.

El Heraldo asintió y desapareció, listo para entregar la respuesta a su amo, mientras la Muerte regresaba a su silencio contemplativo, saboreando el caos.

Mientras tanto, en las profundidades olvidadas de la mansión de Ryuusei, el infierno personal de Daichi apenas comenzaba.

(La Sala de la Agonía)

El sonido del goteo de agua sucia y el olor a hierro inundaban la habitación. La luz era tenue, apenas suficiente para iluminar las paredes cubiertas de herramientas de tortura colgadas de ganchos. Cadenas de acero oscuro colgaban del techo, y el suelo de piedra estaba manchado con la memoria de incontables víctimas; una pátina de sangre seca que no podía ser lavada. Una neblina de sangre seca flotaba en el aire, impregnando los pulmones de un hedor metálico y agrio que obligaba a respirar superficialmente. Era una cámara diseñada para romper el espíritu, no solo el cuerpo.

En el centro, Daichi estaba atado a una silla de metal fría, su cuerpo sujeto con gruesas correas de cuero y acero. El dolor de sus costillas rotas y la herida del martillo lo hicieron recuperar la conciencia gradualmente. Apenas comenzaba a enfocar su visión borrosa cuando una bofetada brutal lo despertó por completo.

¡PLAK!

El sonido seco y cruel resonó en la habitación. Daichi sintió un dolor agudo en la mejilla y el sabor salado de la sangre en su boca.

—Bienvenido de vuelta, Daichi —murmuró Ryuusei, su rostro bajo la máscara mostrando una enfermiza excitación, su voz llena de satisfacción—. Espero que hayas descansado… porque lo que viene será inolvidable.

Daichi intentó moverse, pero el dolor en sus extremidades lo detuvo. Sus muñecas ardían, el cuero raspaba la carne abierta, y sus piernas apenas reaccionaban. No tenía escapatoria. El poder del caos de Ryuusei había neutralizado temporalmente su capacidad de lucha.

Ryuusei tomó una daga pulida, con un brillo siniestro, y la deslizó lentamente por el brazo de su prisionero, sin presionar demasiado, solo lo suficiente para dejar una fina línea roja que brotó en su piel.

Sin previo aviso, Ryuusei enterró la daga en el muslo de Daichi.

¡AHHHHHH!

Un grito desgarrador resonó en la habitación, rebotando en las paredes de piedra. El dolor no era solo físico; era la realización de la pesadilla.

Ryuusei sacó la daga lentamente, disfrutando cada segundo del sufrimiento de su víctima. La hoja salía con un sonido viscoso, arrastrando trozos de carne con ella.

—¿Te duele? —preguntó con una falsa compasión, inclinando la cabeza—. No te preocupes… esto es solo el comienzo.

Se levantó y tomó su martillo de guerra, balanceándolo con facilidad. La sangre aún fresca de Haru y Kenta goteaba de su superficie, mezclándose con la de incontables anteriores víctimas, creando una pátina macabra.

—Me abandonaste cuando todo se derrumbaba en los Juegos de la Muerte. Pensaste que lo había olvidado… pero la venganza es un plato que se sirve frío. Y quiero que lo saborees.

Con una sonrisa sádica, alzó el martillo y lo aplastó con fuerza sobre la rodilla de Daichi.

¡CRACK!

El grito de Daichi se convirtió en un alarido inhumano, ininterrumpido. El hueso se partió en varios fragmentos, perforando la piel y sobresaliendo como dientes de marfil entre la carne desgarrada.

Ryuusei observó la escena con satisfacción.

Daichi jadeaba, el sudor y la sangre se mezclaban en su rostro pálido, la desesperación marcando cada músculo. Pero algo en su interior comenzó a arder. Sus heridas más leves ya se estaban cerrando. El poder innato de Daichi (Rudimentarios Físicos con mejoras) era la regeneración.

Ryuusei vio como el cuerpo de Daichi se regeneraba rápidamente y esto, en lugar de frustrarlo, lo emocionó aún más. Su víctima no moriría fácilmente.

—Bien… ahora sí nos estamos divirtiendo. Tu habilidad de curación es el regalo que me faltaba. La tortura no tendrá fin.

Ryuusei caminó hasta un rincón, tomó un hierro al rojo vivo y lo acercó lentamente al ojo derecho de Daichi, el metal desprendiendo un calor abrasador y un olor a azufre.

—Veamos cuánto tiempo tardas en volver a ver. Cada vez que te cures, te castigaré de nuevo. Una y otra vez.

Y con una risa desquiciada, Ryuusei presionó el hierro contra la retina palpitante de su víctima, mientras el sonido del tejido chisporroteando y los gritos de puro terror llenaban la Sala de la Agonía, dando inicio a un ciclo interminable de dolor.

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