La gran carpa real vibraba con el murmullo de conversaciones y risas contenidas. El olor a vino especiado y carne asada llenaba el aire, mientras los nobles, vestidos con sus mejores galas, trataban de olvidar por unas horas la sombra del bosque y el horror que se había comentado durante el día.
El banquete ya había comenzado cuando las puertas del pabellón real se abrieron para dejar pasar al príncipe Jaehaerys Targaryen.
El bullicio habitual de copas, música y carcajadas se disolvió lentamente. Solo quedaron murmullos, tan suaves que parecían el siseo de una serpiente curiosa.
Los presentes giraron la cabeza, observando al heredero recién llegado. Había cambiado la armadura por una túnica de seda negra con ribetes plateados que resaltaban su porte regio. Su cabello plateado caía libre sobre los hombros, y sus ojos, de un azúl claro, reflejaban las antorchas con un brillo casi hipnótico.
"Los rumores no mintieron sobre su belleza", murmuró una dama de la Casa Redwyne, abanicándose para disimular su rubor.
"Dicen que es jinete de un dragón diabolico, así que ten cuidado", respondió su acompañante en tono de broma.
"¿Eres idiota? ¿Ves a su dragón en alguna parte? Obviamente no lo trajo", refutó otro, conteniendo la risa.
Las miradas lo seguían como si fuese una aparición, un vestigio de los antiguos Valyrios traído a la tierra. A su paso, las voces se apagaban y las reverencias surgían de manera casi instintiva. Algunos lo miraban con devoción; otros, con la misma curiosidad con que se observa a un dragón dormido.
Jaehaerys tomó una copa de vino de la bandeja de un sirviente, su movimiento elegante, natural. Los nobles se agrupaban a su alrededor como polillas tras una llama. Los halagos caían uno tras otro —su valor, su linaje, su belleza—, palabras que sonaban huecas, tan bien ensayadas que ya no lograban moverle nada por dentro. Las sonrisas eran amplias, los gestos medidos; detrás de cada palabra, se escondía un cálculo, un favor por ganar, una alianza por tejer.
Entre la multitud que murmuraba su nombre, una figura avanzó con paso irregular. El sonido de un bastón de madera golpeando el suelo marcaba su llegada, pausado y constante, como un reloj que no conoce la prisa. Era Larys Strong, el hijo menor de Lord mano, de rostro sereno y mirada insondable, como si cada gesto a su alrededor formara parte de un tablero invisible que solo él comprendía.
Nacido segundo y marcado desde la cuna por un pie torcido, sabía que Harrenhal nunca sería suyo por derecho. El destino le había negado la espada y la herencia, pero no el ingenio. Aquel hombre había aprendido a escuchar donde otros hablaban, a observar donde los demás se distraían.
Y ahora, al contemplar al príncipe Jaehaerys Targaryen, entre el resplandor de las antorchas y las reverencias de los nobles, Larys vio algo más que un heredero: vio una oportunidad. No una inmediata, sino una que debía cultivarse con paciencia.
En un mundo donde su padre y su hermano acaparaban todo el prestigio, la única forma de destacar era aferrarse a la pierna del príncipe, aquella que algún día pisaría el Trono de Hierro.
El sonido del bastón de Larys resonó entre el murmullo del salón, suave pero constante, como un reloj marcando el paso del tiempo. Las conversaciones disminuyeron apenas un instante cuando su figura se acercó al príncipe.
Entre el bullicio de las copas y las risas forzadas, una voz se alzó entre los nobles reunidos.
—Oh, si no es Lord Cojo —bromeó un joven noble de la casa Bracken, provocando algunas risitas contenidas en su grupo.
Larys no se detuvo. El sonido de su bastón golpeando el suelo fue la única respuesta. Caminó con la calma de quien ya ha escuchado esa burla demasiadas veces para que duela. Su rostro permanecía impasible, aunque sus ojos, serenos y fríos, parecían memorizar cada sonrisa burlona que encontraba en su camino.
Jaehaerys observó la escena en silencio, el vino aún en su mano. Su mirada pasó del grupo de jóvenes risueños a la figura encorvada del hijo menor de Harrenhal.
—No veo qué gracia tiene una deformidad, dijo con voz baja, pero lo bastante clara para que todos lo escucharan. El tono no fue de reprensión abierta, sino de una autoridad tan natural que bastó para helar las risas.
Larys alzó apenas la mirada, sorprendido por aquel gesto. Una leve sonrisa curvó sus labios mientras inclinaba la cabeza.
—Vuestra alteza tiene más nobleza en una frase que muchos en toda su sangre, murmuró con un dejo de ironía apenas perceptible.
El príncipe sonrió, apenas.
—Quizá —dijo con tono neutral—, o quizá solo me hastían los bufones.
La tensión se disipó lentamente, y el murmullo volvió a llenar el aire. Los nobles desviaron la mirada, fingiendo conversación, mientras Larys, con un gesto leve, se inclinó ante el príncipe.
—He oído de tu excelente labor, lord Larys, —dijo Jaehaerys con tono medido mientras giraba la copa entre sus dedos—, como confesor y ayudante de tu padre, el lord Mano.
El comentario no era simple cortesía; los ojos del príncipe lo observaban con la curiosidad de quien mide a un hombre, no por su rango, sino por su utilidad.
Larys inclinó la cabeza, dejando escapar una sonrisa leve, apenas una sombra de ella.
—No es más que lo que me corresponde, alteza. Cada hombre sirve al reino como puede... algunos con la espada, otros con el oído.
—Y tú prefieres escuchar —respondió el príncipe.
—Escuchar... y recordar, si Su Alteza me lo permite —replicó el cojo, su voz suave, casi un susurro entre el ruido de las copas.
Jaehaerys asintió lentamente. Había algo en aquel hombre que no encajaba del todo con los demás cortesanos: no adulaba, ni se arrastraba. Era una serpiente, sí, pero una que sabía cuándo morder.
—El reino necesita más hombres que escuchen, y menos que griten para ser oídos. —El príncipe dejó su copa sobre la mesa y se apartó un paso, observando cómo Larys lo seguía con la mirada.
El cojo inclinó la cabeza una vez más, y con un leve golpe del bastón contra el suelo, desapareció entre la multitud.
El joven dragón lo siguió con los ojos, sabiendo —quizá por instinto— que aquel encuentro, aunque breve, no sería el último.
Personas como Larys eran más peligrosas que aquellos que blandian espadas.
