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Chapter 56 - Trum: la forja del destino

Hoy la nieve volvió a caer, cubriendo todo el suelo como un manto. Aunque Arthur no quería pensar en lo cruel del mundo, algunos cuerpos congelados en las calles se lo recordaban. A veces eran ancianos, a veces jóvenes, y a veces incluso niños. Por eso, cada noche que se iba a la cama, agradecía su carpa y colcha caliente; cuando caminaba bajo la nieve, agradecía sus botas y abrigo de zorro; cuando cocinaba, agradecía sus alimentos humeantes. Quizás quería ser fuerte para ayudar a otros, o quizás solo buscaba una forma de volver a su mundo, donde existían situaciones similares, pero él no las veía. Entonces se preguntaba: "¿Soy valiente por querer ser fuerte, o soy cobarde por querer tapar mi debilidad con la fuerza?"

Con la cara roja, el vapor escapando de su boca, las botas húmedas y los copos cubriendo su abrigo, caminaba por las calles de Trum.

La noche anterior, luego de recuperarse del impacto, el Lich le explicó que la piedra que había comprado era un núcleo de gólem. Le comentó que había gólems que nacían de forma natural como las bestias, pero también otros creados por magia. Arthur estaba preocupado: no podía andar por la ciudad con un gólem de cinco metros. Pero para su sorpresa, el gólem se encogió hasta parecer una pequeña piedra y se escondió en su bolsillo. El Lich dijo que podía servir como transporte en lugar del caballo de huesos. Arthur se alegró: al fin tenía su ansiada montura. Aunque no volaba, era mejor que ese espeluznante caballo.

Mientras avanzaban por las calles, el Lich empezó a recitar poemas a los cuerpos congelados:

"Pequeñas almas que el viento gélido guía hacia la llama de la reencarnación O que se funden con el infinito, La muerte llega en invierno, La vida vuelve en primavera."

Arthur simplemente lo ignoró. Caminó hacia una tienda con un cartel destartalado que decía "Hechizos y Magia". Al entrar, una pequeña campana anunció su llegada. El ambiente era cálido, con un gran brasero a la derecha lleno de piedras al rojo vivo. Como en toda tienda de hechizos, los estantes estaban llenos de libros, organizados como en una biblioteca. En el aire flotaba el olor a papel y tinta. Al fondo, un par de personas hojeaban libros.

Arthur le susurró al Lich qué necesitaban. Este respondió: —Solo pide papel y tinta para crear conjuros.

Arthur se acercó al mostrador, donde atendía una mujer joven, de unos veinte años.

—Hola, señorita. ¿Tienes papel y tinta para conjuros?

La mujer se sobresaltó al ver al cuervo siniestro en su hombro, pero respondió con cortesía: —Hola. Sí tenemos. ¿Para qué nivel de hechizo?

Arthur quedó en blanco. El Lich no le había dicho. Con algo de vergüenza, se giró y le susurró: —No me dijiste el nivel del hechizo.

El Lich refunfuñó: —¿Cómo voy a saberlo? Yo hago mis hechizos y sellos con piel humana y sangre. Ka, ka, ka...

La mujer tembló al oír el chillido del cuervo.

—Solo compra el más básico, de nivel uno —dijo el Lich con fastidio.

Arthur volvió al mostrador. —El de nivel uno, por favor.

La joven le entregó el papel y la tinta con manos temblorosas.

—Son veinte platas.

Arthur pagó y salió antes de que la pobre mujer colapsara. Justo cuando iba saliendo, un grupo de jóvenes entraba. Parecían estudiantes de alguna academia. Se preguntó si eran de Trimbel, pues él tenía la intención de inscribirse. Quería obtener información, pero notó que eran tal como los imaginaba: altaneros y soberbios, típicos hijos de familias ricas. No quiso involucrarse y se dispuso a partir.

Giró para irse, pero su rostro chocó con algo suave y esponjoso. Instintivamente lo comparó con la suavidad de una cama lujosa. No necesitaba tocarlo para saber con qué había tropezado. A esa altura, solo podían ser dos cosas: una bestia cubierta de pelaje denso o una mujer alta. Por el aroma, descartó rápidamente la primera.

Retrocedió lentamente y vio a una hermosa joven de unos veinte años, con cabello negro brillante atado en una coleta. La joven lo miraba con odio. Arthur, que había leído muchas novelas, sabía muy bien a dónde llevaban esos malentendidos. No dejaría que el destino jugara con él hoy.

Se puso en una postura teatral y recitó un poema a modo de disculpa:

"Suave como el terciopelo, Fría como la nieve invernal, De una belleza que sonroja al mismo cielo, Cabello oscuro como la noche, Brillante como la linterna que guía al viajero."

Al terminar, bajó la cabeza, miró por la ventana una sombra cercana y susurró: —Paso Sombrío.

En un instante, su maná fluyó hacia las marcas en sus botas y desapareció de la tienda, dejando a todos sorprendidos.

Apareció cerca de una casa y se alejó rápidamente. Mientras corría por las calles, el Lich se reía: —Buen poema, aunque le faltó algo de sangre y muerte. ke, ke, ke, ke...

Arthur corrió hasta la herrería. Al llegar, el olor a hierro y carbón le trajo recuerdos de Krank. Miró al cielo y murmuró: —Espero que estés bien, viejo orco.

Dentro, notó que había muchos trabajadores. La proximidad de la mina generaba una alta demanda de armas y armaduras. Avanzó hasta ver a un enano sentado en una mecedora, leyendo algo.

Recordó esas historias de fantasía donde los enanos eran maestros herreros. No sabía si aquí era igual, pero caminó hacia él, iluminado por las llamas. Aún llevaba su abrigo de zorro, y el calor lo hacía sudar. La herrería era redonda, con un gran horno en el centro y una chimenea gigante. Los herreros trabajaban alrededor del horno, fundiendo metal.

Cuando llegó frente al enano, habló con respeto: —Hola, señor. Soy Arthur. Vengo a solicitar una forja.

El enano lo miro. —¿Eres uno de esos mocosos de familias ricas?

—No, soy un aventurero.

El enano dejó lo que leía, le ofreció una mano callosa y dijo con voz grave: —Hola, soy Monso.

Arthur le estrechó la mano. —Veo que los demás no dan abasto. ¿No estás recibiendo pedidos?

Monso negó con la cabeza. —Solo acepto materiales de la Mina Lunar como pago. Últimamente, los aventureros han dejado de ir, así que no tengo clientes.

—¿Por qué han dejado de ir? ¿Pasa algo?

—Han ocurrido muchas desapariciones en las últimas semanas. El gremio ya envió a un grupo de élite, pero no hay noticias. Se está preparando otro equipo para investigar. Si esto continúa, me quedaré sin trabajo.

—Y ¿por qué no aceptas dinero?

—Necesito las piedras de la mina para mis estudiantes. Sin ellas, no pueden practicar herrería.

Arthur se sorprendió. El enano le recordó cómo Krank hablaba de su maestro: alguien dedicado a sus alumnos.

—Señor Monso, si me puede fabricar una armadura, le traeré piedras de la mina como pago. ¿Qué dices?

Monso pensó un momento y dijo: —¿Estás seguro, joven? No quiero que por mi culpa te ocurra algo en esa mina.

Arthur infló el pecho y respondió con una pose heroica: —La esencia de un aventurero es explorar lo desconocido. Si tengo miedo de aventurarme, no soy digno de ese título.

El enano sonrió. —Tienes razón. Así debe ser un aventurero. Muéstrame qué materiales tienes para tu armadura.

Mientras Arthur intentaba conseguir un nuevo equipo, muchas cosas se movían en las sombras. ¿Qué encontraría el joven filósofo al lanzarse hacia lo desconocido?

Fin del capítulo.

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