Cherreads

Chapter 12 - Capítulo 11

[Eiren]

El sol ya había caído, y la luz de las velas en la mesa apenas lograba iluminar la pequeña sala. Yo tenía las manos temblorosas, no sabía si por el cansancio de lo vivido o por el peso de lo que sostenía.

En mis dedos descansaba la carta sellada con cera roja, el emblema de la casa Vion marcado con una flor estilizada. La miraba una y otra vez, como si fuese a deshacerse entre mis manos.

Keny me la había dado poco antes de marcharse, con esa sonrisa franca que parecía siempre segura de todo. "Si algún día decides ir, y yo no estoy, esto bastará para abrirte las puertas de mi casa", me dijo. El pase estaba dentro, junto con una carta para su padre.

Inspiré hondo.

—Se siente… extraño —murmuré, rompiendo el silencio—. Tener algo así en las manos… es como si de pronto el camino frente a mí se abriera de golpe, pero al mismo tiempo no quiero ni moverme.

Mi madre, me observaba desde la mesa. Estaba cosiendo, pero había detenido la aguja desde hacía rato. Su voz fue suave, pero firme como siempre:

—No tienes que forzar nada, Eiren. Escúchame bien, hijo. Esta carta es un obsequio, una oportunidad, pero no una obligación. —Se levantó y vino a mi lado, apoyando una mano cálida en mi hombro—. Nosotros estamos felices de que alguien vea en ti un futuro, pero lo que importa es lo que tú quieras.

Bajé la mirada, apretando el papel un poco más fuerte.

—¿Y si nunca sé qué quiero? —pregunté, apenas en un susurro.

Mi padre, soltó un resoplido leve. Estaba sentado frente al fuego, sus brazos cruzados, y me miró con esa mezcla de severidad y cariño que siempre lo acompañaba.

—Tch… ¿Y quién sabe eso de inmediato? —dijo, inclinándose hacia adelante—. Yo tampoco sabía qué quería cuando era joven. Solo tenía mis manos y la tierra, y con eso trabajé hasta formar esta familia. Lo importante no es decidir hoy mismo. Lo importante es que, cuando lo hagas, lo pienses bien… y que sepas que estaremos de tu lado.

Me sorprendí de lo fácil que le salía decirlo, con tanta seguridad.

—Pero… —intenté hablar, y las palabras me salieron atropelladas—. Si tengo esta magia, si tengo este… poder, ¿no debería hacer algo más?

Joren, que hasta ese momento había estado callado, dejó escapar un bufido.

—Tsk… típico de ti. Siempre dándole vueltas a todo —me miró de reojo, aunque había un brillo extraño en su expresión, más serio que burlón—. Si quieres quedarte, quédate. Si quieres ir, vete. Lo único que sería estúpido es que decidas en base al miedo.

Lo miré, sorprendido.

—¿Miedo?

—Sí —intervino de nuevo mi padre—. Porque todo lo que escucho en tu voz es miedo. Y no está mal tenerlo… pero no dejes que te mande.

Me quedé callado. Las palabras me pesaban demasiado.

Fue entonces que Alenya, que había estado sentada con Miriel en un rincón, se levantó y habló con esa timidez suya que rara vez rompía el silencio:

—Eiren… yo… —se detuvo, respiró hondo y continuó—. A mí me alegra que Keny haya confiado en ti. Pero también me alegraría que te quedaras aquí siempre. Eres mi hermano… y yo… no quiero perderte.

Miriel se abrazó a mi brazo enseguida, como si quisiera reforzar lo dicho.

—¡Yo tampoco quiero que te vayas! —dijo con la voz cargada de lágrimas contenidas—. Pero… pero si un día decides irte, prométeme que volverás.

Mi corazón se apretó. Quise responder, pero no pude. Solo acaricié la cabeza de Miriel mientras veía cómo todos me miraban con expectación, cada uno con sus sentimientos distintos.

Finalmente, mi madre habló de nuevo, con esa serenidad que parecía envolvernos a todos:

—Eiren, no tienes que decidir hoy, ni mañana. Guarda esa carta. Deja que repose. El tiempo traerá claridad.

Respiré hondo y asentí, aunque no con convicción, sino con el peso de la duda todavía sobre mí.

—Lo pensaré… —dije apenas—. Lo prometo.

El fuego ya estaba consumiendo los últimos leños cuando Alenya, con su voz delicada pero firme, rompió el silencio.

—Eiren… —me miraba con esos ojos llenos de preocupación, la cabeza un poco inclinada—, ¿qué harás con tu magia? ¿Tienes alguna idea de cómo aprender a usarla?

Me quedé mirándola, sorprendido por lo directo de la pregunta. Luego bajé la vista a mis propias manos. Las abrí, lentamente, como si esperara ver cristales de hielo formándose en mis palmas. No pasó nada, solo estaban ahí, temblando un poco bajo la luz del fuego.

—No tengo la más mínima idea… —dije al fin, con una risa amarga—. La última vez que la usé fue por desesperación… ni siquiera lo pensé. Solo pasó. Y fue inconsciente.

—¿Pero… puedes intentarlo ahora? —preguntó Miriel, con sus ojos brillando de curiosidad.

Negué despacio.

—No es tan sencillo. Siento… como si estuviera dormida, como si solo saliera cuando estoy al borde de algo. Y aquí en el pueblo… no hay magos, nadie que me enseñe. —Me quedé callado un momento y luego añadí con una mueca—. Tal vez alguien tenga algún libro tirado por ahí, pero dudo que sea suficiente.

Mi madre se cruzó de brazos, pensativa.

—Libros pueden dar teoría, pero no experiencia. Y tú necesitas control, hijo. Control sobre ti mismo antes que nada.

Mi padre gruñó suavemente, rascándose la barba.

—Mmmm… hay alguien. —Sus ojos se iluminaron como si hubiera recordado de golpe algo evidente—. ¿Por qué no le preguntas a Garren?

—¿Garren? —pregunté, sorprendido.

—Sí —respondió mi padre, con un gesto como si todo fuera obvio—. Ese hombre siempre anda con cosas raras. Siempre vuelve de sus viajes con cachivaches, armas, y libros que no sé ni cómo consigue. Si alguien aquí tiene algo sobre magia, es él.

Joren levantó una ceja.

—¿El viejo Garren? —bufó, con una sonrisa torcida—. No me lo imagino enseñando magia… a duras penas enseña a jugar a las cartas sin hacer trampa.

Eso arrancó unas risas a Miriel, y hasta Alenya se cubrió la boca para no reír.

Yo, sin embargo, seguía pensativo.

—¿De verdad creen que él podría tener algo así? —pregunté, apretando aún la carta de Keny entre mis manos.

Mi padre asintió con seguridad.

—Ese hombre ha viajado más que cualquiera en este pueblo. Ha estado en mercados, en caravanas, en ciudades grandes. Te aseguro que, si no tiene algo, sabrá quién puede tenerlo.

Mi madre intervino entonces, mirándome con seriedad:

—Pero cuidado, Eiren. Garren es un hombre bondadoso, sí, pero también reservado. Si le pides ayuda, debes hacerlo con respeto. Él no es de los que dan cosas a la ligera.

—Lo sé… —murmuré.

Alenya se inclinó hacia mí, sus manos sobre sus rodillas.

—De todos modos, es un buen comienzo. No tienes por qué decidir sobre academias ni grandes viajes aún. Solo… aprender poco a poco. No estarás solo, hermano.

Sus palabras me dieron un extraño calor en el pecho. Miré otra vez mis manos abiertas, vacías, y pensé en lo poco que sabía de lo que llevaba dentro.

—Quizás… sí. Quizás debería hablar con él. —Me quedé callado un instante, antes de añadir en voz baja—. Aunque no sé si quiero descubrir lo que hay en mí…

Mi padre me dio una palmada fuerte en la espalda, sacándome un gruñido.

—Muchacho, nadie sabe lo que encontrará hasta que lo busca. Y si resulta que lo que tienes es fuego, hielo, o lo que sea, pues ya aprenderás a manejarlo.

—O a congelarnos la cena otra vez —soltó Joren, medio en broma, medio en serio.

—¡Joren! —lo reprendió mi madre de inmediato.

Yo no pude evitar soltar una risa nerviosa, aunque las dudas no se habían ido. La carta en mi mano seguía recordándome que había un futuro grande allá afuera… pero tal vez el primer paso estaba aquí mismo, en el pueblo, con un hombre como Garren.

—De acuerdo —dije al fin, más para mí que para ellos—. Le preguntaré.

El silencio volvió un instante, roto solo por el crepitar de las brasas. Y por primera vez desde que desperté mi magia, sentí que quizá había un camino frente a mí que no me asustaba tanto.

***

La mañana me recibió con un dolor sordo en los músculos, como si hubiera corrido kilómetros con peso encima. No había heridas visibles, ni vendajes, pero mi cuerpo me recordaba a cada movimiento que no estaba del todo recuperado. Al pasar una mano por mi brazo noté la piel ligeramente fría, más de lo normal, aunque lo dejé pasar con un resoplido.

Tal vez es parte de la magia, pensé, sin darle vueltas de más.

Fue entonces que escuché la voz de mi madre, dulce y melosa, subiendo desde abajo como el aroma del pan recién horneado.

—¡Eireeen! ¡Desayuno, hijo! ¡Ven antes de que se enfríe!

Suspiré con una sonrisa leve. La rapidez con la que la rutina regresaba después de todo lo ocurrido me dejaba un extraño vacío. Había dormido una semana entera, entre fiebre y desmayo, mientras allá afuera el pueblo se defendía de las bestias, aventureros llegaban, soldados marchaban y el mundo seguía sin mí. Ahora, todo parecía normal otra vez. Demasiado normal.

Me levanté, estirándome con una mueca, y bajé las escaleras de madera. El crujido de cada peldaño me acompañó hasta que la vi: mi madre esperándome con los brazos abiertos, sonriendo con esa exageración que siempre me hacía sentir que volvía a ser un niño pequeño.

—¡Mi Eiren precioso! —exclamó, rodeándome con fuerza, casi aplastando el aire de mis pulmones—. ¡Cómo extrañaba darte los buenos días así!

—M-mamá… —tosí entre risas, dejándome llevar mientras me acariciaba el cabello como si estuviera despeinado desde que nací—. Ya estoy bien, no hace falta tanto…

—¡Siempre hace falta! —me corrigió con dulzura, dándome un par de besos en la frente y guiándome hasta la mesa como si temiera que me desmoronara.

Me dejé caer en la silla, y allí estaban los demás: Joren ya con medio pan en la boca, Alenya sirviendo leche en una jarra, Miriel jugueteando con un trozo de queso, y mi padre sentado firme con la expresión de quien ya planeaba todo el día.

—Hoy será pesado —dijo mi padre, mirándome de reojo—. El almacén aún necesita reparaciones. Hay que terminar de reforzar las tablas y hacer un recuento de lo que quedó de los costales.

Miriel no tardó en intervenir, con esa vocecita que siempre quería ponerle humor a todo:

—Y de los que quedaron congelados —dijo, con una risita nerviosa.

Joren levantó la mano y le dio un golpecito suave en la cabeza.

—¡Oye! —protestó ella, inflando las mejillas.

—No es por burlarme —dijo él, encogiéndose de hombros mientras se llevaba otro pedazo de pan a la boca—, pero tiene razón. Entre la defensa, la reconstrucción del pueblo y lo poco que se pudo salvar de los campos, el almacén quedó como lo dejamos: con escarcha hasta en el techo.

Todos se volvieron a mirarme. Yo solo hundí la cara entre las manos, murmurando:

—No fue a propósito…

Mi madre intervino de inmediato, como siempre que sentía que querían cargarme con culpa:

—Basta, basta. Nadie está reprochándole nada a Eiren. Lo que ocurrió nos salvó la vida, y eso es lo único que cuenta.

Mi padre asintió, golpeando suavemente la mesa con su puño ancho.

—Exacto. Lo que hay que hacer es trabajar con lo que tenemos. —Luego me señaló con la mirada firme—. Pero tú, muchacho, eres el único que no saldrá hoy.

Levanté la vista, sorprendido.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque aún no estás recuperado —dijo mi madre antes que él, cruzando los brazos como si ya hubiera decidido por los dos—. No puedes forzar tu cuerpo, Eiren. Dormiste una semana entera. Apenas ayer pudiste levantarte sin caer de nuevo en la cama.

—Pero… —quise protestar.

—Nada de peros —cortó mi padre, tajante pero sin enojo—. No eres menos por quedarte en casa un día más. Lo que necesitamos ahora es que no vuelvas a desmayarte ni a caer enfermo.

Alenya intervino, sonriéndome con dulzura mientras acomodaba las tazas en la mesa.

—Hermano, de verdad… no pasa nada si descansas. Nosotros podemos con el almacén.

Miriel levantó la mano con entusiasmo.

—¡Sí! Yo cargaré costales por ti.

—Tú apenas puedes con el balde del agua —se burló Joren, haciéndola enfurruñarse de inmediato.

La escena me arrancó una sonrisa cansada, y terminé rindiéndome.

—Está bien… me quedaré. Pero no porque no pueda, sino porque no quiero que mamá me aplaste de abrazos cada vez que me caiga de nuevo.

—¡Eso sí que no lo prometo! —replicó mi madre con su sonrisa empalagosa, y todos soltaron una risa.

La mañana siguió entre bocados, risas y planes para el trabajo. Pero en el fondo, mientras mordía un trozo de pan, yo no podía dejar de pensar en lo que había dicho mi padre la noche anterior: Garren. Quizá, mientras ellos iban al almacén, yo podría encontrar el valor para hablar con él.

**

El desayuno fue acabándose entre comentarios sobre la reconstrucción y las bromas que siempre terminaban en discusiones pequeñas entre Joren y Miriel. Yo apenas probé bocado, porque la carta en mi bolsillo parecía pesar más que todo el pan de la mesa.

Fue entonces que mi padre se aclaró la garganta, apoyando los codos en la mesa con gesto serio.

—Eiren —dijo, mirándome fijo—. Los soldados y los aventureros parten en un rato. Si quieres hablar con Keny sobre la carta o el estabilizador, este es el momento. No volverás a verla por un tiempo.

Levanté la cabeza, sorprendido.

—¿Ya se van?

—Así es —respondió Roderic, asintiendo despacio—. La defensa terminó, y con los informes que llevan será el noble de la región quien decida qué hacer a largo plazo. Keny parte con ellos.

Mi madre dejó la jarra a un lado, mirándome con dulzura.

—Podrías aprovechar para agradecerle, cariño. Ella confió en ti, y eso no es poca cosa.

Me quedé pensativo un momento, hasta que mi padre añadió:

—Además, Garren me dijo ayer que se quedará en el pueblo solo un día más. Después volverá a marcharse en sus viajes. Si piensas pedirle ayuda, mejor no lo dejes para más tarde.

Al escuchar eso, me quedé en silencio unos segundos. Entre la carta, Keny, y la idea de hablar con Garren, parecía que todo se había juntado en un solo día. Inspiré hondo y me levanté de la mesa.

—Está bien —dije con decisión—. Voy a ir de una vez. Primero buscaré a Keny para darle las gracias… por todo. Después iré a ver a Garren.

Liana se levantó también y se acercó a darme uno de esos abrazos mañaneros que ya había recibido hacía un rato, pero al parecer nunca eran suficientes para ella.

—Anda, hijo. Ve tranquilo. No corras, no te esfuerces demasiado… y vuelve pronto.

Joren soltó una risa, con media rebanada de pan aún en la mano.

—No se lo coman vivo de abrazos allá también, que ya tiene bastante con mamá.

—¡Joren! —replicó mi madre dándole un manotazo en el hombro.

—Es broma, es broma… —rió él, aunque con esa chispa de travesura que nunca perdía.

Alenya me sonrió con serenidad, como siempre hacía cuando no quería añadir presión:

—Hablar con ellos es lo mejor. Vas a estar bien, hermano.

—¡Y vuelve con historias! —gritó Miriel, levantando la mano como si me estuviera despidiendo en una estación—. Yo quiero saber qué dice Keny, y qué cosas raras tiene Garren esta vez.

Sonreí ante tanto alboroto y di un paso hacia la puerta.

—En un rato nos vemos —les dije, levantando la mano a modo de despedida.

El aire fresco de la mañana me golpeó el rostro apenas crucé el umbral. Afuera, el pueblo parecía en calma, pero aún se notaban huellas de lo ocurrido: casas con tablas nuevas, huertos pisoteados, humo de reparaciones. Y allí, entre la normalidad que regresaba a la fuerza, yo caminaba con más preguntas que respuestas.

Hoy, al menos, iba a dar un primer paso.

Las calles del pueblo estaban más vivas de lo que esperaba. El sol apenas empezaba a calentar las piedras, y el aire aún olía a humo de las hogueras de la defensa. Caminaba despacio, cuidando de no forzar demasiado mi cuerpo, cuando escuché la primera voz.

—¡Eiren! —era una mujer mayor, la señora Marla, la que siempre vendía pan en la esquina. Sus ojos se iluminaron en cuanto me vio—. ¡Por fin despierto! Pensamos que no saldrías de esa cama.

Me detuve un momento, rascándome la nuca.

—Sí… he dado más trabajo del que quería. Perdón por preocuparlos.

Ella negó con la cabeza con una sonrisa amable.

—Nada de perdones. Fue duro lo que pasó, hijo, pero gracias a ti estamos aquí todavía.

Apenas avancé unos pasos, otro vecino, un hombre cargando tablones, me gritó desde la otra acera.

—¡Vaya, vaya, si no es el muchacho del hielo! —rió, dejando los tablones contra una pared—. ¡Despertaste tu magia! Aunque… —me guiñó un ojo— vaya desastre el del almacén, ¿eh?

Sentí que las mejillas se me calentaban, y bajé la cabeza.

—Lo sé… lo siento, no lo controlé.

Un tercer vecino, un hombre robusto que había luchado en la defensa con un hacha, se acercó y puso una mano firme sobre mi hombro.

—No tienes nada que disculpar, muchacho. Todos sabemos lo que pasó. Todos supimos lo que hiciste por tu hermano. —Su voz se suavizó—. Despertar magia en medio de una lucha a muerte no es algo sencillo. Así que, más bien… felicidades.

Levanté la mirada, sorprendido.

—¿Felicidades…?

—¡Claro! —rió el hombre, dándome una palmada que casi me tumbó—. No cualquiera despierta poder así. ¡Ya verás, pronto estarás de pie trabajando de nuevo con todos nosotros!

—Sí… —asentí con una sonrisa tímida—. En unos días estaré listo.

Y seguí mi camino. Pero no pararon ahí los saludos. Cada paso que daba, alguien me detenía.

—¡Eiren, qué gusto verte! —decía una mujer mientras tendía ropa en una cuerda.

—¡Pensábamos que no volverías a caminar! —exclamaba un niño corriendo con una pelota.

—¡Nos diste un buen susto, muchacho! —añadía un anciano desde un banco, con los ojos chispeantes.

Yo respondía como podía, con sonrisas nerviosas, agradecimientos, y alguna que otra disculpa que enseguida me corregían:

—Nada de pedir perdón, hijo. —me dijo una vez más otra vecina—. Salvaste a tu hermano más de lo que crees.

No sabía cómo sentirme. Parte de mí quería esconderse, pero otra parte… sentía un calor extraño en el pecho. Por primera vez desde que llegué a este pueblo, no me miraban como al forastero adoptado, sino como a alguien propio.

Cuando por fin llegué a la plaza, me encontré con un bullicio mayor. Varias caravanas estaban siendo cargadas con cajas, costales y provisiones. Soldados con armaduras ligeras daban órdenes mientras aventureros ajustaban sus equipos. El sol reflejaba en los cascos y lanzas, dándole un aire solemne a la despedida.

Y allí, entre todo ese movimiento, la vi. Keny.

Su lanza descansaba en su espalda, su armadura relucía después de una limpieza rápida, y hablaba con el capitán de los soldados, un hombre robusto de voz ronca que parecía estar repasando la formación.

Me quedé unos segundos observándola. Apreté los puños suavemente, tomando aire.

—Bueno, aquí vamos… —murmuré para mí mismo, y comencé a avanzar hacia ella, escuchando cómo el sonido del bullicio se mezclaba con los latidos fuertes en mis oídos.

—¡Keny! —la llamé, levantando un poco la voz para que me oyera entre el bullicio de los soldados cargando cajas y los cascos chocando entre sí.

Ella giró de inmediato, el brillo metálico de su lanza sobre el hombro. Cuando me vio, frunció el ceño y caminó hacia mí con paso firme.

—¿Pero qué haces tú fuera de la cama? —me preguntó en cuanto estuvo frente a mí, con esa mezcla de reproche y preocupación—. Una semana inconsciente, con fiebre y medio pueblo cuidándote, y ya andas paseándote como si nada… deberías estar descansando.

Me encogí de hombros, un poco apenado.

—Mi madre me dejó salir… —respondí—. No solo de la cama, también de la casa. Dijo que necesitaba estirar las piernas, que no era bueno seguir acostado tanto tiempo.

Keny soltó una risa suave, sacudiendo la cabeza.

—Tu madre es valiente dejando que andes por aquí tan pronto. Pero bueno… veo que al menos puedes caminar. ¿Qué te trae hasta mí?

Apreté la carta en mi bolsillo antes de hablar.

—Quería hablar sobre la carta que me diste.

Ella levantó una ceja, curiosa.

—¿La carta? ¿Qué tiene la carta?

Respiré hondo, mirándola de frente.

—Sobre el patrocinio. Quiero saber por qué… por qué ofrecerme algo así. Apenas nos vimos un par de veces, casi ni nos conocemos.

Keny se quedó pensativa unos segundos, y luego apoyó una mano en la cadera.

—Tienes razón, no nos conocemos mucho. Pero te diré algo, Eiren: cuando te vi por primera vez, sentí una cantidad de maná en ti que no es normal. Era como pararse frente a una hoguera en mitad de la nieve. Y no solo eso… despertaste magia en medio de una pelea, sin maestro, sin práctica, sin control. Eso me llamó la atención.

Me quedé en silencio, escuchando sin saber qué responder.

Ella continuó, más seria ahora:

—Quiero ayudarte porque creo que sería un desperdicio que ese poder se apague en un rincón. Y sí… también me ayudaría a mí. No lo niego. Tener a alguien con tu potencial entre mis filas sería una ventaja. Pero —se inclinó un poco hacia mí, sus ojos firmes— es una oferta, no una orden. No tengo ni el poder, ni el corazón, para forzar a alguien a seguir un camino que no quiere.

—…

—Tómate el tiempo que quieras. Uno, dos años, lo que necesites. Lo único importante es que no lo dejes pasar de los veinticinco. Ese es el límite de edad para entrar en una academia.

Asentí despacio, apretando los labios.

—Entiendo… Gracias, Keny. Prometo que lo pensaré. Solo… —dije con una sonrisa nerviosa— recuerda cómo me veo ahora, porque el tiempo vuela, y aún estoy creciendo. En un par de años quizá me veas diferente y pienses que soy un impostor.

Ella soltó una carcajada sincera.

—Si apareces con esa mirada seria y con ese maná desbordante, créeme, sabré que eres tú aunque tengas barba o estés dos cabezas más alto.

Yo también reí un poco, aliviado. Fue entonces que Keny se giró hacia una carreta cercana y sacó una pequeña bolsa de cuero que me tendió.

—Antes de irme, quería dejarte esto. —Abrió la bolsa para mostrarme lo que había dentro—. Una espada ligera. No es nada del otro mundo, pero servirá para entrenar tu cuerpo junto a tu magia. Un cuaderno con mis apuntes personales sobre mi magia de fuego —me miró de reojo—. Ya sé que lo tuyo es el hielo, pero la teoría sobre canalización y control puede ayudarte.

Sacó después unos pequeños frascos y unas ramitas secas atadas con hilo.

—Unas pociones estabilizadoras y unas hierbas que puedes tomar o comer para recuperar maná. Aquí también van las recetas, para que no dependas siempre de otros.

Me quedé mirando el conjunto de objetos, con la boca entreabierta.

—Keny… esto es demasiado.

—No, no lo es —respondió con firmeza, cerrándome la bolsa en las manos—. Es apenas lo justo para que no te pierdas en el camino.

Guardé silencio un momento, mirando los regalos como si pesaran más que una armadura.

—Gracias… de verdad.

Ella sonrió, acomodando la lanza en su espalda.

—Un consejo más, Eiren. No pienses en tu poder como un enemigo. No es algo que debas temer, sino algo que debes aprender a escuchar. La desesperación despertó tu magia… pero con calma la dominarás.

Asentí, sintiendo un extraño calor en el pecho.

—Lo recordaré.

Keny se giró entonces hacia su caballo, que un soldado le tenía preparado. Subió de un salto ágil, ajustó las riendas y me miró una última vez desde lo alto.

—Nos veremos, Eiren. Y cuando lo hagamos, quiero ver cuánto has crecido.

—Lo prometo —respondí, apretando la bolsa contra mi pecho.

Ella asintió con una sonrisa franca, y con una orden del capitán, las caravanas comenzaron a avanzar. El ruido de cascos y ruedas se mezcló con las voces de despedida de los vecinos, mientras yo me quedaba en la plaza, mirando cómo Keny desaparecía poco a poco entre el polvo del camino.

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