Los días pasaron en una quietud extraña y forzada. Ryuusei y Aiko aún debían esperar las dos semanas completas para recibir sus pasaportes falsos y con ellos, la oportunidad de esfumarse del mapa. Así, por primera vez en mucho tiempo, se vieron obligados a bajar la guardia, aunque fuera solo un poco.
Desde que comenzó su lucha, cada día había sido una constante batalla, un escape o una planificación para sobrevivir. Pero ahora, con la necesidad de ocultarse mientras sus nuevos documentos eran elaborados, ambos tuvieron que aprender algo que casi habían olvidado: vivir sin un plan de ataque.
Aiko aprovechó el tiempo para recuperar fuerzas, su cuerpo aún resentido por las heridas y el estrés del pasado. Ryuusei, por otro lado, se vio obligado a aprender a estar quieto. No era fácil para alguien acostumbrado a moverse siempre en la sombra del conflicto, sintiendo que cada segundo de inactividad era una ventaja para Daichi o Aurion.
Para distraerse de la inminente cacería, exploraron la ciudad como simples turistas. Se pasearon por los mercados nocturnos de Shinjuku, donde probaron platos que nunca antes habían considerado. Caminaron por parques donde las parejas disfrutaban de su tranquilidad, un mundo idílico, lejano a las sombras de la guerra que ambos conocían demasiado bien.
—Si sobrevivo a todo esto —dijo Aiko mientras saboreaba un takoyaki hirviendo—, creo que quiero abrir un puesto de comida. En la playa.
Ryuusei la miró con incredulidad, con su nuevo cabello rubio contrastando con su rostro serio.
—¿Después de todo lo que hemos hecho, después de derrocar a los Heraldos, quieres vender comida callejera? ¿No sería más lógico aspirar a un imperio?
—¿Por qué no? —respondió ella con una sonrisa burlona—. Todos tienen derecho a un final feliz, ¿no? ¿Y qué es un imperio al lado de un buen plato de comida caliente?
Ryuusei no respondió de inmediato. La idea de un "final feliz" siempre le había parecido ridícula. En su mundo, las historias terminaban con sangre. Pero en ese momento, viendo a Aiko sonreír mientras intentaba no quemarse, casi sintió que tal vez, solo tal vez, las cosas podrían ser diferentes si él luchaba lo suficiente.
Durante las noches, Ryuusei y Aiko encontraron un nuevo pasatiempo: ver películas en la televisión del hotel. No eran simples distracciones; para Ryuusei, cada una tenía un mensaje que intentaba descifrar, una llave para entender el mundo que se proponía destruir y rehacer.
Después de El Club de la Pelea, la siguiente película que vieron fue La Misión. La historia de un mercenario que, tras haber cometido actos horribles, buscaba redimirse dedicando su vida a la paz y la fe. Ryuusei observó en silencio, sin decir nada, pero su expresión se tornó más seria a medida que el protagonista intentaba expiar sus pecados.
Cuando terminó, Aiko se estiró y miró a Ryuusei con curiosidad.
—No dijiste ni una palabra. ¿Qué opinas, Señor Misión?
Ryuusei se quedó mirando la pantalla apagada antes de responder.
—El hombre intentó cambiar, pero al final, no pudo escapar de la violencia —murmuró, su voz cargada de un fatalismo amargo—. Intentó la redención, pero el mundo lo obligó a tomar de nuevo su espada. Tal vez algunas personas simplemente no pueden ser otra cosa… aunque lo intenten con toda su alma.
Aiko lo miró de reojo, como si entendiera que no hablaba solo del personaje. Ryuusei apoyó los codos sobre sus rodillas y entrelazó los dedos, mirando al suelo con una expresión difícil de descifrar.
—Toda su redención se basaba en la idea de que podía borrar lo que había hecho. Pero el mundo no olvida la sangre derramada. No importa cuánto intentes cambiar, el pasado te persigue. Y cuando llegue el momento, te obligará a tomar una decisión: aceptar la paz o volver a pelear. Él eligió pelear. ¿Cómo podría ser diferente para mí?
—¿Y tú? —preguntó Aiko, su voz suave—. ¿Qué elegirías, Ryuusei?
Ryuusei no respondió. No porque no supiera la respuesta, sino porque temía admitir que, al igual que el mercenario, él ya había elegido su espada.
Otro día, vieron La Sociedad de los Poetas Muertos. Al principio, Ryuusei parecía indiferente, pero cuando el profesor Keating hablaba de aprovechar el momento (Carpe Diem) y no dejarse encerrar por las reglas impuestas, algo en su mirada se encendió.
—¿Sabes? —dijo Aiko cuando terminó la película—. Me imaginaba que te burlarías de esto, pero no lo hiciste.
—Porque es cierto —respondió Ryuusei sin dudar—. Nos educan para obedecer, para seguir órdenes sin cuestionar. Nos dicen dónde ir, qué comprar, qué sentir. Pero si seguimos viviendo así, no somos diferentes a marionetas. Es lo que siempre han hecho los dioses y los tiranos.
Se quedó en silencio un momento antes de agregar, su voz bajando a un susurro lleno de propósito:
—Eso es lo que quiero destruir. No solo el poder de los que gobiernan, sino la idea de que las personas deben vivir bajo sus reglas sin opción a desafiarlo. Quiero que la gente sepa que puede tomar sus propias decisiones.
Aiko asintió lentamente. No era solo una guerra física. Ryuusei quería cambiar algo más profundo: la mentalidad de la gente.
Esa noche, cuando Aiko se quedó dormida, Ryuusei volvió a la azotea del hotel. Necesitaba aire. Necesitaba ordenar sus pensamientos. Miró hacia el cielo estrellado, sintiendo cómo el peso de sus propias ideas lo oprimía.
—¿Realmente se puede cambiar? ¿Puede la humanidad dejar de lado la violencia? —murmuró para sí mismo.
Las estrellas, inmutables y distantes, no respondieron. La humanidad llevaba siglos peleando las mismas guerras, cometiendo los mismos errores. ¿Era diferente su lucha? ¿O solo era otro ciclo más, otro intento fallido de romper algo que estaba condenado a repetirse?
Pensó en La Misión, en ese mercenario que había intentado encontrar la paz y terminó envuelto en la violencia. Pensó en La Sociedad de los Poetas Muertos, en la idea de desafiar lo establecido. Y, por primera vez, sintió que ambas películas hablaban de lo mismo: la imposibilidad de huir de uno mismo.
—Quizás la verdadera lucha no es contra el mundo —susurró el bastardo, una revelación silenciosa—. Quizás es contra el destino que el mundo quiere imponernos.
Por ahora, no tenía respuestas. Pero mientras pudiera pelear, mientras pudiera desafiar la sombra de la traición y la amenaza de la muerte, no dejaría de buscar una.
En la última noche antes de recoger los pasaportes, Ryuusei y Aiko fueron a un lugar especial: el santuario donde todo comenzó para Aiko, un lugar de consuelo en su vida anterior.
Era un sitio antiguo, escondido entre las calles secundarias de Tokio. Un pequeño templo con faroles de papel iluminando su entrada, silencioso y apartado del resto del mundo. Cruzaron la entrada en silencio. Aiko encendió un pequeño incienso y lo colocó en el altar. Ryuusei, en cambio, se quedó quieto, mirando las tablillas de deseos que colgaban de un árbol sagrado.
Aiko le extendió una tablilla y un marcador.
—Escribe algo —le dijo.
—¿Para qué? —preguntó él con escepticismo, su mirada rubia fría.
—Para dejarlo atrás —respondió ella con una seriedad que no admitía réplica—. Si de verdad quieres empezar de nuevo y honrar a los que perdiste, deja algo de ti aquí. Algo que puedas recuperar cuando todo esto termine.
Ryuusei miró la tablilla por unos segundos. Dejó de lado el escepticismo y escribió con trazos firmes, no un deseo, sino un juramento de sangre que resonaría en su alma:
"VOLVERÉ MÁS FUERTE. Y SU MUERTE SERÁ VENGADA."
Colgó la tablilla en una de las ramas, sin mirar atrás. Aiko escribió algo también, pero no dejó que él lo viera, sellando su propio secreto.
Se quedaron allí en silencio por un momento, hasta que Aiko tomó su mano con suavidad, un gesto de conexión que lo sacó de sus pensamientos más oscuros.
—La próxima vez que vengamos aquí, quiero que seamos diferentes —susurró.
Ryuusei no respondió. Pero, por primera vez en mucho tiempo, esperó con una intensidad brutal que sus palabras fueran ciertas.
Cuando salieron del santuario, el viento soplaba con una calma extraña. La noche era fría, pero no incómoda. Y con cada paso que daban, Ryuusei sentía que estaba dejando una parte de su pasado como "Heraldo Bastardo" atrás.
Porque cuando el sol saliera, los pasaportes estarían listos. Y su viaje al corazón de la locura en Alemania, recién comenzaría.
