Los Mantos Rojos arrastraron el cuerpo del mozo de armas hasta el claro. Estaba cubierto de sangre seca y barro, su jubón desgarrado, una flecha rota aún incrustada en su costado. Apenas respiraba, cada jadeo era un suspiro entre la vida y la muerte.
Lo depositaron junto a los restos del carruaje. La madera estaba astillada, la tela de las cortinas arrancada y ennegrecida por el humo.
Jaehaerys se acercó despacio, el peso de su armadura resonando como truenos contenidos. Se arrodilló junto al herido, y con un gesto ordenó a uno de sus hombres que le diera agua.
El soldado intentó beber, pero el líquido se le escapó entre los labios partidos. Tosió sangre, abrió los ojos —dos pozos grises turbios por el dolor— y vio el yelmo de dragón, los mantos rojos, la capa carmesí.
—Mi... mi señor… —balbuceó, su voz apenas un murmullo.
—Habla —ordenó Jaehaerys con calma glacial—. ¿Quién os atacó?
El joven tragó saliva, intentando reunir fuerzas. Su respiración era un silbido débil, entrecortado por el dolor.
—Eran muchos... más de treinta… —dijo con voz quebrada—. Salieron del bosque como lobos... gritando, como si disfrutaran del miedo.
La sangre le empapaba el pecho, pero siguió hablando, movido por el terror más que por la vida.
—El gigante… —tosió, escupiendo sangre—. Se divirtió matando a los soldados… los partía en dos con su hacha, riendo. Fue… una masacre.
El silencio en el bosque se hizo más pesado. Aemond apretó los puños, la mandíbula tensa. Jaehaerys no se movió; solo observaba.
—Había un viejo… —continuó el herido, con los ojos muy abiertos, casi delirante—. Un viejo decrépito… con un báculo hecho de huesos… abusó de la dama… y yo… yo no pude hacer nada.
La voz se le quebró. Un sollozo escapó de su garganta, y por un momento pareció un niño perdido.
—Los niños… —susurró, casi sin aire—. Los niños lo vieron todo. Eran demonios, no mostraron misericordia… reían mientras mataban…
Un estremecimiento recorrió a los presentes. Incluso los caballos relincharon, inquietos.
El joven alzó la mirada por última vez, los ojos nublados por las lágrimas y la muerte.
—La niña… intentó defender a su madre… —susurró con un hilo de voz que apenas se sostuvo—. Pero el viejo… el del báculo… le rompió la cabeza de un solo golpe…
El aire pareció estancarse. Nadie respiró. Solo el crepitar de una antorcha cercana rompía aquel silencio, como si hasta el bosque contuviera el aliento ante tanta brutalidad.
El muchacho tosió, una, dos veces, y un hilo oscuro de sangre le escapó por la comisura de los labios.
—Tos… tos… el joven… Lord fue… —balbuceó, su voz ahogándose entre espasmos.
Jaehaerys se inclinó hacia él, intentando escuchar las últimas palabras que nunca llegarían.
El cuerpo del cochero tembló apenas un instante, y luego se quedó inmóvil, los ojos abiertos hacia un cielo que no ofrecía consuelo.
—Está muerto, mi príncipe —dijo uno de los mantos rojos, arrodillándose junto al cadáver—. Perdió demasiada sangre… ya era un milagro que siguiera vivo hasta nuestra llegada.
El silencio volvió a caer, pesado, solemne. Jaehaerys se incorporó lentamente. No apartó la vista del difunto, como si en aquel rostro sin vida se reflejara la miseria del reino que algún día debía gobernar.
—Mi padre tendrá que esperar —murmuró al fin, su voz firme, pero cargada de una fría melancolía—. Denles un entierro digno. Murieron con honor cumpliendo su deber.
Los Mantos Rojos asintieron sin una palabra. Pronto, comenzaron a cavar tumbas en el barro húmedo, mientras los cuerpos eran cubiertos con capas y escudos rotos. El sonido de las palas se mezclaba con el primer retumbar de un trueno lejano.
El cielo se había nublado sin que nadie lo notara, y las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer, borrando lentamente las huellas de sangre y las marcas del combate. Al ver cómo el rastro se desvanecía en la tierra empapada, Jaehaerys chasqueó la lengua con un gesto de frustración. Los culpables se escurrían entre sombras, protegidos por la tormenta.
—Los nobles deben de estar impacientes por tu llegada, Jaehaerys —dijo una voz suave a su espalda.
Leonora se acercó, envuelta en una capa oscura que la protegía de la lluvia. Bajo la capucha, su cabello plateado resplandecía con reflejos de plata pura, y sus ojos verdes —profundos, serenos, pero curiosamente tristes— se clavaron en él. Era un contraste viviente: la serenidad de una dama y el fuego silencioso de la sangre Valyria.
—No me importa —respondió Jaehaerys, sin apartar la vista de los hombres que trabajaban—. Yo no quise esta reunión por mi onomástico. Pero mi padre insistió… dijo que era necesario.
Leonora avanzó un paso más, observando cómo uno de los soldados colocaba una espada sobre una de las tumbas recién cavadas.
—Al parecer —dijo con un tono irónico y casi resignado— fue petición de los mismos nobles. Buscan una oportunidad para acercarse a ti… o quizá para obtener algún beneficio.
Jaehaerys soltó un suspiro breve, cansado, mientras la lluvia aumentaba.
—Entonces tendrán que esperar un poco más. No pienso brindar con vino mientras la sangre de personas aún se mezcla con el barro.
La joven lo miró en silencio. Por un instante, bajo la lluvia, ambos parecían figuras solitarias de otro tiempo: dos sombras plateadas en medio del gris del bosque, ajenas al bullicio del mundo que los aguardaba.
—Eres una buena persona, Jaehaerys —dijo finalmente Leonora, su voz apenas un murmullo entre el sonido constante de la lluvia—. A la mayoría de los nobles no les importaría el destino de simples plebeyos.
Jaehaerys desvió la mirada hacia ella, los ojos azules destellando con una mezcla de cansancio y resolución. El agua corría por su rostro, confundida con el sudor y la ceniza del campo profanado.
—No soy como ellos —respondió con calma—. Los hombres que mueren por nosotros merecen más que olvido. Sin ellos, ni reyes ni dragones tendrían trono que proteger.
Leonora asintió levemente, observando cómo los Mantos Rojos colocaban las últimas piedras sobre las tumbas. Por un momento, el bosque pareció guardar luto junto a ellos: solo el rumor del viento y la lluvia sobre las hojas acompañaban el silencio.
—Aun así —susurró ella—, ese respeto te hará diferente... y los diferentes no siempre son amados.
Una sombra cruzó el semblante del príncipe.
—Lo sé —dijo—. Pero prefiero el desprecio de los falsos a la lealtad de los cobardes.
Leonora lo contempló con una mezcla de admiración, Bajo la lluvia, con la armadura empapada y los ojos fijos en el horizonte, Jaehaerys parecía no solo un príncipe, sino un presagio: el eco de un dragón.
Después de enterrar a los muertos, los Mantos Rojos cubrieron las tumbas con ramas y piedras planas, marcándolas con espadas clavadas en la tierra húmeda. No había plegarias ni himnos, solo el silencio reverente de los hombres que sabían lo que significaba morir lejos de casa. Jaehaerys permaneció un momento más frente a los montículos recién formados, la lluvia cayendo sobre su capa carmesí como si el cielo llorara con ellos.
—Que sus nombres no se olviden —murmuró, antes de montar a su caballo.
Leonora lo siguió, su cabello plateado pegado al rostro por la lluvia, los ojos verdes fijos en el horizonte. Aemond, en silencio, subió al suyo con la ayuda de Ser Erryk, su semblante serio, marcado por una madurez precoz tras lo ocurrido.
El grupo se reorganizó en formación. Los Cargyll tomaron la delantera, los Mantos Rojos cerraron la retaguardia, y el carruaje de Leonora avanzó en el centro, protegido por los estandartes del dragón tricéfalo y el cangrejo rojo.
El sonido de los cascos resonó sobre el barro, acompasado y firme. El bosque quedó atrás, envuelto en bruma, mientras el camino se abría hacia las colinas donde ondeaban las primeras banderas del campamento real.
