El gran día de la "Operación Caza Mayor" había llegado. Volk, el corazón de la nación, vibraba con una expectación artificial. No era solo una operación militar; era un espectáculo meticulosamente orquestado por Dimitri Ivanov y el equipo de propaganda de Volk. No había margen de error en la narrativa. No había posibilidad de que el pueblo dudara de la justicia de su líder.
En las calles, la gente observaba las pantallas gigantes de los noticieros nacionales con la respiración contenida. Los medios estatales llevaban semanas alimentando la narrativa: el traidor Sergei Volkhov, el hombre que había puesto en peligro la estabilidad de Rusia, finalmente sería cazado por los dos nuevos y misteriosos "activos" de la nación. El pueblo ansiaba justicia. O, al menos, eso era lo que se les había instruido creer.
En el salón principal de Volk, una ostentosa sala de prensa dentro de la fortaleza de Moscú, la élite del país se había reunido. Altos mandos militares, políticos influyentes y figuras mediáticas estaban allí, observando en silencio. Unos con interés genuino, la mayoría con la certeza cínica de que esto era simplemente otra jugada política de propaganda. Pero todos entendían que el espectáculo debía continuar con precisión marcial.
El presidente Volk, de pie en una tribuna elevada, miró fijamente a la cámara principal con expresión severa. Detrás de él, los altos mandos, incluido Dimitri, permanecían inmóviles, como estatuas de mármol. No necesitó levantar la voz; su autoridad se imponía sola.
—Hoy, Rusia demuestra al mundo que ningún traidor puede escapar de la justicia ni de la mano dura de su líder. Sergei Volkhov ha amenazado nuestro orden durante años. Pero hoy, nuestros cazadores pondrán fin a su traición. Demostraremos que la disciplina y la lealtad superan cualquier poder anómalo.
Las luces del escenario se encendieron con un brillo cegador.
Y entonces, desde las sombras laterales, aparecieron los protagonistas de la noche.
Dos figuras avanzaron con paso firme, sus movimientos ahora más calculados y eficientes gracias al brutal entrenamiento del FSB. Vestían uniformes tácticos diseñados específicamente para la misión, en colores oscuros, con el emblema de Volk discretamente bordado en el pecho, un símbolo de su nueva propiedad.
Ryuusei, con su icónica máscara del Yin-Yang, caminaba con una seguridad impostada. Por dentro, sentía el peso del collar de supresión y el cinismo del momento. A su lado, Aiko mantenía su porte inquebrantable, sus ojos reflejaban una fría determinación que no era para Volk, sino para su propia supervivencia.
Los murmullos en la sala crecieron. Periodistas, oficiales y altos mandos intercambiaban miradas. La nación entera observaba.
Una reportera, con el micrófono en mano, alzó la voz por encima del murmullo.
—Ryuusei, en Rusia muchos se preguntan de dónde aprendiste nuestro idioma. Es impresionante ver a alguien de tu edad dominando el ruso con tanta fluidez. ¿Hay alguna conexión personal con nuestra nación?
Era una pregunta esperada, diseñada para construir un trasfondo creíble. No podía decir que había aprendido el ruso gracias a un artefacto de traducción robado del Sindicato.
Ryuusei improvisó con una naturalidad que solo el peligro extremo podía concederle.
—Mi abuelo me enseñó desde pequeño —dijo con voz firme, ligeramente resonante por la máscara—. Siempre me hablaba de la historia de Rusia y su fortaleza. Aprender el idioma era una forma de honrarlo y entender el respeto que merecen.
Aiko, sin perder la compostura ni dejar que el collar la intimidara, añadió con una ligera sonrisa que parecía sincera para las cámaras:
—Mi madre también me enseñó un poco cuando era niña. Decía que conocer el idioma de una nación poderosa era siempre una ventaja. Y que la debilidad nunca era una opción.
Las palabras resonaron bien entre la audiencia. Volk, desde la tribuna, sonrió discretamente. Era la respuesta perfecta: una mezcla de respeto por Rusia, un toque personal que hacía que la historia sonara auténtica, y un sutil mensaje de fuerza. Los medios se tragaron la historia por completo. Ryuusei y Aiko no solo eran guerreros sobrehumanos, sino jóvenes con un trasfondo admirable. La audiencia rusa, pegada a sus televisores, comenzó a enviar mensajes de apoyo.
Entonces, llegó la pregunta más importante de la noche, la que definía el espectáculo.
—Ryuusei, ¿qué mensaje tienes para Sergei Volkhov? —preguntó otro periodista, sosteniendo su micrófono con expectación.
Ryuusei sintió un escalofrío recorrerle la espalda, una mezcla del frío ambiental y la anticipación de la confrontación. Tomó aire y respondió con una frialdad y una convicción que solo podía ser alimentada por el rencor.
—Volkhov es un error que Rusia corregirá. No importa cuánto corra. No importa cuánto se esconda. Lo traeremos vivo o muerto. Él es solo el primer paso en la demostración de la verdadera fuerza de esta nación.
Aiko asintió con firmeza. El mensaje era de lealtad absoluta y amenaza directa.
Las palabras causaron un impacto masivo. La transmisión subió en audiencia, la gente comentaba emocionada en las calles, y los altos mandos de Volk intercambiaban miradas de satisfacción. Todo iba de acuerdo al plan de Dimitri.
Un general del FSB dio un paso al frente y levantó una mano, dando la orden final.
—Que la caza comience.
El anuncio fue recibido con aplausos ensordecedores. Ryuusei y Aiko intercambiaron una mirada rápida, una que decía: "El plan de ellos terminó. Ahora comienza el nuestro." La misión había comenzado.
El helicóptero táctico, un Mil Mi-8 fuertemente modificado, se deslizaba sobre la tundra helada de los Urales. El vasto paisaje blanco era interminable y desolado. Ryuusei y Aiko, sentados en silencio, revisaban sus armas. Ryuusei acarició la empuñadura de sus dagas de teletransportación, Armas Ancestrales que el FSB no había podido confiscar.
La oscuridad se extendía como un manto sobre la ciudad, y el reflejo de las luces titilantes pronto desapareció en la distancia. Dentro de la cabina, la tensión era casi palpable. Ryuusei y Aiko permanecían en un silencio calculado, rodeados de soldados rusos con miradas duras. El Comandante Petrov, un hombre de mediana edad con una notoria cicatriz en la mejilla izquierda, estaba al frente, con los brazos cruzados, observándolos con expresión pétrea.
El viaje hacia la zona remota de Siberia sería largo. Los soldados los estudiaban con una mezcla incómoda de curiosidad y desconfianza. Para ellos, Ryuusei y Aiko no eran más que herramientas inusuales del Kremlin, asesinos sin patria, cuyo poder anómalo no les otorgaba respeto, solo miedo.
Ryuusei notó las miradas, pero no reaccionó. Sabía que la desconfianza era parte del juego. No importaba si los respetaban o los despreciaban; la única preocupación real era la bomba que llevaban en el cuello.
Petrov se acercó lentamente y se sentó frente a ellos, la luz tenue de la cabina acentuando el relieve de su cicatriz.
—No me gusta trabajar con niños que tienen precio en su cabeza —dijo con frialdad, su voz como el filo de un cuchillo—. Pero si Volk confía en ustedes, será mejor que no sean un estorbo.
Aiko sonrió con burla, manteniendo su mirada.
—No te preocupes, abuelo. Si la situación se complica, te cuidaré. Y si te estorbo, solo dímelo.
Algunos soldados rieron por lo bajo, aliviando momentáneamente la tensión. Pero Petrov solo resopló, irritado por el apodo, y volvió su atención a Ryuusei.
—Déjanos a Volkhov a nosotros. Somos la élite. No te metas en nuestro camino.
Ryuusei sostuvo su mirada sin emoción, la máscara tapando cualquier lectura emocional.
—Intenten no quedar atrás. O terminaré el trabajo antes de que puedan sacar sus armas.
El helicóptero vibró con fuerza al atravesar una corriente de aire. Un oficial de inteligencia desplegó un mapa cifrado en una tableta, señalando un punto aislado en las montañas nevadas.
—Nuestro destino es un complejo abandonado en Siberia. Según nuestros informantes, Volkhov ha estado allí los últimos meses. Pero la inteligencia indica que no viaja solo. Su arsenal es considerable, y cuenta con mercenarios altamente entrenados. No subestimen la resistencia.
Aiko, con la calma de quien escucha una receta, sacó una barra de chocolate de su chaqueta térmica y comenzó a comer mientras el oficial hablaba.
—¿Te estás tomando esto en serio? —preguntó Petrov, incrédulo ante la indiferencia de la niña.
Aiko levantó los hombros, el chocolate manchando ligeramente el borde de su boca.
—Las operaciones encubiertas me dan hambre. Y el miedo es una distracción inútil.
Ryuusei cerró los ojos por un instante. La sensación de fatalidad se instaló en su pecho. Sabía que Volk los estaba usando como cebos, como una distracción de la verdadera élite militar rusa. Pero, pensó con amargura, ellos también estaban usando al Kremlin.
Volkhov no era su enemigo. No realmente. Era su boleto de escape.
El helicóptero dejó atrás la última señal de civilización y se adentró en la vasta Siberia. Afuera, la tormenta de nieve comenzaba a formarse, arremolinándose como un presagio de la batalla que se avecinaba.
Aiko se acomodó en su asiento con la seguridad de alguien que ya había hecho esto cientos de veces. Ryuusei tamborileaba los dedos sobre la empuñadura de su daga, su mente recorriendo los pasos de la misión, la traición y la estrategia de escape antes incluso de que el descenso comenzara. La actitud relajada de ambos no era casualidad; era el resultado de años de experiencia al filo del colapso mental.
Tres años. Tres años desde que convivieron con la Muerte misma como Heraldos Bastardos. Un título impuesto por no encajar en ninguna jerarquía establecida. Ni soldados comunes, ni asesinos a sueldo. Solo dos sombras moldeadas a fuego y sangre.
Petrov, el Comandante, los miró con una sospecha que se convirtió en una molestia tangible.
—Ustedes están demasiado tranquilos para ir a una zona de guerra.
Ryuusei exhaló lentamente, observando el paisaje helado que se extendía bajo ellos, el blanco interminable reflejando la frialdad de su situación.
—Cuando has hecho esto demasiadas veces, el terror desaparece. Solo queda el trabajo.
Aiko asintió, su sonrisa era ligera, pero sus ojos eran milenarios.
—Nos acostumbramos al caos. Aprendimos que el miedo es solo una distracción. Un lujo que no podemos permitirnos.
Petrov frunció el ceño, incómodo con la confianza que emanaban. Sabía que no eran soldados normales. Pero la seguridad con la que hablaban… le ponía los nervios de punta.
Entonces, como un golpe inesperado, un nombre cruzó la mente de Ryuusei.
Daichi.
El estratega. El cerebro detrás de tantas misiones en los Heraldos. El que siempre planeaba la ruta de escape.
Ryuusei cerró los ojos por un segundo, sintiendo el pinchazo de la traición. Su mente lo traicionaba con la culpa. No podía permitirse recordar. No ahora. No aquí, cuando su vida dependía de su concentración.
Pero la culpa lo golpeó como un puño físico.
Sin Daichi, nada de esto habría sucedido. Sin el evento que lo llevó a esa prisión, no estarían ahora sentados, encadenados por un collar.
Apretó los puños hasta que sus nudillos se pusieron blancos. No había tiempo para dudar. La duda era la muerte.
De repente, la realidad lo golpeó con violencia.
Un destello de luz anaranjada y cegadora iluminó el cielo oscuro, cortando la negrura de la noche siberiana.
Y en cuestión de segundos, el helicóptero de la patrulla que volaba a su derecha, manteniendo la formación, explotó en una bola de fuego gigantesca y violenta. Los restos metálicos cayeron en espiral hacia el infinito blanco de la tundra.
La onda expansiva sacudió el fuselaje del helicóptero de Ryuusei, haciendo que todos en la cabina se aferraran desesperadamente a lo que pudieran. La cabina se inundó de gritos de terror.
—¡Misiles enemigos! —gritó uno de los pilotos por el intercomunicador.
Aiko ya tenía su cuchillo en la mano. Su expresión de juego se desvaneció al instante, reemplazada por la frialdad de un depredador.
—¡Mierda! —espetó Petrov, agarrándose al asiento mientras la cabina temblaba violentamente. Su rostro se había puesto pálido, la estrategia de Volk no contemplaba una respuesta tan contundente.
Ryuusei apenas escuchaba. Sus ojos estaban fijos en las llamas que consumían los restos del otro helicóptero.
—¡Nos están emboscando! ¡Cámbienos de ruta! ¡Desplieguen contramedidas! —rugió Petrov, intentando recuperar el control.
El helicóptero de Ryuusei giró bruscamente, esquivando una estela de humo que se elevaba desde el suelo. Afuera, en la tormenta de nieve, sombras comenzaron a moverse en el suelo nevado. No eran simples mercenarios de Volkhov. Eran algo más, organizados con precisión militar.
Ryuusei sintió su pulso acelerarse, no por miedo, sino por la adrenalina del combate.
La misión no había comenzado. Ya estaban en medio de la cacería, y ellos eran la presa.
Y esta vez, con el collar activo, podría no haber escapatoria.
