En una zona remota de la tundra, una hora antes de la masacre, dos sombras susurraban en la oscuridad de una celda de contención improvisada, su conversación resonando apenas sobre el rugido de los motores del helicóptero. La luz mortecina del pasillo apenas tocaba sus rostros, pero la seriedad en sus ojos era inquebrantable. Lo que estaban a punto de hacer los convertiría en los enemigos más buscados de Rusia.
—Voy a explicarte el plan completo —dijo Ryuusei, apoyando la espalda contra la fría pared de piedra, sus ojos fijos en la oscuridad—. Pero antes… hay algo que nunca te dije sobre el primer incidente con Aurion.
Aiko cruzó los brazos, arqueando una ceja, esperando.
—Cuando Aurion me partió en dos —continuó Ryuusei, su voz reducida a un hilo de sonido, compartiendo una vulnerabilidad rara—, algo extraño ocurrió. No morí al instante. Mi mente se deslizó a un lugar que no puedo describir. Era como estar atrapado en mis propios recuerdos, pero distorsionados. Pesadillas, Aiko. Fragmentos de mi vida convertidos en algo grotesco. Un infierno personal.
Aiko lo escuchó en silencio, absorbiendo cada detalle.
—Y entonces, pasó lo imposible. Mi cuerpo comenzó a regenerarse… pero no porque yo lo ordenara. Fue como si otra parte de mí hubiera decidido traerme de vuelta. No fue mi torso el que controló la regeneración. Fue algo más… un punto clave de mi cuerpo, un punto de conciencia anacrónica.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Aiko, con la mirada afilada, el peligro latente en su tono.
Ryuusei sonrió de lado, con un matiz de locura.
—Nos tienen con estos collares de seguridad. Si desobedecemos, nos harán volar en pedazos. Pero si mi teoría es cierta… podemos sobrevivir. Si trasladamos nuestra conciencia a un punto específico del cuerpo antes de la explosión, podremos regenerarnos sin necesidad de nuestra cabeza o torso. No matarán todo de una vez.
Aiko abrió los ojos, incrédula.
—No me jodas…
—Lo que viste de Volkhov solo fue la punta del iceberg. Necesitamos que nos desmantelen. Si funciona, haremos lo imposible: traicionar al Kremlin y salir con vida.
Aiko llevó una mano a la barbilla, procesando la locura que acababa de escuchar.
—Eso suena… a suicidio.
Ryuusei dejó escapar una sonrisa torcida.
—Lo es. Es el único camino. Pero si sale bien… —la miró con una determinación feroz—, nos llevaremos a Volkhov con nosotros.
Aiko giró la cabeza, sorprendida por la ambición.
—¿Quieres reclutar a Volkhov? ¿Al hombre que estamos cazando?
Ryuusei asintió.
—Es el mejor francotirador de Rusia y está exiliado por Volk. Es nuestra mejor oportunidad para derribar al Kremlin desde dentro. Solo tenemos que darle el trofeo y la coartada para que crea que nos mató.
Aiko guardó silencio por un momento, sopesando el riesgo y el beneficio… y luego sonrió con diversión.
—Definitivamente estamos locos.
Ryuusei soltó una risa baja y seca.
—Bienvenida al plan, Aiko.
Y así, la traición al Kremlin, y el macabro plan de las cabezas cortadas, comenzó a tomar forma.
Volkhov se tambaleó en la nieve, sus manos temblorosas sujetando la cabeza de Aiko. No podía procesarlo; había cumplido la orden más cruel y ahora era un asesino de niños a ojos de todos, excepto del FSB.
—Mierda… —susurró con la voz rota, la máscara de Ryuusei ligeramente ladeada.
Su respiración era errática. La nieve roja a sus pies le gritaba que había cruzado un punto de no retorno.
Pero entonces, ocurrió lo impensable.
La cabeza de Aiko… se movió.
Al principio, Volkhov creyó que estaba alucinando. Pero sus párpados se contrajeron… luego se abrieron. Sus ojos lo miraron con la misma burla fría de siempre.
—¿Qué cara es esa, Volkhov? Pareces un maldito fantasma.
Volkhov sintió que el aire se le atascaba en la garganta. El terror regresó, pero esta vez con la adrenalina de la esperanza.
—¿C-Cómo…?
No pudo terminar la frase. Era imposible, pero real. Aiko seguía viva.
—Corre —Su voz sonó tan clara como siempre—. Llévame lejos. A la cueva de hielo.
Los instintos de Volkhov reaccionaron antes que su mente. Se echó la cabeza de Aiko al hombro, apretó los dientes y corrió hacia el bosque.
En el Kremlin, las pantallas parpadearon.
—¡Señor! ¡Se está moviendo! ¡La cabeza de Aiko tiene actividad neuronal! —bramó un operador.
Dimitri, con la piel tan pálida como un cadáver, señaló la pantalla con un dedo tembloroso.
—Se está regenerando… Su punto de conciencia no estaba en el cuello. No estaba en la cabeza. ¡Es una anomalía!
Luego, el estruendo de una taza de café estrellándose contra la pared.
—¡Encuéntrenlos! ¡Movilicen todas las unidades! —gritó Rubosky.
El bosque helado era su única salvación. Los árboles, cubiertos de nieve, se alzaban como espectros retorcidos.
—¿Sabes? —resopló Aiko desde su hombro, su voz un murmullo incómodo—. No es tan divertido cuando me llevas como un maldito trofeo de guerra.
Volkhov no respondió. Su mente aún intentaba comprender lo que estaba cargando.
—Volkhov —susurró Aiko—. Métete esto en la cabeza. No soy humana.
El ruso se detuvo en seco, el pánico y la furia mezclándose.
—Si no eres humana… entonces, ¿qué mierda eres?
Aiko rió. Una risa ligera, casi burlona, que contrastaba con la gravedad de la situación.
—Soy tu única oportunidad de venganza contra Volk. Y ya te dije a dónde vamos.
Antes de que Volkhov pudiera exigir más respuestas, el sonido metálico de un gatillo quebró el aire.
¡CLICK!
Mierda.
Se lanzó al suelo. Un segundo después, una ráfaga de balas destrozó los árboles donde estaba parado.
—¡Tropas al este! ¡Los tenemos acorralados!
Volkhov apretó los puños. No tenía balas. Solo un cuchillo, la cabeza de una niña que se negaba a morir… y una fe ciega en un niño al que no entendía.
—¡Corre, Volkhov!
Corrió.
—¡Volkhov, a la izquierda! —Aiko gritó desde su hombro, usando su visión superior para guiarlo.
Sin dudarlo, se lanzó en esa dirección.
De repente, el suelo desapareció bajo sus pies.
—¡Mierda!
Ambos cayeron en picada por una pendiente nevada. Rodaron entre rocas y ramas, golpeándose contra el hielo, hasta que finalmente se estrellaron en un río congelado.
El impacto le sacó el aire a Volkhov.
—Tsk… eso tuvo que doler —murmuró Aiko, la burla de vuelta en su tono.
Volkhov gruñó y se puso de pie. Arriba, en la colina, los soldados miraban hacia abajo, apuntando con sus rifles.
—¡NO PUEDEN ESCAPAR!
CRACK.
El sonido lo hizo mirar a sus pies. El hielo bajo ellos comenzaba a romperse.
—¡Corre, Volkhov!
Pero no fue lo suficientemente rápido.
¡CRASH!
El hielo se quebró, y el agua helada lo devoró. El mundo se volvió negro.
