Por fin, E-34 se sintió lo suficientemente fuerte como para empezar a caminar.
Todavía estaba en las peores condiciones:
Sed. Hambre. Heridas mal cerradas.
Inclusive… seguía desnudo.
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La mujer seguía de espaldas. Inmóvil.
Observando la oscuridad más profunda del túnel.
No se movía, no hablaba, no respiraba de forma audible.
E-34 no sabía qué estaba pensando, ni qué la había dejado tan tensa de golpe.
Pero no quería interrumpir.
No quería enfrentar esa mirada otra vez.
Así que giró hacia el otro lado.
Hacia el cadáver.
Lo había evitado desde que despertó.
Pero no podía seguir así.
No podía seguir siendo una bestia.
Se apoyó con dificultad en la jabalina de acero: una barra tosca, sin filo ni arte, sin nombre ni historia.
Solo una extensión de su necesidad.
Y avanzó.
Paso a paso, arrastrando la pierna herida, hasta quedar frente a los restos.
El cráneo ladeado aún conservaba parte de la forma.
El gorro seguía ahí, desviado con descuido, como si ni la muerte hubiera podido corregirle el estilo.
Lo miró en silencio.
No era un desconocido.
Ese hombre…
Lo había visto. Lo había acompañado.
Durante cien días, desde un costado.
No como amigo.
No como enemigo.
Solo como testigo.
Nozomi.
—No sé si merezco lo que me diste —murmuró—. Y sí… sé que no me lo diste tú.
Apretó el medallón que aún llevaba en la mano.
—Primero fue esto. Luego tu historia... que ni siquiera pude conservar. La tiene ella ahora y... —miró de reojo hacia la figura inmóvil— me da miedo pedírsela.
Suspiró.
—Y ahora vengo por lo que queda de ti.
Agachándose con dificultad, comenzó a revisar los restos.
No por crueldad.
No por costumbre.
Por necesidad.
Por vergüenza.
Porque ya no quería seguir oliendo a sangre seca y tierra.
Porque tenía frío.
Y porque odiaba sentir que aún estaba vivo… pero sin forma.
Tomó el gorro primero, ladeado, aún pegado al cráneo. Lo sacudió con cuidado y se lo puso. No como un gesto simbólico, sino porque necesitaba sombra en los ojos.
Luego el abrigo.
Color beige apagado, casi gris por el tiempo.
Estaba hecho jirones, pero cubría.
Lo colocó sobre sus hombros con lentitud, notando las manchas oscuras que jamás saldrían.
Después, una camisa oscura, arrugada, casi pegada a las costillas por el polvo y el tiempo. La extendió con torpeza y se la puso encima, sintiendo la tela áspera contra las heridas.
Los guantes. Viejos. Agujereados.
Los dedos expuestos.
Le quedaban grandes.
Pero los necesitaba.
Las gafas.
Montura rota. Un cristal estallado.
Las sostuvo un momento. Dudó.
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Y las guardó. No sabía por qué, pero no quiso dejarlas atrás.
Los pantalones eran negros. Resistentes. Un poco cortados en las rodillas, pero enteros.
Se los puso con cuidado, tensando los músculos y soportando el ardor.
Finalmente, las botas. Negras. Reventadas en los bordes.
Tachones oxidados que crujieron al despegarlas de los huesos.
Aún servían.
Las ajustó con esfuerzo, notando cómo los tobillos reclamaban cada movimiento.
Y así, de pie, vestido con los restos de otro hombre, al fin dejó de parecer un trozo olvidado de carne.
Levantó la mirada hacia Nozomi.
—Gracias —dijo, sin ironía esta vez—. Por tu abrigo. Por tus pasos. Por tu fracaso.
Y mientras lo decía, se colocó el medallón al cuello.
Tallado en madera blanca, envuelto en hilo rojo.
Dentro, aún descansaba la flor seca de un cerezo.
Inmóvil.
Perfecta, pese al tiempo.
Una pausa.
Y una sonrisa amarga.
—Lo estoy usando, por si acaso.
Y entonces, un estruendo rompió el mundo.
Una explosión, lejana pero brutal, sacudió la cueva como si algo allá afuera hubiese despertado con furia.
El eco rebotó por las paredes.
El suelo vibró.
Polvo, antiguo y dormido, cayó desde el techo como un presagio.
E-34 se tambaleó, aferrándose a su jabalina.
La figura de la mujer, al otro lado de la cueva, seguía quieta..
Pero la tensión en sus hombros ya no era solo advertencia.
Era preparación.
No tuvieron que esperar demasiado.
Las sombras del túnel comenzaron a revolverse.
Como cuando una roca rompe la quietud de un lago muerto, las ondas no mueren… se distorsionan.
Así vibraban ahora, oscuras, antiguas.
Como una herida que no podía cerrarse.
E-34 apretó con más fuerza la jabalina, sin soltar el medallón de madera blanca que colgaba ahora en su pecho, envuelto en hilo rojo.
El frío se volvió espeso.
El aire, casi líquido.
Y el suelo… temblaba.
No por movimiento tectónico.
Sino por la marcha de algo que no debía seguir en pie.
Una explosión retumbó desde la entrada del túnel.
Se sentía como la temperatura aumentaba.
Cómo la cueva retumbaba.
Era una presión invisible que aplastó la caverna desde dentro.
Y entonces, lo oyeron.
Una voz.
Chirriante.
Áspera.
Quemada.
Podrida.
—Por fin… —escupió—.
La última cacería… será cumplida.
No era grito.
Era sentencia.
El lenguaje mismo parecía pudrirse al pasar por esa garganta calcinada.
Como si las palabras se quemaran mientras las pronunciaba.
Y el dueño de la voz… entró.
El túnel no lo escupió:
lo ofreció, como si el mundo tuviera que verlo.
Primero fueron los pasos.
Cada uno dejaba atrás vapor hirviente.
Luego, el cuerpo.
O lo que quedaba de él.
La túnica apenas se sostenía en jirones calcinados, fundida en su piel.
Esa piel ya no era piel.
Era un pergamino de dolor: carne violácea, venas a la vista, manchas de sangre coagulada que palpitaban como úlceras vivas.
Su brazo izquierdo terminaba en una lanza hecha de el mismo, era: un hueso expuesto, afilado, manchado de ceniza.
El rostro era aún peor.
Una mueca petrificada de fe destrozada:
mejilla abierta hasta el músculo, labios pegados por la costra, y un ojo… un solo ojo,
que ardía con fuego dorado y lloraba sangre quemada.
Y aun así, colgando en su cuello ennegrecido…
el medallón en forma de sol.
Intacto.
Como si lo protegiera aún una voluntad divina.
Selaris lo vio, y el asco se insinuó en su ceño fruncido.
No por miedo.
Sino por la fé putrefacta que representaba.
A sus pies, la cueva se rindió al calor.
No había llamas.
Pero el vapor brotaba entre las piedras.
El río interior siseaba como si intentara huir.
Estalactitas se quebraban, llorando gotas ardientes.
E-34 no retrocedió.
Permanecía firme, junto al cadáver de Nozomi.
La jabalina en su mano temblaba solo por la vibración del suelo.
Su pecho se expandía con tensión contenida, pero sus ojos no esquivaban la realidad.
El Cardenal lo vio.
Y se detuvo.
Sus labios rotos se separaron con lentitud.
—Tú —dijo, y la palabra salió como una maldición—.
No agregó más.
No dijo nombre.
No necesitaba repetirlo.
Su intención era nítida como la herida de un cuchillo viejo.
Selaris no esperó.
Llevó la mano al collar oscuro que colgaba de su cuello.
Era una maraña de hilos enmarañados, como nudos antiguos palpitando con una vida que no les pertenecía.
Hasta ese momento había sido solo ornamento.
Ahora…
latía.
Uno de los hilos se despegó lentamente, como si recordara qué era.
Descendió por su brazo, enrollándose alrededor de su muñeca con elegancia letal.
El otro extremo cayó al suelo con un golpe sordo.
Se extendió como si marcara territorio.
Un hilo.
Un arma.
Un Artefacto del Lamento.
Y en su color…
rojo ceniza oscuro.
Como sangre vieja que aún sangra.
El triángulo estaba marcado:
—E-34 al fondo.
—Selaris en el centro.
—El Cardenal emergiendo de la oscuridad.
Las sombras temblaban.
El aire cortaba.
Y en medio de ese altar sin dioses, el juicio comenzó.
Pero nadie se movía.
El Cardenal respiró hondo.
Su voz aún más desgarrada, pero clara como vidrio roto:
—No hay redención —dijo—.
Solo castigo.
Sus ojos ardían.
Y su cuerpo destrozado…
parecía a punto de cargar.
