Los nobles iban y venían alrededor de Jaehaerys como abejas atraídas por el fuego. Sus risas forzadas y copas alzadas llenaban el aire con el eco del vino y la ambición.
Algunos, más osados o ebrios de curiosidad, se acercaban con preguntas que apenas disfrazaban su temor.
—¿Es verdad, mi príncipe, que su dragón tiene el tamaño de un castillo? —preguntó un joven caballero con voz temblorosa, intentando parecer divertido.
Jaehaerys giró levemente el rostro hacia él. Sus ojos, de un azul profundo, parecían contener un destello que no pertenecía del todo a los hombres.
—Depende del castillo al que te refieras, ser. —Su respuesta fue tranquila, casi burlona.
Las risas se apagaron un instante. Los más cercanos intercambiaron miradas nerviosas. El nombre del dragón no necesitaba ser pronunciado; bastaba con pensarlo para sentir un escalofrío.
—Dicen que el Caníbal devora a su propia especie… —murmuró una dama, cubriéndose los labios con un abanico dorado—. ¿Es cierto eso, alteza?
Jaehaerys se giró hacia ella con una sonrisa que no alcanzó sus ojos.
—Devora lo que se atreve a desafiarlo.
La dama bajó la mirada, incapaz de sostenerla. En torno al príncipe, los murmullos se disolvieron como humo ante el fuego.
El temperamento del Caníbal había cambiado con el tiempo. Aquella bestia nacida del caos y la soledad, que antaño atacaba a todo lo que osara volar en su cielo, había aprendido a contener su furia. No por docilidad, sino por respeto… o
quizá por el vínculo silencioso que lo unía a su jinete.
Desde su primera unión, Jaehaerys nunca lo había encerrado en el Pozo de Dragones. "Un dragón nacido libre no debe conocer cadenas", solía decir. Y así, el Caníbal permanecía en la isla de Rocadragón la mayor parte del tiempo, dueño de su propio reino de piedra y ceniza, aveces desaparecia semanas pero siempre regresaba.
Con el tiempo, había aprendido a tolerar a los humanos, a los hombres que se acercaban con miedo a su sombra. Pero ninguno se engañaba: seguía siendo la oscuridad con alas, el eco viviente de la furia valyria.
Una pequeña bala plateada irrumpió entre la multitud y se estrelló contra su pierna.
Jaehaerys apenas tuvo tiempo de mirar antes de sentir unos brazos delgados abrazarlo con fuerza.
—Demoraste mucho, hermano —protestó una voz infantil, clara y dulce.
El príncipe bajó la mirada y no pudo evitar sonreír.
—Lo lamento, pequeña, me crucé con un par de tipos malos en el camino.
—Lo sé —respondió ella con naturalidad, alzando sus enormes ojos violetas—. Lo vi al bandido con sonrisa.
Las risas se extendieron entre los nobles cercanos ante la ocurrencia de la niña, creyendo escuchar un juego infantil. Pero Jaehaerys no rió. Sabía demasiado bien lo que significaban las palabras de su hermana.
Halaena era diferente. Desde que aprendió a hablar, decía cosas que nadie comprendía. Palabras sueltas, frases sin sentido aparente, sueños que parecían pertenecer a otro mundo.
Aegon solía burlarse de ella, llamándola "tonta" o "lenta", riendo mientras la pequeña lo miraba sin entender del todo la crueldad de sus palabras.
Las reprimendas de la reina Alicent eran inevitables, pero Aegon parecía disfrutar de provocar a su hermana. Hasta que Halaena, entre lágrimas, iba a buscar refugio en Jaehaerys.
El príncipe no necesitaba escuchar mucho para decidir cómo resolver el asunto.
Y así, en los entrenamientos de la Fortaleza Roja, los gritos de Aegon resonaban por todo el campo de práctica, seguidos del eco de los golpes de madera y las maldiciones ahogadas del príncipe menor.
Nadie intervenía. Ni los maestros de armas ni los guardias.
Todos sabían que aquel era el modo en que Jaehaerys impartía justicia.
—Hermano, Aegon se portó mal de nuevo —dijo la pequeña princesa, estirando la capa del príncipe con aire de queja.
Los nobles que los rodeaban sonrieron ante la escena. Ver al heredero del Trono de Hierro inclinarse para escuchar las quejas de su hermana pequeña resultaba… entrañable.
Jaehaerys sonrió con paciencia.
—Si me disculpan, mis lores —dijo, dirigiéndose al grupo con tono diplomático—, mi hermanita tiene que darme un informe muy importante.
Las risas fueron contenidas pero sinceras. Halaena infló las mejillas, ofendida por las risas, y continuó su relato con absoluta seriedad.
—Aegon molestó al pequeño lobo de los Stark.
—¿Qué hizo esta vez? —preguntó él, fingiendo sorpresa.
—Seguía con su pandilla de lagartos sin alas —replicó la niña—. Aunque tú le dijiste que no causara problemas, uno de su grupo empezó una pelea con el menor de los Stark.
El príncipe suspiró. Sabía que su hermano era cada vez más difícil de controlar. Conforme crecía, Aegon se volvía más rebelde, más pendiente de los halagos que de las advertencias. En compañía de sus lacayos —los que él mismo llamaba la banda del dragón— se creía invencible.
Incluso quiso nombrar co-capitán a Aemond, pero este último se burló de su hermano mayor, provocando una pelea. Nadie supo con certeza quién lanzó el primer golpe; solo que, cuando los encontraron, ambos estaban cubiertos de barro y con los rostros arañados, respirando con furia y orgullo infantil. Jaehaerys tuvo que intervenir antes de que alguno de los dos hiciera una tontería.
—Con razón no ha vuelto a aparecer hasta ahora —murmuró Jaehaerys, frotándose la frente con un suspiro cansado—. Tendré que hacer que se disculpe con los Stark.
Mientras caminaba con Halaena en brazos, el murmullo del salón cambió. Los nobles que antes reían ahora inclinaban la cabeza con respeto. Una figura femenina avanzaba entre ellos con la serenidad de quien sabe que no necesita anunciarse.
Era la reina Alicent Hightower, envuelta en sedas verdes que brillaban bajo la luz de las antorchas. A su lado, con la mano aferrada a la suya, caminaba el pequeño Daeron Targaryen, de apenas cuatro años, un niño de cabello color plata y ojos soñolientos que observaban el mundo con una mezcla de asombro y timidez.
Tras ellos marchaba un hombre de porte severo, tan erguido que parecía tallado en mármol: ser Otto Hightower, antiguo Mano del Rey. Aquel hombre había visto al príncipe desde su nacimiento, había estado presente en su educación, enseñándole los fundamentos de la política, la diplomacia y la prudencia, aunque Jaehaerys siempre sospechó que, en cada lección, había también un consejo oculto en favor de él.
—Me alegra verlo bien después de todo este tiempo, lord Otto —dijo el príncipe, dejando de lado sus pensamientos y saludando con la cortesía que el protocolo exigía.
Tras su destitución como Mano del Rey, Otto Hightower había regresado a Antigua, donde prestó su consejo a su sobrino en la administración de las tierras de la casa Hightower. Bajo su guía, la ciudad floreció aún más; el comercio se expandió, y hasta los maestres de la Ciudadela hablaban con respeto del viejo lord que todavía movía los hilos desde las sombras.
Otto inclinó ligeramente la cabeza, el gesto medido y solemne.
—El honor es mío, mi príncipe —respondió con su voz grave y templada—. Es grato verlo con buena salud… y con la misma mirada resuelta de cuando era apenas un niño en la Fortaleza Roja.
Una leve sonrisa asomó en su rostro, apenas un destello que desapareció tan pronto como llegó.
—Antigua ha prosperado en estos años, pero nada se compara con el esplendor de la corte. Me complace ver que el reino aún tiene en usted un heredero digno de su linaje.
Jaehaerys inclinó la cabeza con una sonrisa cortés, acostumbrado a las palabras pulidas que siempre ocultaban una intención más profunda.
La noche prosiguió con calma. El rey Viserys llegó poco después, apoyado discretamente por sus guardias, y el murmullo del salón se apagó de inmediato. Con voz pausada, pronunció unas breves palabras en honor al onomástico de su hijo, alabando su valor y su regreso sano y salvo. Los presentes alzaron las copas en un brindis unánime, y pronto el ambiente volvió a encenderse entre música, risas y el aroma del vino y la carne asada.
