La virtud del conejo
Por Caleb Y.Y
Derechos de autor © 2025 Caleb Y.Y.
Todos los derechos reservados.
_________________________
Dicen que aquel conejo que robó
le cortaron la cola.
Desde entonces,
sus ojos se agrietaron,
rojos por el dolor,
por el peso de las lágrimas que nunca dejó caer.
________________________________________
Me llamo Millet.
Biológicamente nací mujer,
pero dentro de mí algo siempre se sintió distinto,
Tengo 20 años.
Estudio medicina, una carrera por la que me esforcé mucho para entrar.
Me gusta, aunque me consume el tiempo y las fuerzas.
Bueno, sabía que sería así. No me puedo quejar.
Desde que mi madre tuvo otro hijo, dejé de trabajar.
Ahora cuido al bebé, como antes hice con mis hermanos.
No es que me moleste, pero a veces, cuando el reloj suena,
siento que mi vida se detiene con cada tic.
Antes me escapaba para ayudar a otros,
vendía cosas, cargaba escombros,
hacía lo que podía.
Mi madre era recolectora de basura,
y a pesar de todo, me amaba.
Mi padrastro… quizá me tuvo cariño alguna vez.
Pero el alcohol siempre terminaba ganando.
Hubo noches en que los gritos se mezclaban con los golpes.
Ella se arrodilló una vez, llorando,
jurando que no volvería a pasar.
Y le creí.
Pensé que todo iría bien.
Una llamada.
—Hola, Millet. Tengo una sorpresa. Hay un trabajo, no piden tu carnet, así que puedes presentarte como quieras.
—¿De verdad? Gracias…
Pero es de noche…
—No importa.
—Gracias… podré trabajar de nuevo.
Entonces un golpe.
Un sonido seco.
Sangre.
Y rostros mirándome con lástima.
—¿Eh? —susurro—.
Gritos…
Solo quería un trabajo digno.
Mi único sueño:
tener algo estable,
vivir tranquilo,
poder comprar ropa nueva,
unos zapatos cada cuatro meses.
La llamada sigue encendida.
—¿Michael? ¿Qué pasó? ¿Estás bien? ¡Oigo gritos!
Quizás fue mi culpa por desear esa ropa.
Por mirar demasiado tiempo el vidrio,
por imaginarme dentro de esas camisas limpias.
Debí marcharme antes,
debí conformarme.
Si trabajaba más, algún día lo tendría,
sin tener que soñar tanto.
Miro la ventana una vez más.
La sangre me impide ver con claridad.
Solo alcanzo a pensar:
me hubiera gustado usarla…
El hombre del cuchillo corre.
La gente grita.
Yo me quedo quieto.
¿Hice algo malo?
Solo intentaba vivir.
Solo quería ayudar a mamá,
cambiar mi nombre,
tener un trabajo digno.
No quería morir.
El piso está frío…
Pensé que todo mejoraría.
Y, de pronto, despierto.
Frente a mí, una niña.
Tiene los ojos hinchados de tanto llorar.
Debe tener cinco años.
—Hermano, despertaste…
¿Cómo estás, Mi?
—Estabas muy enfermo…
Papá te golpeó…
Su voz se quiebra.
Miro alrededor: paredes gastadas.
La niña se aferra a mí con fuerza.
Sus manos pequeñas tiemblan,
como si tuviera miedo de que me desvanezca otra vez.
Y la puerta se abre.
Un hombre entra.
Sus pasos son duros, secos.
Me observa con desprecio.
—¿Está preñada o qué se?
¡Levántate, carajo!
Debes ir a practicar.
Todavía que cuido a la perra de tu madre,
¿tengo que aguantar también a su hijo inútil?
¡Te dije que te levantaras, mierda!
—Papá, no… por favor… —llora la niña—
Él recién se levantó, acaba de despertar.
—Y si creí que estaría muerto… —responde el hombre—
Más trabajo para mí, hacer un hueco.
Por eso vine aquí.
Al parecer no pasó.
Ahora, ¡levántate, mierda!
Me pongo de pie, obedeciendo, aunque mi cuerpo duele.
Mis piernas pesan,
manchas lilas recorren mi piel,
moretones que arden,
y marcas de golpes como las que deja un látigo o una bestia cansada.
La niña ruega una vez más,
pero es empujada hacia un lado,
sollozando.
