El ambiente en la sala, bajo las luces frías de neón, se había vuelto opresivo y denso. La paciencia del hombre canoso, el líder del FSB, se había agotado, y su mirada reflejaba la frialdad calculada de alguien acostumbrado a tomar decisiones de vida o muerte sin remordimientos.
—Señorita Cohen, deme una pistola —ordenó el presidente, su voz resonando con una autoridad ineludible.
La secretaria, una mujer con el rostro tan impasible como el concreto de la sala, sacó una Makarov negra, la revisó y se la entregó con calma al presidente. Él deslizó el seguro con parsimonia, el clic metálico sonando amplificado en el silencio, y sin más preámbulo, apuntó directamente a Aiko.
Ryuusei sintió un escalofrío helado recorrerle la espalda. Su mente gritó una última advertencia.
—No va a hacerlo —se dijo a sí mismo, intentando convencer a su cuerpo de que era solo una táctica de intimidación.
Pero sí lo hizo.
¡BANG!
El estruendo ensordecedor del disparo sacudió la sala. El olor a pólvora quemada se esparció instantáneamente.
La bala, disparada a quemarropa, perforó el cráneo de Aiko. Su cabeza explotó como una fruta podrida, esparciendo fragmentos de hueso, masa encefálica y sangre caliente por la mesa de madera pulida. Un trozo de su oreja ensangrentada aterrizó sobre los documentos frente al presidente. Sus ojos, que un segundo antes reflejaban curiosidad e insolencia, ahora no eran más que una masa irreconocible.
Ryuusei se congeló. El horror lo paralizó. El mundo se detuvo, envuelto en el sonido sordo del goteo.
Aiko… estaba… ¿Muerta?
No. El cuerpo de Aiko no cayó.
Un espasmo violento recorrió su cuerpo. Un sonido sordo y grotesco emergió de la masa destrozada que antes era su cabeza, como el ruido de una esponja absorbiendo líquido. La sangre comenzó a retroceder lentamente, los fragmentos de hueso se reintegraron a una velocidad asombrosa, y su piel volvió a cerrarse. En cuestión de segundos, Aiko estaba entera otra vez.
Respiró hondo, un jadeo seco, y se llevó las manos a la cabeza, frotándose la sien con frustración.
—¡Duele, maldita sea! —gruñó, su voz rasposa, pero completamente viva—. Odio cuando pasa esto…
Un oficial retrocedió varios pasos con el rostro pálido, negando con la cabeza. Otro desvió la mirada, incapaz de asimilar lo que acababa de presenciar. Pero el hombre canoso no mostró sorpresa alguna.
—Tal como lo predijimos —murmuró, deslizando un pañuelo de seda para limpiar la punta del cañón humeante—. Su regeneración es un hecho. Los archivos sobre la pelea contra Aurion y Arcángel no exageraban en sus reportes de habilidades.
Ryuusei sintió cómo la temperatura de su cuerpo descendía. Todo estaba bajo control del presidente. Sabían todo sobre ellos.
—Así que… —El hombre dejó la pistola sobre la mesa, ahora apuntando al torso de Ryuusei con la mirada—. Esto fue una prueba. Y debo decir, muchacho, que me decepcionaste. Tu reacción tardó demasiado.
El frío cañón de la pistola seguía latiendo sobre la mesa. Ryuusei ya no sentía miedo. Solo un vacío abrumador, seguido por una furia fría.
Lo habían manipulado. Como a un simple peón.
—Voy a preguntarlo una última vez —dijo el hombre canoso, su voz cortante—. Los Heraldos… ¿son reales? ¿O es una fantasía para justificar su terrorismo?
Ryuusei alzó la vista. Su expresión había cambiado, pasando de la burla arrogante a una determinación pétrea. Tenía que darles una verdad que pudieran digerir.
—Sí. Son reales. Pero no son lo que ustedes creen. —Ryuusei tomó aire, midiendo cada palabra—. Los Heraldos no son una organización terrorista con ideología política. Son un grupo de renegados. Antiguos soldados, mercenarios, personas descartadas por los gobiernos que los crearon. No siguen una ideología. Solo quieren sobrevivir en un mundo que los convirtió en monstruos y luego los cazó.
Un murmullo de interés recorrió la sala. Los oficiales tomaban notas frenéticas. El hombre canoso lo observó en silencio, evaluándolo.
—Interesante —susurró, bajando lentamente el arma—. Háblanos de ellos. Todo. Desde el principio.
Ryuusei apoyó las manos sobre la mesa.
—Si quieren la verdad, la tendrán. Pero si la comparto… ¿qué ganamos nosotros, aparte de que no nos disparen de nuevo?
El hombre canoso sonrió con superioridad.
—No diremos nada a Japón sobre su presencia aquí. No queremos problemas con la comunidad internacional… por ahora. Pero hay una condición, y creo que ya la conoces.
Ryuusei entrecerró los ojos, la conexión con el Agente Rubosky era clara.
—El Agente Rubosky… quiere que capturemos a Sergei Volkhov.
—Correcto. Volkhov es una espina en nuestro costado. Un mercenario incontrolable que ha humillado a nuestras fuerzas en múltiples ocasiones. Si realmente no tienen ninguna afiliación terrorista y quieren demostrar su valía… lo traerán. Vivo o muerto.
Aiko chasqueó la lengua.
—¿Y si nos negamos a hacer su trabajo sucio? —preguntó con sarcasmo.
El hombre canoso esbozó una leve sonrisa.
—Si se niegan… no saldrán de esta sala con vida.
Ryuusei se cruzó de brazos y miró fijamente al presidente, el desafío en sus ojos rubios.
—Nosotros atrapamos a Volkhov, pero si lo hacemos, quiero garantías. Nada de rastreadores, nada de doble juego. Si cumplo con esto, quiero libertad absoluta para irnos de Rusia.
El hombre canoso soltó una breve carcajada.
—Negociar cuando apenas puedes sostenerte en pie… Tienes agallas, chico. Pero antes de dejarlos ir, hay una última prueba que quiero hacer. La regeneración de la niña es interesante, la tuya, no tanto.
Los oficiales se tensaron. Ryuusei y Aiko se miraron, ambos sabiendo lo que venía.
—Señorita Cohen. Tráigame una escopeta.
La secretaria, sin inmutarse, regresó con una escopeta de calibre 12. El presidente la inspeccionó, deslizó el seguro y la recargó con una calma que helaba la sangre.
—No me basta con haber visto la regeneración de la niña. Quiero verlo en ti. —Apuntó directamente al torso de Ryuusei.
—¡Espera, qué—!
¡BOOM!
El disparo retumbó en la sala con una fuerza brutal. El impacto de la metralla destrozó el pecho de Ryuusei, lanzándolo contra la silla. Trozos de costillas, carne y órganos quedaron esparcidos en la mesa, y la sangre salpicó el rostro del presidente, quien observó la escena con una mezcla de fascinación y asco profesional.
Pero entonces, sucedió el milagro y la agonía.
El cuerpo de Ryuusei comenzó a recomponerse.
Los huesos se soldaron con un sonido seco y grotesco. La carne desgarrada se regeneró rápidamente. Pero a diferencia de Aiko, para Ryuusei el proceso no era neutro.
Él lo sentía. Cada célula reconstruyéndose era como una aguja ardiente perforando su carne. Era un dolor indescriptible, la sensación de morir y revivir en el mismo instante. Un sudor frío cubrió su rostro.
El hombre canoso apoyó la escopeta sobre la mesa.
—Interesante… muy interesante. Tú sufres, pero la niña no. Me pregunto por qué. —Se dirigió al coronel—. Hagan un reporte detallado. Esto puede ser clave para nuestros proyectos en desarrollo.
Ryuusei, aún tambaleándose, levantó la mirada. Sus ojos, fríos y llenos de furia silente.
—Vas a pagar por esto —murmuró con voz ronca.
El hombre solo sonrió, aceptando el desafío.
—Eso es lo que quiero ver. Ahora, salgan de aquí. Tienen 48 horas para traerme a Sergei Volkhov.
