El mundo regresó a pedazos.
Primero, el sabor metálico en la boca. Luego, el dolor sordo en los músculos, como si lo hubieran exprimido desde dentro. Después, el frío… ese frío rocoso, húmedo, antiguo. Pero no era el mismo de antes.
No lo mataba.
E-34 exhaló. Por primera vez, el aire no eran cuchillas en sus pulmones.
No se sentía bien, pero se sentía vivo.
Y eso era nuevo.
El ardor en su estómago había disminuido, como si algo lo hubiera devorado a él y no al revés. Y ahora un residuo espeso seguía recorriéndole, alojado en su corazón no como veneno... sino como algo que se replegaba, esperando.
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Abrió los ojos, aunque la luz era tenue. La caverna no había cambiado: el eco húmedo, la sensación de muerte.
Pero ahora… podía verla.
La figura.
La voz sin rostro que antes le había susurrado pesadillas.
Ahora tenía cuerpo.
Estaba de pie, de espaldas a él, junto al esqueleto. Imponente incluso en quietud.
E-34 parpadeó, forzando la mirada. Tardó en comprender que no era una visión ni una alucinación. Era ella.
Una mujer.
Alta. (Como de 1.73 cm) Firme. De silueta marcada con precisión. No tan curvilínea como las estatuas de los templos, pero no se quedaba tan atrás. Su cuerpo era ágil, definido, con ese equilibrio afilado entre fuerza y gracia. Un tipo de belleza que hablaba con cicatrices.
Cada parte de su cuerpo hablaba de entrenamiento, de guerra.
Cabello negro azabache, cortado con intención. Caía como cuchillas contra su cuello y hombros. Su espalda era recta, casi militar. El flequillo, algo desordenado, estaba salpicado de sangre seca.
Había polvo en su ropa. Un tajo poco profundo en la clavícula.
Una línea oscura bajo los ojos. Cansancio.
Vestía una camisa ajustada de color rojo vino, lo suficientemente ceñida para insinuar la fuerza oculta en su torso. La tela se pegaba a su piel como si no hubiera barreras entre ella y la sombra de lo que era. Los bordes de las mangas estaban enrollados de forma descuidada, y el sudor seco la manchaba como cicatrices sin sangre. En su cuello, un colgante oscuro, hecho de hilos enmarañados como nudos vivientes, colgaba con una energía latente, como si contuviera ecos de algo atrapado.
Su brazo izquierdo portaba un brazalete dorado, sencillo pero marcado con inscripciones tenues, casi como si hubieran sido grabadas con calor. El metal estaba desgastado, pero todavía brillaba con orgullo, como un recuerdo que no quería morir.
Sus pantalones negros, de tela gruesa y firme, se ajustaban al contorno de sus caderas y piernas como si hubieran sido diseñados para ella. Sus muslos marcaban cada paso, cada decisión. No era solo la forma, sino la manera en que se movía: el tipo de andar que no dejaba espacio para el error ni el deseo.
Las botas, negras, toscas, reforzadas para cazar, completaban la silueta. Estaban cubiertas de polvo seco, barro seco y manchas oscuras que podrían ser ceniza o sangre.
Pero era su figura entera lo que intimidaba.
A simple vista, su cuerpo parecía solo una herramienta precisa, tallada para el combate.
Pero bajo la luz tenue, con la ropa justa y nada que la cubriera, era imposible no notar la armonía discreta de sus curvas.
Su busto, firme, encajaba con la línea recta de sus hombros. Su cintura se ceñía con un equilibrio casi cruel, y sus caderas dibujaban una curva que —sin buscarlo— sugería más de lo que mostraba.
La forma de un reloj de arena envuelto en filo y sombra.
E-34 se incorporó apenas. Sus huesos crujieron como ramas secas.
Sus dedos, aún temblorosos, apretaban el medallón. Lo había encontrado junto al diario. El tacto era tibio. Extrañamente reconfortante. No lo llevaba puesto, pero su palma cerrada bastaba. Como si el objeto solo necesitara contacto, no ritual.
El colgante tenía forma de flor marchita, apenas sostenida por una cadena delicada.
Y, sin embargo, no era débil.
No lo sabía, pero lo sentía: ese medallón le había salvado la vida.
Y entonces, la voz lo alcanzó.
—Al fin dejas de parecer cadáver.
Su tono era suave, juguetón. Como si acabara de notar que aún respiraba.
Selaris se giró hacia él.
Sus ojos —como hilos de plata y sombra entretejidas— lo miraron sin urgencia. Sin piedad. Pero tampoco con odio. Solo con un interés… contenido.
—No gritas. No tiemblas. Y todavía estás desnudo.
E-34 frunció el ceño. Bajó la mirada...
Sí. Seguía desnudo.
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Selaris sonrió, apenas.
—¿No tienes frío?
E-34 no respondió.
No porque no pudiera, sino porque no sabía qué decirle a alguien que lo había amarrado con hilos invisibles, lo había envenenado con palabras, sanado, parasitado… y ahora lo miraba como si aún tuviera valor.
Ella se acercó.
El sonido de sus pasos no fue amenazante, pero tampoco inofensivo. Era… inevitable.
Se detuvo frente a él.
—¿Sabes lo que sostienes?
E-34 apretó el medallón por reflejo.
Ella se inclinó un poco, con una postura levemente coqueta. Ya no era solo una sombra o una voz.
Era una presencia real. Poderosa. Pero no perfecta. Bajo sus ojos, una línea oscura delataba insomnio.
Era hermosa.
Y peligrosa.
—Eso —dijo, señalando el medallón— es un artefacto del lamento.
Su tono ya no era burlón.
—Nacen de objetos comunes... saturados de emoción. Dolor, arrepentimiento, esperanza. Se alimentan del deseo que los creó.
Rozó el medallón, sin tocarlo del todo.
—Ese nació de una chica rota y un hombre quebrado. Ella quería conservar su amor. Él… su familia. Pero al final solo quedó esto.
Las palabras retumbaron en lo más profundo de su alma.
Desvió la mirada hacia el cadáver.
Recordó las entradas. La vida de Nozomi. Sus luchas. Sus tormentos. Sus fracasos. Su florecimiento...
<<Él fue el que me demostró lo más parecido a la esperanza. Al deseo. Que he tenido.
Él intentó devorarlo todo... y fracasó.>>
Ese diario no era inspiración.
Era advertencia.
Los restos en la cueva eran un recordatorio cruel: incluso el que alguna vez lo había intentado dar todo… acabó siendo otro fracaso.
Notando su distracción, Selaris le tomó el mentón y lo obligó a verla.
—Quedó el recuerdo de su fracaso junto a una flor marchita. Un amor que se quebró. Un deseo de preservar… lo que no pudo ser preservado.
Su mirada fue más profunda.
—Por eso ese medallón conserva la vida. No la sana. La preserva. Retarda la muerte. El veneno. La putrefacción.
Ella lo miró fijamente.
—Tú no lo mereces. Pero le sirves.
E-34 tragó saliva.
—Te preguntas por qué te responde —añadió—. Es simple.
Has vivido algo parecido. Sufriste como él. Estás tan vacío como estaba él.
Eres… compatible.
Ella se incorporó. Dio un paso atrás.
—Y eso es útil.
Sus ojos brillaron. No de emoción. De cálculo.
—Criatura del tiempo —lo llamó, sin burla esta vez—.
Aún no sé qué haré contigo.
Pero lo haré.
Selaris se giró a la salida de la cueva.
Afuera, el mundo seguía ardiendo.
Ella respiró hondo.
Y por primera vez, E-34 la vio titubear.
Solo un segundo. Un parpadeo.
Como si algo… o alguien... se acercara desde muy, muy lejos.
Algo que su instinto reconocía, incluso antes de que su mente lo nombrara.
Y lo dejó ahí.
Sosteniendo el medallón de un muerto.
Vivo.
Por ahora.
Sip, Selaris dió una risa por la Erección de alguien XD
