El aire dentro del campamento estaba saturado de humedad y humo. Las hogueras crepitaban débilmente bajo los toldos, alimentadas con leña mojada que apenas ardía. El olor a cuero húmedo, a aceite de armas y vino barato se mezclaba en el aire. En los alrededores, los hombres volvían lentamente a sus tareas, aunque sin dejar de mirar hacia donde el príncipe había desaparecido.
Un grupo de soldados del Dominio limpiaba sus lanzas bajo un refugio improvisado, mientras dos escuderos discutían sobre quién debía encargarse de las armaduras empapadas de sus señores. Cerca de las tiendas de los Lannister, un sirviente recogía copas vacías del suelo, maldiciendo entre dientes cada vez que el barro le salpicaba las piernas.
El ambiente era de expectativa contenida. Todos sabían que la llegada del príncipe significaba movimiento, órdenes, decisiones. Nadie en un campamento real quería ser sorprendido haciendo nada cuando el heredero pasaba cerca.
A pocos metros, Leonora Celtigar caminaba con calma. La capa gris le caía sobre los hombros, pesando con el agua acumulada. Su mirada se movía con atención entre los hombres, observando más de lo que dejaba ver. Había aprendido desde joven que los ejércitos no se medían solo por sus armas, sino por sus silencios y sus miradas.
Se detuvo un momento frente a una de las hogueras donde un grupo de arqueros norteños secaba sus ropas. Uno de ellos, un muchacho con la barba apenas nacida, levantó la vista al verla y se apresuró a ponerse de pie.
—Mi señora —saludó, torpe.
Leonora hizo un leve gesto con la mano, dándole permiso para sentarse de nuevo.
—¿Hace cuánto están aquí? —preguntó con tono neutro.
—Dos días, mi señora. Los del Valle llegaron ayer, y los hombres del Tridente, esta mañana —respondió otro arquero, más viejo, mientras soplaba sobre la llama débil para mantenerla viva.
Ella asintió. No había necesidad de más palabras. Entendía bien el cansancio que se extendía en los hombres cuando la espera se prolongaba sin propósito.
En ese momento, pasó Ser Erryk Cargyll, aún con el casco en la mano, dando órdenes a un escudero para que llevara las armas del príncipe al herrero del campamento. Al verla, se detuvo brevemente y le dedicó una inclinación cortés.
—Mi señora Celtigar —dijo—. Su carruaje será trasladado al pabellón occidental. El terreno aquí está demasiado blando.
—Agradezco su diligencia, Ser Erryk —respondió ella—. ¿Y el príncipe?
—Ya con su majestad —contestó el caballero, antes de marcharse con paso firme entre el barro.
Leonora siguió con la mirada la dirección en que se alejaba.
El pabellón real se alzaba al fondo, más grande que los demás, sostenido por gruesos mástiles y rodeado por guardias con capas rojas. Desde la distancia se escuchaban voces, graves y tensas, y el sonido metálico de una copa golpeando una mesa. No era difícil imaginar que el rey no recibiría con paciencia la noticia de su hijo.
A su alrededor, el campamento continuaba respirando, cada rincón con su propio pulso.
Los cocineros discutían sobre el vino que faltaba para la cena de los lores.
Un grupo de bardos afinaba sus instrumentos bajo un toldo raído, esperando la orden de tocar si el rey lo exigía.
Cerca de los establos, los mozos trataban de mantener quietos a los caballos que relinchaban por el olor de la tormenta.
El sonido de los truenos se mezclaba con las voces humanas y el chisporroteo del fuego.
Todo el campamento era una pequeña ciudad improvisada que latía bajo la lluvia.
Más atrás, junto a una de las hogueras, Aegon y Aemond se habían refugiado bajo una lona. Aegon bebía de un cuenco de vino caliente, mirando a su alrededor con aire distraído. Aemond, en cambio, mantenía la mirada fija en el barro, con el ceño fruncido.
—Deberías dormir —dijo Aegon, sin levantar la vista—. Mañana será otro día largo.
—No tengo sueño —replicó Aemond, seco.
Un silencio breve siguió. Solo el sonido del vino cayendo en el cuenco.
—Jaehaerys siempre dice eso —murmuró Aemond, como si hablara para sí mismo—. "Otro día largo." Siempre está pensando en lo que viene después.
—Por eso es el mayor —respondió Aegon, con una sonrisa torcida—. Yo prefiero pensar en el ahora.
—Y por eso madre siempre te reprende —soltó Aemond con inocente crueldad.
Aegon bufó una carcajada y le lanzó un trozo de pan duro.
—Pequeño demonio. Ya aprenderás a callarte antes de hablar.
El pan rebotó en el hombro de Aemond, pero una risa contenida escapó de su boca. Por un momento, la tensión se disolvió entre ellos. El ruido de la lluvia y el fuego fue todo lo que quedó.
La lluvia siguió cayendo, gruesa y constante, como si el cielo se negara a cerrar las heridas del día. Dentro del campamento, la llegada del príncipe había alterado el ritmo habitual. Los hombres, aún formados, murmuraban entre sí una vez que el jinete de plata desapareció tras el pabellón principal.
Los caballos eran conducidos a los establos improvisados, donde los mozos de cuadra intentaban secarles los lomos con trapos húmedos. El olor a cuero mojado y estiércol se mezclaba con el del hierro oxidado y la madera húmeda. En las carpas más pequeñas, los escuderos encendían braseros para templar el frío, mientras los cocineros volcaban cubos de agua acumulada fuera de sus fogones.
Entre ellos, un muchacho del norte —alto, de mejillas rojizas y barba incipiente— se detuvo un momento a observar la tienda donde había entrado el príncipe. Su compañero, más bajo y con acento de las Tierras de la Tormenta, lo notó.
—¿Nunca habías visto a un Targaryen? —preguntó con una sonrisa socarrona.
—He visto dragones —respondió el norteño, sin apartar la mirada—. Pero nunca a su jinete tan cerca. Pensé que serían más… fieros.
—Quizá lo son cuando no llueve —bromeó el otro, dejando escapar una risita nerviosa antes de volver a su tarea.
Cerca del centro del campamento, las carpas de los lores formaban un semicírculo. En la de los Baratheon, unos hombres bebían vino rancio y jugaban a los dados para matar el aburrimiento. En la de los Tyrell, dos jóvenes discutían en voz baja sobre quién tendría el honor de servir al príncipe en el próximo consejo. Y bajo el toldo de los Tully, un maestre de túnica gris intentaba secar un mapa manchado de agua y barro, maldiciendo por lo bajo.
La noticia del regreso de Jaehaerys se había esparcido como humo húmedo. Algunos hablaban del combate en el camino, otros aseguraban haber visto su espada manchada de sangre negra. Nadie sabía qué era verdad, pero todos tenían una versión.
Entre tanto, Leonora Celtigar caminaba despacio por entre las carpas, su capa arrastrando barro a cada paso. Había mandado a su doncella a preparar un cambio de ropa, pero no parecía tener prisa por refugiarse del frío. Observaba el campamento con una calma extraña, como si cada rostro, cada voz, cada chispa de fuego bajo la lluvia, le resultaran fascinantes.
Un grupo de soldados conversaba cerca de un brasero. Al verla pasar, bajaron la voz. No era común ver a una dama de su rango caminando sola por el lodazal. Uno de ellos, un veterano de barba gris, la saludó con un leve movimiento de cabeza.
—Mi señora —murmuró.
Leonora correspondió el gesto y siguió su camino. Su mirada se detuvo en los estandartes mojados, en el cuero de las tiendas tensado por el agua, en la forma en que el humo se elevaba perezoso bajo la lluvia. Todo parecía suspendido, como si el tiempo se hubiera detenido en ese instante entre la llegada del príncipe y lo que vendría después.
Dentro de la tienda principal, se escuchaban voces apagadas. Jaehaerys aún no había hablado con su padre, pero los guardias en la entrada se mantenían firmes, empapados, sin atreverse a moverse. Uno de ellos tosió. El otro, más joven, no apartaba la vista del suelo.
Un trueno resonó a lo lejos, profundo y prolongado. Por un momento, el sonido hizo temblar las telas de las carpas y los hombres callaron, como si temieran que aquello fuera el rugido de algo más que una tormenta.
Y entonces, cuando el trueno se desvaneció, la vida en el campamento continuó: el tintinear de las armaduras, el murmullo de las conversaciones, el chisporroteo del fuego. Todo igual, como si el mundo se negara a avanzar un paso más.
