Ryuusei giró los hombros, dejando que los músculos se relajaran y, con un gesto de desdén calculadamente teatral, dejó que sus martillos de guerra cayeran al suelo con un estruendo seco sobre la nieve ensangrentada. Aiko, que había estado observando la masacre de los mercenarios restantes, se acercó, pero Ryuusei le hizo un gesto con la mano para que se mantuviera alerta y lejos.
—Voy a darte una oportunidad, Volkhov —dijo con una media sonrisa torcida, señalando al mercenario, que se levantaba con dolor, con los ojos llenos de furia—. Peleemos a puño limpio. Si te gano, vas a escucharme. Porque si lo hiciera con mis armas, o con esa estúpida teletransportación… no durarías ni quince segundos.
Volkhov arqueó una ceja y soltó una carcajada ronca, aunque su risa sonaba más bien a tos. El ofrecimiento, aunque arrogante, era un gesto de respeto al combate desnudo que no podía rechazar.
—Jajaja… me gusta tu arrogancia, chico. Muy bien, si crees que puedes contra mí sin esos juguetitos, adelante. Pero primero… —señaló la máscara de Ryuusei con un ademán—. Quítate esa cosa. No voy a romperme los nudillos contra una maldita pared de metal.
Ryuusei suspiró, su respiración se condensó en el aire helado, y, sin prisa, llevó las manos a los costados de su máscara del Yin-Yang. Un leve chasquido y el metal cayó sobre la nieve.
Por primera vez en toda la batalla, Sergei Volkhov vio el rostro de su atacante.
—… No puede ser.
Era un niño. Ryuusei no tenía más de 17 años, pero su mirada era la de alguien que había presenciado décadas de atrocidades. No había ni un atisbo de inocencia en esos ojos. Solo vacío. Solo guerra.
Volkhov sintió un escalofrío. No miedo, no. Algo peor. Un reconocimiento amargo: ese chico no debería existir en este mundo. Era una anomalía.
Pero no había tiempo para reflexionar.
El ruso se lanzó primero, su puño como un proyectil dirigido al rostro de Ryuusei. Este inclinó la cabeza con una precisión quirúrgica, y sin dudar, respondió con un golpe seco al plexo solar. Volkhov sintió cómo sus órganos se sacudían violentamente, un espasmo de dolor lo recorrió, y un hilo de sangre escapó de su boca.
No se detuvo. Giró sobre su eje y lanzó un codazo ascendente. Su impacto fue brutal, la mandíbula de Ryuusei se sacudió con un chasquido seco. Pero antes de que la fractura se asentara, su cuello volvió a su lugar con un crujido repugnante. La regeneración actuaba, pero el dolor era un castigo inmediato.
—Tch… eso es trampa —bufó Volkhov, limpiándose la sangre de los labios.
Ryuusei se relamió y escupió al suelo, su sonrisa creciendo, torcida, salvaje.
—No me culpes por ser más resistente. Deberías agradecer que no use mi verdadera fuerza.
La pelea escaló en brutalidad. Volkhov, con una maestría de combate y una fuerza física abrumadora, encadenó una ráfaga de golpes a las costillas de Ryuusei. El joven apenas se inmutó, aceptando el dolor como un peaje. En respuesta, hundió su puño en la nariz de Volkhov con un crujido espantoso. La sangre le salpicó el rostro, pero en vez de retroceder, el ruso rió con un destello de locura.
Entonces se lanzó.
Volkhov atrapó a Ryuusei en un agarre de oso con la intención de partirlo en dos con pura fuerza muscular. Un crujido sordo resonó cuando la columna del chico se dobló en un ángulo antinatural, desgarrándose. Pero antes de que el dolor lo paralizara por completo, Ryuusei enterró sus pulgares en los ojos de Volkhov.
El ruso rugió, un grito de agonía y rabia, tambaleándose con la visión teñida de rojo.
Ryuusei cayó pesadamente sobre la nieve, escupió un diente roto y sonrió con los labios ensangrentados.
—Te ves mal, Volkhov. ¿Ya quieres rendirte?
—¡Jódete! —bramó el ruso, lanzándose con todo lo que le quedaba.
El choque de sus cuerpos retumbó en la tundra, dos bestias despedazándose a puño limpio, con la nieve empapada de su sangre.
Cada golpe de Volkhov era un martillazo de dolor que Ryuusei registraba. El joven resistía, pero su regeneración, aunque lo salvaba de la muerte, lo torturaba a cada segundo. Cada hueso roto, cada músculo desgarrado, todo sanaba en un ciclo interminable de sufrimiento puro que el collar del FSB no podía mitigar por completo.
Pero no podía caer. La caída significaba la muerte de Aiko y la suya a manos de Volk.
Volkhov jadeaba, su rostro era una máscara de sangre y hematomas, pero su fuerza seguía intacta. Sus nudillos abiertos chorreaban rojo, pero su instinto de combate lo obligaba a seguir. Con un rugido primitivo, alzó a Ryuusei en el aire.
Antes de que pudiera reaccionar, sintió la rodilla de Volkhov destrozándole la espalda, en un punto crítico.
El crujido fue seco, definitivo.
El grito de Ryuusei, esta vez no de rabia, sino de dolor puro e inimaginable, desgarró la tundra. Su cuerpo cayó como una marioneta rota, incapaz de moverse. Trató de levantarse, pero su espina dorsal era polvo.
Y entonces, comenzó la regeneración forzada.
Las vértebras se soldaron a la fuerza. Los nervios se reconectaron. El dolor era el infierno en su propia carne, pero cuando su cuerpo estuvo listo, solo quedaba una cosa por hacer: terminarlo.
El ruso apenas tuvo tiempo de levantar los brazos en defensa cuando Ryuusei se le echó encima como una sombra implacable, canalizando toda la agonía en potencia.
El primer golpe le rompió la mandíbula.
El segundo le hundió el pómulo, haciendo saltar la sangre.
El tercero, un uppercut al mentón con una fuerza residual, lo apagó por completo.
Volkhov cayó. Un saco de carne inerte sobre la nieve.
Silencio.
Solo el viento ululaba, arrastrando el aroma metálico de la sangre. Ryuusei respiraba con dificultad, su pecho subía y bajaba rítmicamente, sus nudillos chorreaban rojo (suyo y de Volkhov). No tenía mucho tiempo antes de que los equipos de rescate del FSB llegaran.
Se arrodilló junto al ruso y le dio unas palmadas en la mejilla, despertándolo de su aturdimiento.
—Despierta, Volkhov —dijo, su voz ronca por el esfuerzo—. Necesito que me escuches.
El ruso gruñó, parpadeando con dificultad, intentando enfocar sus ojos hinchados.
—No tenemos mucho tiempo —continuó Ryuusei, su tono ahora bajo y urgente, actuando el papel del combatiente exhausto—. Volk nos está escuchando. El Ministro de Defensa y, créeme, un agente de alta seguridad están atentos a esta conversación a través de micrófonos ocultos. Si te hablo de planes de escape o traición, lo sabrán.
Volkhov frunció el ceño, todavía aturdido, pero la mención de Volk y el FSB lo centró.
Sin más, Ryuusei sacó un papel y un lápiz de su bolsillo. Aiko, comprendiendo la jugada, se acercó para cubrir su flanco, simulando ayudarlo a incorporarse.
Ryuusei comenzó a escribir con rapidez sobre el papel ensangrentado, la letra apenas legible.
—Lee rápido. Actúa como si me estuvieras insultando. Dime si estás dentro, con un simple asentimiento.
Volkhov, con la respiración entrecortada y un dolor punzante en todo el cuerpo, dirigió la mirada al papel que Ryuusei le tendió, sujetándolo con su mano ensangrentada.
Y en cuanto sus ojos recorrieron las palabras escritas por el "niño" que no podía morir, su expresión cambió por completo: el terror se convirtió en una fría y calculadora determinación. Ryuusei no estaba allí para cazarlo.
Estaba allí para reclutarlo.
