La tienda principal se alzaba en el centro del campamento, más alta y ancha que las demás. El emblema del dragón tricéfalo ondeaba pesadamente bajo la lluvia. Dos capas blancas de la Guardia Real custodiaban la entrada, inmóviles a pesar del agua que les corría por la espalda.
Dentro, el aire era espeso, cargado de humedad, cera derretida y el leve aroma metálico del brasero. Las sombras danzaban sobre las telas carmesí y negras que formaban el interior. Alrededor de una mesa repleta de mapas y copas a medio vaciar, los lores del consejo debatían en voz baja, hasta que la lona se abrió y entró Jaehaerys.
Los murmullos se apagaron de inmediato.
El príncipe avanzó sin pronunciar palabra, el cabello plateado pegado a su rostro por la lluvia, el manto aún húmedo, y detrás de él, dos guardias arrastraban los cuerpos envueltos en lino oscuro. Otro portaba un cofre de madera.
—Padre —dijo Jaehaerys con voz firme, inclinando apenas la cabeza—. Traigo malas noticias.
El rey Viserys estaba sentado al extremo de la mesa, reclinado en su silla, cubierto con un manto grueso. Su piel tenía el tono ceroso de la enfermedad, pero sus ojos, aún vivos, se alzaron con una chispa de preocupación.
A su lado, el maestre Mellos lo observaba con gesto vigilante, preparado para intervenir si su salud flaqueaba.
—Habla, hijo —respondió el rey, su voz ronca pero serena—. ¿Qué ha ocurrido?
Jaehaerys hizo una seña, y uno de los guardias abrió el cofre. El sonido del pestillo resonó en la tienda. Dentro, envuelta en una tela empapada, yacía la cabeza de Lord Lolliston. Un murmullo helado recorrió la mesa.
Lyman Beesbury se persignó, pálido. Lyonel Strong frunció el ceño, mientras Harrold Westerling se puso de pie con el rostro endurecido. Tyland Lannister, en cambio, solo exhaló despacio, observando en silencio, los dedos tamborileando suavemente sobre la mesa.
—Los encontramos en el camino del Bosque Real —continuó Jaehaerys—. El carruaje fue atacado. Ni su esposa ni su hija sobrevivieron. —Señaló los cuerpos envueltos detrás de él—. Los traje… para que sean velados con dignidad.
El silencio fue absoluto. Solo se oía el crepitar del brasero.
Viserys bajó la mirada, los labios temblándole apenas. —Lolliston… —murmuró, casi para sí—. Era un hombre leal.
Jaehaerys asintió lentamente. —Los culpables no fueron simples ladrones, padre. Atacaron con organización, con flechas y espadas. Cuentan con más de cien hombres escondidos en el bosque, lo más seguro es que sea al sur de Felwood. —Su voz se endureció—. Las casas vecinas no han hecho nada. Los caminos del Bosque Real se han vuelto tierra de nadie.
Lyonel Strong, con tono grave, habló el primero. —Felwood pertenece a los Fell, y parte del tránsito pasa también por tierras Staedmon y Byrch. Es inconcebible que permitan semejante desorden en rutas del rey.
—O que lo ignoren —añadió Harrold Westerling, los ojos fijos en el príncipe—. Nadie en las Tierras de la Corona debería temer viajar bajo la protección real.
Tyland Lannister, apoyando un codo en la mesa, giró una copa en su mano. —Cien hombres… no es un grupo pequeño. Si los Fell o los Staedmon callan, quizá teman enfrentarlos. —Alzó la mirada hacia Jaehaerys.
—Sea lo que sea —dijo el rey, enderezándose en su asiento—, no lo permitiré.
Su voz sonó más fuerte de lo que muchos esperaban. Mellos intentó contener una palabra, pero el rey levantó una mano para callarlo.
—El Bosque Real pertenece a la Corona —continuó Viserys, con firmeza—. Si esas casas no pueden mantener el orden en sus tierras, lo hará el Trono de Hierro.
Los lores asintieron en silencio.
Solo Jaehaerys permaneció quieto, mirando la mesa, los dedos apoyados sobre el pomo de su espada.
—Padre —dijo finalmente, con calma medida—. Con su permiso, marcharé al amanecer. El bosque necesita limpieza, y haré que los responsables paguen por cada gota de sangre derramada.
El fuego del brasero parpadeó, reflejándose en su armadura.
Viserys lo miró largo rato, y aunque su rostro mostraba cansancio, en su mirada había algo más profundo: orgullo, y temor.
Viserys guardó silencio unos segundos antes de hablar. Su respiración era pesada, y el leve temblor en sus manos no pasó desapercibido para ninguno de los presentes.
—No olvides que eres mi hijo —dijo al fin, con voz firme pero cansada—. No dudo de tus habilidades, Jaehaerys. Sé de lo que eres capaz, lo he visto con mis propios ojos. Pero eres el príncipe heredero… no puedes seguir poniéndote al frente cada vez que surge peligro.
El rey se incorporó lentamente. Su manto arrastró un pliegue sobre la alfombra, y los guardias dieron un paso atrás instintivamente. Se acercó a su hijo y se detuvo frente a él.
Jaehaerys, con apenas doce años, ya casi alcanzaba la estatura de su padre. Aun empapado y cubierto de barro seco, mantenía la espalda recta, el mentón alto, como si la disciplina se hubiera arraigado en su cuerpo.
Viserys lo observó en silencio. En los rasgos del muchacho veía reflejado algo que no sabía si temer o admirar: la calma, la determinación, esa mirada que no pertenecía a un niño.
—No quiero perder uno de mis hijos por una batalla que no debiste pelear —murmuró el rey, bajando la voz.
El murmullo de la lluvia volvió a llenar el espacio entre ambos. Las gotas golpeaban el techo de la tienda como un tambor constante, acompañando el silencio que siguió a las palabras del rey.
De pronto, Viserys se enderezó, sacudiendo el peso de la preocupación como si fuera una capa húmeda. Su voz, aunque ronca, resonó con la autoridad de un hombre que aún se negaba a ceder ante la enfermedad.
—Escuchen —dijo, girándose hacia los guardias y sirvientes apostados cerca de la entrada—. Preparen un banquete. Habrá comida y vino para todos. Mi hijo ha regresado sano y salvo.
Los hombres asintieron de inmediato y salieron bajo la lluvia, sus pasos chapoteando en el barro. Dentro, los lores del consejo intercambiaron miradas discretas. Nadie se atrevía a contradecir la orden, aunque todos sabían que el ánimo del príncipe distaba mucho de ser motivo de celebración.
Viserys respiró hondo, apoyando una mano en el hombro de su hijo.
—Esta noche no habrá más muerte ni preocupación —murmuró, más para sí que para él—. Solo descanso. Mañana hablaremos de lo demás.
Jaehaerys asintió, sin apartar la mirada del suelo. Afuera, las trompetas comenzaron a sonar, anunciando el inesperado festín real mientras el olor a vino caliente y carne asada empezaba a mezclarse con el de la lluvia y la tierra mojada.
