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Chapter 2 - "LA HISTORIA DETRÁS DE TODO"

Narrado por Hinata Rhiuus:

Según las historias más antiguas, hace incontables siglos solo existía la Nada.

Un lugar vacío donde el viento no soplaba, el tiempo no corría y la luz jamás había nacido.

Ni oscuridad, ni sonido, ni forma.

Solo la Nada absoluta.

Pero dentro de esa Nada… algo despertó.

Un pulso sin vibración, una conciencia que no tenía nombre ni cuerpo.

Era el principio de todo: la conciencia que observó la Nada y se reconoció a sí misma.

Y al comprender su soledad, deseó crear compañía.

De ese deseo nació la existencia.

Y con ella, los primeros seres: los Celestiales, guerreros alados bendecidos por su Gracia.

Entre ellos surgieron los Nueve Coros Celestiales, divididos en tres Tríadas:

Los Nueve Coros Celestiales

Tríada Primordial

Serafines

Querubines

Tronos

Tríada Dual

Dominaciones

Virtudes

Potestades

Tríada Tercera

Principados

Arcángeles

Ángeles

De estos coros nació el orden divino, la jerarquía que regía el firmamento.

Entre ellos destacaban dos seres incomparables:

el arcángel Miguel, el más fuerte del segundo grado de la Tríada Tercera,

y el serafín Lucifer, el más poderoso de todas las Tríadas, líder de los Nueve Coros,

hermoso, sabio y resplandeciente como ninguna otra criatura creada por el Padre.

Lucifer, sin embargo, miró más allá del cielo.

Anhelaba no solo servir, sino ser adorado.

Soñaba con un día en que él también fuese llamado Creador.

Mas cuando expresó su deseo, el Padre guardó silencio,

y los coros lo declararon blasfemo.

El tiempo pasó, y Dios creó una nueva raza: la humanidad.

Seres frágiles, efímeros… pero capaces de amar sin verlo, sin escucharlo,

solo sintiéndolo en su corazón.

Al contemplar su amor puro, el Padre los bendijo y ordenó a los celestiales que también los amaran,

pues en ellos se hallaba la chispa divina.

Pero para Lucifer, aquello fue una humillación.

¿Cómo podrían las criaturas imperfectas recibir el mismo amor que los hijos del Cielo?

De esa envidia nació el primer pecado: la Tentación.

Movido por ella, Lucifer habló a sus hermanos, sembrando duda en sus corazones,

y una tercera parte del Cielo lo siguió.

Así comenzó la Guerra del Firmamento, una batalla que duró milenios,

donde los ángeles se enfrentaron entre sí por sus ideales,

hasta que el firmamento ardió con fuego divino.

Finalmente, en el campo de batalla solo quedaron dos:

Lucifer, el más fuerte de todos los Serafines,

y Miguel, el Arcángel que aún creía en el Padre.

—Hermano —clamó Lucifer, con voz que retumbó en los cielos—.

Únete a mí. Juntos gobernaremos el Cielo, el Reino Humano y todo cuanto existe.

No más cadenas, no más adoración ciega a un creador que nos ignora.

Seremos libres.

Miguel alzó su espada y, sin miedo, respondió:

—¿Quién como Dios... Hermano?

La espada descendió.

Y el cielo tembló.

La luz divina descendió sobre él, y su voz tronó como el juicio mismo:

—¡Cae!

Y Lucifer cayó.

Su cuerpo ardiente cruzó los cielos como un rayo, estrellándose contra el mundo recién nacido.

El impacto abrió una herida en la tierra,

un abismo oscuro que los hombres llamarían el Bosque Maldito.

De su sangre brotaron las primeras criaturas corrompidas,

y los humanos que se acercaron a ellas se transformaron en demonios.

Lucifer contempló su propia caída y, lleno de rencor,

juró destruir aquello que su Padre más amaba.

Y así, la Tentación se extendió entre los hombres…

Y de aquel acto, Lucifer descubrió algo que lo cambiaría todo.

Esta es, según las escrituras antiguas, la historia sobre la creación y el origen del Bosque Maldito, aquel lugar que yace en el corazón del Reino de Afhriur. Y aunque nunca se reveló qué fue exactamente lo que Lucifer halló en la humanidad, su influencia provocó un cambio irreversible. Al tentar a los hombres, mezcló su sangre con la de las criaturas corrompidas, y de esa unión nacieron las siete razas que hoy habitan el continente.

Algunos dicen que fue castigo; otros, una evolución.

Pero lo cierto es que, desde entonces, ninguna raza volvió a ser completamente humana.

Estas son las historias que la Iglesia y nuestros antepasados nos han legado…

Historias que, aunque envueltas en mito, aún laten en cada rincón de Pangea.

Terminé de leer el Atlas del Continente y cerré sus desgastadas páginas.

Llevaba tanto rato leyendo que los párpados me pesaban como piedra. Sentía el calor de la lámpara sobre el rostro, el cosquilleo en los ojos… ese punto incierto entre la vigilia y el sueño donde el mundo parece disolverse.

Froté mis ojos suavemente, intentando mantenerme despierta, pero el cansancio me vencía poco a poco.

Cerré los ojos solo un instante.

Los abrí de golpe.

El corazón me dio un vuelco. Juraría que algo se había movido entre las sombras de la biblioteca. Miré a mi alrededor… nada. Solo el zumbido tenue de la lámpara.

Parpadeé.

Froté los ojos otra vez.

Los cerré un par de segundos, tal vez.

Entonces lo sentí.

Una voz, tan baja que apenas era un susurro, rozó mi oído:

—Hinata…

Mi pecho se contrajo. Abrí los ojos de golpe.

No había nadie.

—Debe ser el sueño… —murmuré, intentando sonreír.

Esta vez no resistí más. Dejé caer la cabeza sobre el brazo y cerré los ojos del todo.

El calor de la lámpara se apagaba sobre mi piel.

Y poco a poco, todo se volvió negro.

…Silencio.

Solo mi respiración… y un leve murmullo que no supe si venía del libro o de mis sueños.

Entonces lo vi.

La oscuridad detrás de mis párpados comenzó a distorsionarse, como si la realidad se fragmentara en mil espejos rotos.

Sombras y luces danzaban en un caos de guerra.

Dos figuras aladas se enfrentaban en el aire: una tan blanca como la aurora; la otra, tan oscura como el abismo.

Sus espadas chocaban con un estruendo que hacía temblar el cielo.

La luz y la sombra se consumían una a la otra.

Y entre ambas… una tercera figura.

Un ser alado, de rostro imposible de distinguir.

Su cuerpo emanaba luz y oscuridad a la vez.

Su presencia era perfecta… y aterradora.

Entonces lo comprendí: me había quedado dormida.

Todo aquello —la guerra, los cielos en ruinas, las criaturas aladas— solo podía ser un sueño.

Las observé con calma; si era mi mente quien las creaba, no había razón para temer.

Cerré los ojos y exhalé aliviada.

Pero cuando los abrí de nuevo… ella estaba allí.

Esa figura.

Sin rostro.

Sin forma definida.

Me miraba.

Su mirada —o lo que fuera eso— era un vacío absoluto. Sentí cómo todo mi cuerpo se tensaba, cómo el aire me abandonaba.

Su silueta oscilaba entre luz y sombra, como si no perteneciera a ninguno de los dos mundos.

De su pecho emanaba una vibración extraña, un murmullo casi imperceptible… hasta que esa voz se abrió paso entre el silencio.

—No es el momento… —susurró.

Su tono era suave, casi humano, pero fracturado, como si hablara desde muy lejos… o desde dentro de mi propia mente.

—No es el momento… no me dejes… —repitió.

Las palabras se deslizaban una y otra vez, mezclándose con mis pensamientos hasta confundirse con ellos.

—No permitas que despierte… no aún…

Un aliento helado rozó mi mejilla.

El aire se volvió pesado, inmóvil.

Intenté moverme, gritar, abrir los ojos… pero mi cuerpo no respondió.

—No es el momento… —dijo otra vez, ahora tan cerca que sentí su voz vibrando dentro de mi pecho.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

La figura extendió una mano —si es que podía llamarse así— y la oscuridad a su alrededor comenzó a retorcerse, devorando la poca luz que quedaba.

—¿Quién eres? —quise preguntar, pero mi voz se quebró antes de salir.

Por un instante, aquella forma se inclinó hacia mí.

Y en medio del vacío, con un tono que mezclaba súplica y amenaza, susurró:

—No es el momento… pero lo será.

Entonces chasqueó los dedos.

Un sonido seco, desgarrador, rompió el aire.

El suelo se abrió bajo mis pies.

La luz desapareció.

Caí.

Caí a la nada.

No había calor.

No había frío.

No había sonido.

Solo el vacío.

Desperté jadeando, el pecho ardiendo, la respiración entrecortada.

El sudor me corría por la frente mientras el sonido de los relámpagos sacudía toda la casa.

El clima estaba… inquietante.

El cielo rugía sin cesar, los truenos se encadenaban uno tras otro como si la tormenta no tuviera fin.

El viento golpeaba las ventanas con una furia descontrolada, haciendo crujir los marcos y temblar las paredes.

Me incorporé con torpeza, mirando a mi alrededor. Todo seguía igual… y a la vez, nada lo estaba.

No entendía qué había pasado.

Ni siquiera estaba segura de qué era real.

Pero algo dentro de mí lo sabía.

Fuera lo que fuese aquel sueño, había perturbado algo más que mi mente…

Había tocado la realidad misma.

Narrador Omniciente

Y entre las grandes montañas del reino de los humanos y los elfos, el Reino de Lhat,

una figura alada se posaba sobre las praderas, contemplando el firmamento.

Su silueta brillaba tenuemente bajo la luz de la luna.

Permaneció en silencio unos segundos, hasta que su voz se alzó, suave pero imponente:

—Ha comenzado… Desde ahora, se revelará el engaño del Génesis… y la verdad del Némesis.

Sus acciones decidirán el destino de las razas… y con ello, el principio de todo.

Tras pronunciar aquellas palabras, desplegó sus alas y se elevó en un resplandor plateado, perdiéndose entre las estrellas.

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