Al salir del pueblo de Milon, Arthur se internó en el sendero que llevaba hacia Trimbel. El camino era solitario, cubierto por una ligera capa de nieve que crujía bajo sus botas. El frío mordía su piel, pero su mente estaba más despejada que nunca. Había obtenido información valiosa sobre las Cinco Puertas y, aunque no tenía todas las respuestas, al menos sabía hacia dónde debía dirigirse.
—Las cinco puertas… —murmuró, sus pensamientos llenos de incertidumbre y esperanza.
Pronto dejó atrás las últimas casas del pueblo y se encontró en un vasto páramo que conectaba el Cañón de las Fauces con el Bosque Sombrío. Era un paisaje desolado, con la hierba seca y escarchada extendiéndose hasta donde la vista alcanzaba. En el horizonte, los árboles retorcidos del Bosque se alzaban como guardianes de un mundo prohibido.
El sol comenzaba a descender, pintando el cielo con tonos anaranjados y púrpuras. Arthur sabía que debía acampar antes de que la temperatura cayera aún más. Encontró un lugar entre dos grandes rocas y comenzó a preparar su refugio.
Sacó una pequeña bolsa de polvo repelente de insectos y trazó un círculo alrededor de su campamento. Al cerrar el círculo, una débil barrera de energía se activó, protegiéndolo de las criaturas venenosas del páramo.
Había leído sobre este lugar en los viejos libros de los pueblos que había visitado. Era conocido como el Páramo Venenoso, un terreno infestado de insectos letales y bestias nocturnas. Dos especies en particular llamaron su atención: las Arañas Rojas y las Hormigas Arcoíris. Ambas criaturas podían producir venenos tan potentes que incluso las bestias más grandes evitaban sus nidos. Aunque aún no tenía las habilidades para fabricar los venenos, planeaba recolectar los materiales para futuros experimentos en alquimia.
Después de encender una pequeña fogata, se sentó a leer un viejo manual sobre flora y fauna que había encontrado en una tienda de Milon. Siempre llevaba consigo un par de libros, sabiendo que el conocimiento era su mejor arma en este mundo hostil.
"La Araña Roja produce un veneno paralizante que puede detener el corazón de un humano en segundos. La Hormiga Arcoíris, en cambio, segrega un ácido que puede derretir huesos. Ambos son extremadamente agresivos y cazan en grupos."
Arthur cerró el libro y suspiró, dejando que el calor de la fogata le calmara los nervios. No podía depender solo de su habilidad para el combate. Necesitaba ser más astuto y preparado si quería sobrevivir en Lost.
Cuando las primeras luces del alba tocaron el cielo, Arthur ya estaba de pie, listo para continuar. El frío cortaba su rostro y el suelo estaba cubierto de una capa de escarcha que hacía que cada paso fuera traicionero.
Tras una corta caminata, divisó un par de águilas carroñeras sobrevolando un claro más adelante. Eran enormes, con alas de dos metros y garras afiladas como cuchillas.
—Bueno, parece que el desayuno se servirá temprano hoy —murmuró, desenvainando su espada.
Lanzó una piedra al aire para atraer la atención de las aves. Los depredadores se giraron en su dirección, soltando un grito agudo antes de lanzarse en picada hacia él.
Arthur esperó pacientemente, sus músculos tensos y listos para el combate. Cuando la primera águila estuvo a rango, giró sobre sus talones y lanzó un corte ascendente que partió el cuello del ave. La criatura se desplomó en un torbellino de plumas y sangre.
La segunda águila, sin dejarse intimidar, se lanzó hacia él con las garras extendidas. Arthur, sintiendo el flujo de mana en el aire, dio un paso al costado en el último segundo y atravesó el pecho del ave con un golpe limpio. Su sangre caliente salpicó la nieve, creando un extraño contraste de colores.
—Es extraño… ya empiezo a acostumbrarme a esto —murmuró, limpiando su espada en el plumaje del animal caído.
Arthur comenzaba a aplicar la percepción del mana en sus combates. Ya no solo confiaba en sus ojos y oídos para detectar a sus enemigos; ahora podía sentir el leve susurro de su energía, como corrientes invisibles que rozaban su piel y tensaban el aire a su alrededor. Esta habilidad, tan natural para los guerreros de Lost, era un verdadero salto para alguien de otro mundo.
"Recuerdo a esos protagonistas de isekai que solía leer... cómo aceptaban mundos desconocidos sin dudar, como si siempre hubieran pertenecido a ellos. Valientes, invencibles, adaptándose con una facilidad casi ridícula. Ahora entiendo que eran solo cuentos para entretener. Si alguien realmente fuera lanzado a un mundo con dragones, demonios y bestias de pesadilla... no sería una aventura épica. Sería una espiral de miedo, un cuento de terror del que solo unos pocos saldrían con la cordura intacta."
Al caer la noche, ya estaba cerca de su destino. Preparó su campamento en silencio, encendiendo una pequeña fogata para combatir el frío que comenzaba a calarse en sus huesos. Colocó un palo de incienso en su improvisado altar, junto a una pequeña imagen de una diosa. El humo se elevaba en espirales finas, mezclándose con el aliento blanco que escapaba de sus labios.
"Debo agradecer las cosas buenas y aceptar las malas como un aprendizaje", se recordó mientras cerraba los ojos, tratando de calmar el torbellino de pensamientos que amenazaba con consumirlo. En esos momentos de desesperación, cuando las sombras se sentían más pesadas y el deseo de explotar su núcleo para acabar con todo se volvía tentador, las palabras de antiguos pensadores resonaban en su mente, impulsándolo a resistir.
"No es que sea fuerte... pero trato de serlo."
Por la mañana cuando el sol comenzó a iluminar el horizonte con tonos de azul y dorado, Arthur se puso de pie, estirando los músculos entumecidos. Después de revisar sus armas y asegurarse de que su equipo estuviera en orden, se dirigió hacia el borde de un pequeño acantilado. Miró hacia abajo, calculando la altura: unos diez metros.
Consultó su mapa, observando las marcas que había hecho en el pergamino.
"Aquí abajo está la Cueva Musgo Brillante... es donde se ocultan los insectos durante el día."
Aseguró una cuerda a un árbol robusto y comenzó a descender. El viento helado cortaba su piel y el aire se llenaba de un olor terroso, húmedo y denso. El sonido de las piedras desprendiéndose bajo sus botas resonaba como pequeños ecos de advertencia, haciendo que se sintiera un poco paranoico, temiendo que un insecto le saltara en la cara.
Mientras bajaba, recordó una película que había visto con su padre, donde un gorila gigante enfrentaba a bestias monstruosas en una isla perdida.
Solo espero no encontrarme con un gorila así de grande o insectos de ese tamaño... al menos no por ahora.
Cuando sus pies finalmente tocaron el suelo, Arthur se tomó un segundo para recuperar el aliento. Frente a él, la entrada de la cueva brillaba con un resplandor hipnótico, un azul zafiro que danzaba en las paredes húmedas. Se acercó con cautela, sus dedos rozando el musgo brillante que cubría las rocas. Su textura era suave y húmeda, como terciopelo frío, y al contacto, pequeños destellos de luz se desprendían, iluminando brevemente su rostro.
Sin perder tiempo, sacó un par de frascos de su mochila y comenzó a recolectar muestras del musgo, sabiendo que este podría ser útil para futuros rituales o investigaciones.
Avanzó con cautela, sus sentidos en alerta máxima. El sonido de gotas cayendo en la distancia creaba un eco inquietante.
Tic… tic… tic… —el sonido reverberaba en las paredes húmedas, como el lento latido de un corazón gigante.
Unos metros más adelante, notó dos figuras inmóviles. Un par de Hormigas Arcoíris descansaban cerca de un agujero en la pared, sus cuerpos brillando con reflejos multicolores bajo la luz del musgo.
Arthur respiró hondo. Sabía que debía eliminarlas rápidamente antes de que pudieran llamar a otras. Dio un paso lento hacia adelante, levantando ligeramente su espada.
Cuando estuvo a un metro de las hormigas, estas se movieron, detectando su presencia.
Sin perder tiempo, Arthur se abalanzó hacia la primera, cortando su cabeza de un solo golpe. La segunda reaccionó rápidamente, abriendo sus mandíbulas para morderle el brazo, pero Arthur giró sobre sí mismo, usando la inercia para cortar las patas de la criatura antes de hundir su espada en su cuello.
Con ambas bestias abatidas, Arthur tomó un momento para recuperar el aliento. Levantó las cabezas de las hormigas y las guardó en su bolsa. Sabía que el veneno se concentraba en sus glándulas mandibulares, un material valioso para futuros venenos.
A medida que se adentraba más en la cueva, los sonidos se intensificaron. El tic… tic… tic… se mezclaba con un extraño susurro que parecía provenir de las profundidades.
Arthur apretó el puño alrededor de la empuñadura de su espada y avanzó, consciente de que los verdaderos peligros aún lo esperaban más adelante.
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En un oscuro rincón de la pared, donde las sombras se amontonaban como secretos olvidados, algo se agitó. Un par de ojos rojos se abrieron de golpe, brillando con un hambre antigua. Los finos pelos de sus patas se movieron con un escalofrío apenas perceptible mientras comenzaba a deslizarse hacia adelante, sus mandíbulas chasqueando suavemente en la penumbra, como un susurro de muerte. La criatura avanzaba, lenta pero inexorable, como una promesa de terror que se arrastra desde las sombras.
Fin del capítulo.