Volkhov cruzó los brazos, observando con escepticismo a Ryuusei. Lo que había escuchado hasta ahora desafiaba toda lógica. No solo hablaban de resurrección y poderes divinos, sino que ahora este joven le proponía algo que sonaba aún más descabellado.
—Bien, chico. Si no quieres dominar el mundo para ser un tirano, entonces ¿qué es lo que quieres? —preguntó Volkhov con el ceño fruncido, su voz cargada de la incredulidad de un hombre que solo ha conocido la traición.
Ryuusei le devolvió la mirada con seriedad, la luz negra del fuego danzando en sus ojos.
—Voy a ser claro, Volkhov. Quiero crear una era de paz. No por décadas, no por generaciones, sino al menos por trescientos años.
El ruso bufó con incredulidad.
—¿Paz? ¿Dices que quieres paz, pero me hablaste de asesinar a tu equipo, de robarle a la Muerte y de torturar personas? Esa no es la paz, es el control absoluto.
Ryuusei asintió, sin inmutarse, mostrando una lógica inquietante.
—Exactamente. Porque sé de primera mano lo que es el caos, la guerra y la desesperación. Si realmente quieres acabar con algo, debes conocerlo desde dentro. Mi paz no es ingenua. Es una paz forjada con la misma violencia que quieres erradicar.
Volkhov se quedó en silencio por unos segundos. Miró de reojo a Aiko, que solo sonreía con confianza, como si la idea de su maestro fuera lo más natural del mundo, un destino ineludible.
—Quiero construir algo más grande que cualquier nación que haya existido. Un refugio para aquellos que no encuentran su lugar en este mundo. Quiero estabilidad, justicia… quiero que nadie tenga que sufrir lo que yo pasé. Quiero que no nazcan más niños con el trauma de la guerra.
El ruso chasqueó la lengua.
—Hah… Suena bonito. Pero, chico, eso es imposible. Siempre habrá guerra, siempre habrá conflictos. Es la naturaleza humana, Kisaragi.
Ryuusei sonrió levemente, con un aire de superioridad que irritó a Volkhov.
—Tal vez. Pero yo tengo la ventaja. No necesito siglos para lograrlo. En pocos años, puedo hacer que todo el mundo se incline. Y no con miedo puro, sino con un miedo que se transforma en respeto por la estabilidad.
Volkhov seguía dudando. Sus años de vida le habían enseñado que las utopías no existen. Pero algo en la mirada de Ryuusei… su determinación absoluta, lo hacía reconsiderar. ¿Y si este loco, este "Heraldos Bastardo", tenía la clave para borrar el infierno que él mismo había vivido?
—Voy a pagarte —añadió de repente Ryuusei, con una sonrisa burlona.
—¿Qué? —preguntó Volkhov, confundido.
—Soy millonario. Técnicamente, si te unes a mí, vas a ser rico también. No puedes salvar el mundo sin un buen capital de guerra, ¿verdad?
Hubo un momento de silencio. Aiko empezó a reírse con fuerza, agarrándose el estómago.
—Ryuusei, ¿de verdad piensas convencerlo con dinero?
—¿Por qué no? A todos nos gusta el dinero. Ah, y también te voy a dar nuevas habilidades.
Volkhov entrecerró los ojos.
—¿Habilidades?
—Sí. ¿Te gustaría poder volar? ¿Manipular fuego? ¿Controlar la gravedad? ¿Ser tan fuerte como nosotros de la noche a la mañana?
El ruso soltó una carcajada amarga.
—Eres un hijo de puta interesante, lo admito.
Ryuusei estiró la mano.
—Entonces, Volkhov, ¿quieres unirte a la causa?
El soldado fugitivo miró aquella mano extendida. Parte de él quería rechazar todo, volver a la vida simple del exilio, morir sin mancharse más las manos. Pero la otra… la otra estaba tentada por la posibilidad de ver hasta dónde llegaría este loco, y más importante, la promesa de poner fin al sufrimiento de los niños soldados.
—Hah… Está bien —aceptó Volkhov, su voz apenas un gruñido—. Pero si veo que todo se va a la mierda, me largo, y me llevo tu cabeza.
Ryuusei sonrió.
—Trato hecho.
Y así, sin darse cuenta, Volkhov acababa de dar el primer paso hacia algo que cambiaría el mundo para siempre.
La noche se cernía sobre ellos, el fuego negro de Ryuusei crepitaba suavemente. Volkhov aún estaba procesando su aceptación cuando Ryuusei, con total calma, alzó la mano derecha y pronunció unas palabras en un idioma que ni siquiera su traductor interno —ya implantado, pero aún inactivo— podía captar. Era un lenguaje que vibraba con una antigüedad y un poder abrumador.
En ese instante, el aire se volvió denso. Una presión extraña se extendió por el bosque, como si la misma realidad se retorciera para dar paso a algo que no pertenecía a este mundo.
De las sombras emergieron figuras encapuchadas. No caminaban, sino que parecían deslizarse sobre el suelo, como espectros sin peso. Sus presencias no eran simplemente aterradoras… eran antinaturales. Eran los Heraldos menores, la guardia personal de Ryuusei.
Volkhov se llevó la mano a la funda de su cuchillo, instintivamente.
—¿Qué demonios es esto…? —murmuró, entrecerrando los ojos, el miedo reptando por su espalda.
Los encapuchados se arrodillaron frente a Ryuusei, en absoluta reverencia. Uno de ellos, más alto que los demás, se adelantó y bajó la capucha, revelando un rostro humanoide pero con ojos completamente negros, como si su alma hubiera sido absorbida por un vacío.
—Mi señor Ryuusei, hemos escuchado su llamado —Su voz era profunda, carente de emoción, como si hablara desde un vacío insondable.
—Bien —Ryuusei extendió la mano—. Dame las cosas que robé.
El heraldo, que se hacía llamar Antryx, hizo una leve reverencia y sacó de su túnica varios objetos envueltos en tela negra. Uno a uno, los depositó en las manos de Ryuusei.
—El aparato traductor, la piedra de regeneración… —Ryuusei inspeccionó los objetos con calma—. Todo está en su lugar.
Volkhov sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—Espera un momento… ¿Dijiste que robaste eso?
Ryuusei sonrió levemente, sin siquiera mirarlo.
—Sí. Se lo robé a la Muerte. Lo llamo mi Tesoro.
Volkhov sintió que un sudor frío le recorría la frente. Se quedó mirando los objetos con cautela. Aiko, por otro lado, solo sonrió con tranquilidad.
—¿Sorprendido, Volkhov? Esto es apenas el principio de la verdad.
El aire se sentía más denso que nunca. Antryx avanzó un paso, inclinándose levemente ante Ryuusei antes de hablar. Su voz era fría y carente de vida.
—Volkhov… presta atención. Para recibir los dones de nuestro señor, primero debes aceptar su marca. El aparato traductor no es un simple dispositivo… es un microchip, y deberá ser implantado manualmente en el cartílago de cada una de tus orejas.
Volkhov frunció el ceño. —¿Implantado?
Antes de que pudiera terminar su frase, Antryx alzó su mano y extendió dos pequeños dispositivos metálicos con una aguja afilada en la punta.
—Colócalos en cada oído. Sentirás dolor.
El ruso miró los dispositivos con desconfianza, pero su instinto militar y su desesperación por el poder se impusieron.
—Adelante.
Antryx se movió con una velocidad inhumana y le clavó el primer microchip en la oreja izquierda.
—¡AGH, MALDICIÓN! —Volkhov apretó los dientes, sintiendo cómo la aguja penetraba su cartílago, enviando un dolor lacerante por su cráneo. El sonido de un crujido interno lo hizo estremecerse.
—Uno más… —susurró Antryx con la misma indiferencia.
Sin darle tiempo para recuperarse, clavó el segundo microchip en la oreja derecha.
—¡JODER! —Volkhov se tambaleó hacia atrás, sintiendo como si le hubieran perforado el cerebro. Un zumbido ensordecedor llenó su cabeza por unos segundos… y luego, de repente, todo se aclaró. Podía entender cada palabra que decían los heraldos, su mente se había conectado a la tecnología.
Respirando con dificultad, levantó la mirada hacia Ryuusei.
—Eso fue solo el primer paso. Ahora… vamos con lo realmente interesante —dijo Ryuusei.
Volkhov sintió que su estómago se revolvía. —¿"Realmente interesante"?
Antryx volvió a extender la mano, y esta vez, en su palma descansaba un objeto que parecía un cristal negro con vetas carmesíes que palpitaban como si tuviera un corazón propio.
—La Piedra de Regeneración. —explicó Antryx—. No funciona automáticamente… debe ser implantada manualmente, en tu corazón. Será tu punto de conciencia anacrónica, lo que te permitirá ser tan formidable como nosotros.
Volkhov sintió un escalofrío recorrerle la espalda, un miedo que superaba al terror de la guerra.
—No… no me jodas. ¿Quieres decir que me vas a abrir el pecho?
Ryuusei se inclinó levemente hacia él, su expresión se tornó más seria que nunca.
—Volkhov… ¿confías en mí? Esto es lo que te da el poder que necesitas. Es la única forma de que te puedas equiparar a nuestra fuerza para cumplir tu objetivo de salvar a esos niños.
El soldado fugitivo sintió que el sudor frío le resbalaba por la sien. No había escapatoria. Si de verdad quería alcanzar la fuerza que le prometieron para salvar a los niños, tendría que aceptar lo impensable.
Respiró hondo, tragando saliva.
—Hazlo rápido… y sin joderme demasiado —ordenó, mirando a Ryuusei a los ojos, el juramento de un ex-niño soldado.
Ryuusei sonrió, una sonrisa que no llegó a sus ojos.
—Eso… no te lo puedo prometer.
Y antes de que Volkhov pudiera arrepentirse, sintió cómo los dedos de Ryuusei se hundían en su pecho, desgarrando carne y hueso sin anestesia alguna. El dolor fue cegador, un grito ahogado que solo el bosque helado escuchó, el precio que pagó por una nueva oportunidad para la humanidad.
