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Chapter 76 - Capitulo 74

El bosque, que apenas horas antes había sido testigo de gritos, fuego y sangre, yacía ahora en un silencio sepulcral. Ni el canto de los pájaros ni el murmullo del viento osaban perturbar aquella quietud rota solo por un sonido distante: el galope acompasado de cascos pesados golpeando la tierra húmeda.

Era un sonido de orden, no de fuga; de marcha, no de huida. Un sonido que anunciaba poder.

A través del espesor de los robles y olmos, entre la penumbra moteada de sombras, emergió una figura que parecía arrancada de las leyendas antiguas:

un jinete sobre un corcel negro como la medianoche, cuya respiración formaba nubes de vapor en el aire frío.

El jinete vestía una Armadura de Batalla de acero negro bruñido, forjada con una maestría que solo los herreros de Rocadragón o Desembarco del Rey podían alcanzar. No brillaba: absorbía la luz del sol, devolviendo en su lugar un reflejo oscuro y opaco, como si devorara la claridad.

Las placas estaban surcadas de cortes y salpicadas de sangre seca —testimonio de la refriega reciente—, pero aún mantenían la elegancia de la realeza.

El yelmo, pieza maestra de artesanía, representaba la cabeza de un dragón. Dos cuernos curvados hacia atrás daban una silueta casi demoníaca, y la visera, cerrada, mostraba solo dos rendijas negras como ojos vacíos.

De los hombros del jinete caía una capa roja, gruesa y pesada, que se agitaba con el viento como una lengua de fuego vivo, contrastando con la oscuridad de su armadura.

No llevaba estandarte ni blasón visible.

Era la sombra y el fuego encarnados.

En su cintura descansaba una espada bastarda, envainada en una vaina negra ribeteada en plata. El pomo y la guarda estaban esculpidos con dragones entrelazados, y la hoja —visible apenas un palmo— mostraba un color oscuro, tan profundo como el humo de volcán: Fuegooscuro, la espada ancestral, regalo de su padre cuando fue nombrado caballero a los once años.

A su lado cabalgaban los gemelos Ser Erryk y Ser Arryk Cargyll, luciendo las capas blancas de la Guardia Real. Sus armaduras reflejaban la pureza del deber, un contraste con la negrura implacable del príncipe.

Detrás de ellos marchaba una docena de jinetes con armaduras negras y capas rojas: los Mantos Rojos, la orden personal fundada por Jaehaerys, juramentados solo a su servicio.

Más atrás, cabalgaban un puñado de caballeros con el estandarte del cangrejo rojo sobre campo plateado, los hombres de la Casa Celtigar, aliados fieles de la Corona. A su resguardo avanzaba un carruaje ricamente ornamentado, cuyas ruedas hundían el barro húmedo del camino.

El aire comenzó a cambiar.

El olor metálico y espeso de la sangre se hizo insoportable. Los caballos bufaron con nerviosismo; algunos dieron un paso atrás, relinchando. El suelo estaba cubierto de hojas ennegrecidas, flechas rotas y cuerpos sin vida.

—Parece que fue un ataque de bandidos —murmuró Ser Erryk, desmontando y observando los cadáveres con fría profesionalidad.

—Bandidos, sí —replicó Arryk con una nota de desprecio—. Pero no cualquiera. Estos sabían lo que hacían.

Jaehaerys alzó una mano y su voz resonó metálica bajo el yelmo.

—Desmontad. Busquen supervivientes, rastros, cualquier señal. Si los autores aún merodean, los hallaremos.

Los Mantos Rojos obedecieron sin demora. Se dispersaron como sombras, revisando los cuerpos, los restos del carruaje, las huellas en el barro.

Un leve sonido rompió la tensión: el chirrido de una puerta abriéndose.

Desde el interior del carruaje descendió una joven.

Su cabello era plateado, casi blanco, y caía en suaves ondas sobre sus hombros. Sus ojosverdes, de un tono inusual, brillaban con la intensidad de una gema.

Vestía un traje de seda turquesa, ceñido en la cintura, con bordes de plata, y en su mano sostenía una espada corta de ceremonia, decorada con incrustaciones del mismo color que su vestido.

Era Lady Leonora Celtigar, hija de la Casa de isla Zarpa y prometida del príncipe.

—¿Qué sucede? —preguntó, su voz clara, con un matiz extranjero y elegante.

El príncipe desmontó. El sonido metálico de su armadura resonó con autoridad. Se quitó el yelmo, y su rostro emergió como el de una visión de otro tiempo: joven, de facciones finas y marcadas, ojos azules como hielo y un porte que irradiaba mando y misterio. Era el tipo de belleza que haría suspirar a cualquier doncella, aunque su mirada, fría e insondable, no parecía buscar admiración alguna.

—Bandidos, Leonora —dijo con voz grave—. La escoria habitual. Atacaron a un noble que se dirigía al campamento real… y no tuvo mucha suerte.

—Parece que este bosque está lleno de ellos —respondió una voz infantil, clara pero firme.

Jaehaerys giró apenas la cabeza. A unos pasos, entre los caballos y los cuerpos inmóviles, estaba un niño de cabello plateado y ojos violetas, tan intensos que parecían contener reflejos de fuego. Vestía una camisa blanca de lino y pantalones de tela reforzada, con unas botas de cuero ennegrecido por el lodo del camino. A su cintura colgaba una pequeña espada, demasiado corta para la guerra, pero demasiado elaborada para ser solo un adorno.

Era Aemond Targaryen, de siete años. El más joven de los hijos del rey, que en aquel viaje servía como escudero y copero de su hermano mayor. Había insistido en acompañarlo, pese a las objeciones de la reina, y su devoción por Jaehaerys era casi fervorosa; lo observaba, lo imitaba, y soñaba con algún día cabalgar junto a él no como aprendiz, sino como igual.

—Vuelve al carruaje, Aemond. No es una vista agradable —le aconsejó Jaehaerys sin alzar la voz, pero con una autoridad que no admitía réplica.

El niño frunció el ceño y miró alrededor. Había cuerpos destrozados, armaduras humeantes, el olor a sangre fresca y a carne quemada llenando el aire. Su garganta se tensó, pero no apartó la mirada.

—Quiero aprender —dijo al fin, en voz baja—. Si voy a protegerte algún día, debo acostumbrarme a esto.

Los gemelos Cargyll intercambiaron una mirada fugaz, como si dudaran entre reprenderlo o admirar su coraje. Leonora, en cambio, desvió el rostro con un gesto de disgusto, cubriéndose la nariz con un pañuelo perfumado.

Jaehaerys suspiró. A pesar de su juventud, había algo en su mirada que parecía mucho más viejo que sus años. Caminó hacia su hermano y se agachó hasta quedar a su altura.

—Hay cosas que se aprenden con el tiempo, no con los ojos, Aemond. La guerra no es un maestro, es una bestia que devora a quienes creen conocerla.

El niño asintió lentamente, aunque en su expresión se percibía la terquedad de los Targaryen.

—Como quieras, pero si vas a quedarte, mantente detrás de mí —dijo Jaehaerys al incorporarse y volver a colocar el yelmo bajo el brazo.

En ese momento, uno de los Mantos Rojos regresó apresurado desde entre los árboles. Su armadura estaba salpicada de barro y sangre.

—Mi príncipe —informó con voz grave—, hallamos un sobreviviente. Es un mozo de armas. Apenas respira.

Jaehaerys lo miró fijamente. Su mano derecha descansó instintivamente sobre el pomo de Fuegooscuro.

—Tráiganlo. —Su tono no admitía demora.

Mientras los hombres arrastraban al herido hacia el claro, Aemond observó en silencio, sus dedos crispados sobre la empuñadura de su pequeña espada. Era su primer encuentro real con la muerte…

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