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Chapter 64 - La Última Noche en Tokio

El cielo de Tokio brillaba con neones que parpadeaban en la noche, proyectando un reflejo ácido sobre el pavimento mojado. La ciudad nunca dormía, pero Ryuusei tampoco. Avanzaba por las calles como un fantasma entre la multitud, con el botín de su última incursión —el arsenal arcano robado a Lara (La Muerte)— bien oculto bajo su abrigo. Había pasado demasiado tiempo desde que tuvo un momento de descanso, pero esta noche, antes de su siguiente gran movimiento, se permitiría una pausa.

Cuando llegó al hotel, un edificio modesto en un barrio discreto, sus sentidos se agudizaron al extremo. No había señales de peligro inmediato. Ingresó al vestíbulo, y los Heraldos Comunes que habían estado cuidando de Aiko se pusieron en alerta al verlo. No lo atacaron, pero la tensión era palpable, una mezcla de resentimiento y respeto.

—Gracias por cuidar de Aiko —dijo Ryuusei con calma. No era algo que dijera a menudo, pero esta vez lo sentía.

Uno de los Heraldos, un hombre de complexión robusta y mirada fría que respondía al nombre de Kaito, cruzó los brazos.

—Nuestra señora nos informó que ya no son Heraldos Bastardos. Ya no estamos obligados a servirte —declaró Kaito, su voz áspera.

Las palabras cayeron como una sentencia. Ryuusei sintió un vacío extraño en el pecho. Había esperado esta respuesta, pero la confirmación lo golpeó. Miró a los Heraldos frente a él. Eran guerreros sin propósito ahora, piezas descartadas de un juego que no habían elegido jugar. Podían seguir adelante y olvidar todo, o podían construir algo nuevo.

Respiró hondo y dio un paso adelante, con la mirada firme pero la voz menos arrogante de lo habitual.

—Lo sé. Y tienen razón —admitió—. Ya no me deben nada. Ya no están atados a un juramento ni a una causa que no eligieron. Pero, ¿realmente creen que esta libertad es suficiente? ¿Que podrán simplemente desaparecer y vivir en paz? —Hizo una pausa, buscando sus ojos, uno por uno—. La Muerte les dio la libertad, sí, pero la libertad sin un propósito es solo otra prisión. Una celda hecha de incertidumbre y de la amenaza constante de ser cazados por los enemigos de su ex amo.

Los Heraldos intercambiaron miradas incómodas. Algunos se mostraban reacios, otros parecían considerar sus palabras con una mezcla de cinismo y esperanza. Ryuusei apretó los puños bajo el abrigo. La honestidad era su única moneda de cambio.

—Escuchen… No quiero que me sirvan como lo hacían con Lara. No quiero que se arrodillen ante mí. No quiero que me llamen amo. —Hizo una pausa, bajando ligeramente la cabeza, un gesto de vulnerabilidad que rara vez mostraba—. Solo quiero que crean en algo más que en la sombra de su pasado. No puedo prometerles un camino fácil. No puedo garantizarles que saldremos vivos de esto. De hecho, lo más probable es que muramos en el proceso, cazados por Aurion o por el ejército de Daichi. Pero lo que sí puedo prometerles… es que juntos seremos más que meros peones en un tablero de dioses y emperadores. Seremos los que cambien las reglas del juego.

El silencio se hizo pesado, cargado con el peso de innumerables decisiones. Kaito, el Heraldo que habló antes, resopló y cruzó los brazos con fuerza.

—Eres un bastardo orgulloso, Ryuusei… —dijo con voz áspera, una pizca de respeto reñido en su tono—. Pero quizás… no estás del todo equivocado. No hay un solo rincón en este mundo que no esté bajo la vigilancia de algún dios o de algún tirano.

Hubo murmullos entre ellos. Algunos aún dudaban. Ryuusei tragó saliva y, por primera vez en mucho tiempo, habló con una honestidad absoluta.

—Les estoy pidiendo que me sigan. No por miedo. No por promesas vacías de gloria o poder. Les estoy pidiendo que luchen por un propósito que sea suyo. Por ustedes mismos. Por el derecho a escribir su propia historia. —Su voz tembló ligeramente por la fuerza de la emoción contenida—. Y si no quieren hacerlo, si de verdad creen que es mejor seguir otro camino… entonces váyanse. No los culparé. Su vida es suya.

El silencio pareció eterno. Luego, Kaito dio un paso adelante, un movimiento firme que selló su decisión.

—…Eres un idiota, pero al menos eres nuestro idiota —dijo con una media sonrisa sombría.

Otro Heraldo más avanzó. Luego otro. Y otro. Hasta que, uno a uno, todos asintieron con la cabeza. No era una promesa de lealtad ciega, ni un juramento de servidumbre. Era una elección. Una alianza nacida de la necesidad mutua y el desprecio compartido por el sistema.

Ryuusei cerró los ojos un segundo y dejó escapar un suspiro silencioso. No era una victoria total… pero era el primer ladrillo en la construcción de su propio club de rebeldes.

Con una ligera sonrisa de satisfacción, Ryuusei se dirigió a la habitación donde Aiko descansaba. Cuando entró, vio su figura dormida bajo la tenue luz de la luna. Se acercó con cuidado y se sentó en el borde de la cama.

Aiko abrió los ojos lentamente, su mirada aún somnolienta pero alerta.

—¿Ryuusei…? ¿Qué pasó?

Él suspiró y le explicó todo lo ocurrido: Su escape, lo que robó (el arsenal arcano, el mapa de la tortuga fortaleza), el trato con Lara y la profecía, y finalmente, la elección de los Heraldos. Aiko lo escuchó en silencio, su expresión pasando del asombro a la incredulidad. Cuando terminó de hablar, ella se frotó los ojos y suspiró con ese humor seco que lo caracterizaba.

—Siempre que desapareces, regresas con una historia más loca que la anterior. Por cierto, ¿ahora la Muerte tiene nombre y se llama Lara? Eso sí que es nuevo.

Ryuusei rió entre dientes.

—Al menos nunca te aburres. Y sí, es Lara ahora.

Ella negó con la cabeza y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió de verdad, aceptando la locura como su nueva normalidad.

Durante los siguientes días, Ryuusei cuidó de Aiko mientras ella se recuperaba. Compartieron comidas sencillas, hablaron sobre el futuro incierto, y en un intento por distraerse, comenzaron a ver películas de la vieja era. Una en particular atrapó la atención de Ryuusei: El Club de la Pelea.

Mientras la película avanzaba, Ryuusei sintió que algo dentro de él encajaba con la filosofía nihilista de Tyler Durden. La sociedad estaba podrida. La gente vivía esclavizada por sistemas invisibles. Se aferraban a trabajos que odiaban para comprar cosas que no necesitaban. Vivían con la ilusión de libertad, sin darse cuenta de que sus cadenas eran más sutiles, pero igual de fuertes que las de los Heraldos.

Ryuusei nunca había sentido que pertenecía a ese mundo. Pero ahora, comprendía algo más profundo: no quería pertenecer a él. No quería ser parte del engranaje. No quería ser otra pieza más en un sistema diseñado para controlar y reprimir, ya sea por Aurion o por las entidades cósmicas. Quería ser el agente de su propio caos.

Cuando la película terminó, Aiko lo miró con una ceja levantada.

—Esa mirada… —dijo ella con una ligera sonrisa—. ¿Qué estás pensando, bastardo?

Ryuusei no respondió de inmediato. Miró la pantalla negra del televisor, su reflejo apenas visible en la penumbra de la habitación.

—Que tenemos que desaparecer del mapa por un tiempo —respondió con una sonrisa ladeada, pero su tono era más serio de lo habitual—. Y que el primer paso para cambiar el mundo es dejar de seguir las reglas.

Aiko parpadeó lentamente y se acomodó en la cama.

—No pienses demasiado, Ryuusei. A veces solo es una película —susurró antes de quedarse dormida.

Pero para él, no lo era. Se levantó en silencio y salió de la habitación. Subió hasta la azotea del hotel, donde la brisa nocturna soplaba con suavidad. Tokio se extendía ante él, una jungla de luces y acero.

Alzó la vista a las estrellas.

—Los humanos creen que son el centro de todo —murmuró—. Peleamos, destruimos, buscamos significado en la nada. Pero ahí arriba… nada de eso importa. Creció creyendo que debía luchar para encontrar su lugar en el mundo, pero ¿y si su verdadera libertad no estaba en ganar una guerra, sino en dejar de jugar el juego?

Se quedó allí, en silencio, dejando que el viento le despeinara el cabello negro. La Muerte —Lara— le había dado una lista, pero él escribiría el guion.

Al día siguiente, Ryuusei se puso en marcha. Necesitaba dos cosas: una nueva identidad y un nuevo rostro que no fuera reconocido por las cámaras de seguridad de Aurion ni por los espías de Daichi. Entró a una peluquería y pidió un cambio radical. Dos horas después, su cabello negro había desaparecido, reemplazado por un rubio dorado platino que le daba un aire completamente distinto, más desafiante y menos sombrío.

Satisfecho, se dirigió a una oficina clandestina donde los criminales conseguían documentos falsos. Allí, con una mezcla de amenazas y chantaje sutil, logró asegurarse pasaportes falsos para él y para Aiko.

El hombre que hacía los pasaportes aceptó a regañadientes, temblando ante la intensidad del joven.

—Tomará dos semanas —dijo con voz grave, evitando el contacto visual.

Ryuusei sonrió, sus nuevos ojos dorados brillando bajo el cabello rubio.

—Perfecto. Tengo tiempo para divertirme un poco.

Las siguientes dos semanas fueron inusualmente tranquilas para él y Aiko. Se permitieron vivir como personas normales por un breve instante. Pasearon por la ciudad, probaron comidas que nunca antes habían disfrutado, compraron ropa nueva e incluso se permitieron momentos de pura estupidez, como gastar dinero en un salón de juegos o hacer competencias de quién podía comer más takoyaki sin quemarse la lengua.

Pero su tregua autoimpuesta terminó.

—Aiko, antes de seguir divirtiéndonos, debemos hacer algo importante —dijo Ryuusei con el rostro serio—. Volver a nuestra antigua mansión y encontrar a nuestros mayordomos. Necesitan un entierro digno.

Dos días después, llegaron a la mansión, ahora en ruinas.

El viento soplaba con una quietud fúnebre cuando Ryuusei y Aiko llegaron a los restos. Lo que una vez había sido un refugio, una fortaleza, ahora no era más que escombros carbonizados y muros desplomados. El aroma a ceniza aún persistía en el aire, mezclado con el rastro amargo de la traición y la muerte.

Los Heraldos que lo habían seguido en su causa se mantenían en silencio, esperando órdenes. Kaito y los demás sentían la tensión del lugar, el peso de la lealtad rota.

Ryuusei se quedó allí, de pie entre las ruinas, observando los cuerpos cubiertos por polvo y sangre seca. Su mandíbula estaba tensa. No había gritos, ni gemidos de agonía. Solo un sepulcral silencio.

Aiko bajó la mirada, mordiendo su labio con culpa. Sabía lo que significaba este lugar para él. Sabía que, aunque Ryuusei nunca lo admitiría en voz alta, esto dolía profundamente.

—Empezaremos a recogerlos —dijo Kaito, rompiendo el mutismo con voz grave, dándole un objetivo tangible al dolor.

Ryuusei asintió sin decir palabra. Se agachó y, con movimientos calculados pero respetuosos, comenzó a retirar los escombros sobre los cuerpos de sus mayordomos. Ellos no eran soldados. No eran asesinos. Solo personas que habían decidido servirlo con lealtad. Y él los había fallado.

Aiko y los Heraldos hicieron lo mismo, retirando con cuidado los cuerpos de los sirvientes caídos. A pesar del peso de la situación, el trabajo continuó en un silencio solemne, interrumpido solo por el crujido de los escombros. Cada cuerpo recuperado era colocado con dignidad, alineado con el respeto que merecían.

Cuando el último fue encontrado, Ryuusei se puso de pie. Su mirada recorría cada rostro sin vida, cada expresión congelada en el tiempo. Respiró hondo, sintiendo un nudo en la garganta, pero lo tragó. No podía permitirse llorar. No ahora.

Dio un paso al frente y habló, su voz firme, pero con una carga de emociones que rara vez dejaba ver.

—Ustedes no eran guerreros. No tenían la obligación de morir aquí, y sin embargo, su lealtad los trajo hasta este final. No fui un buen amo para ustedes, porque un buen amo protege a los suyos. Y yo… no pude hacerlo. —Su mandíbula se tensó con rabia—. No les devolveré la vida, pero les prometo algo: cuando vuelva a levantarme, cuando el mundo sepa de mí otra vez, su sacrificio no será olvidado. Su muerte será la justificación de mi guerra.

Se quedó en silencio unos segundos más. Luego, con un gesto casi reverente, cerró los ojos y se inclinó levemente en señal de despedida.

—Nos vamos —murmuró.

Los Heraldos asintieron y, en un acto de reconocimiento y nueva lealtad, hicieron lo mismo antes de empezar a enterrar los cuerpos. No una fosa común, sino tumbas individuales, con piedras marcando cada uno de sus nombres. Porque ellos lo merecían.

Cuando todo terminó y la última pala tocó el suelo, Ryuusei se giró hacia las ruinas una última vez. No había más que hacer aquí.

—Cuando regrese —susurró, más para sí que para los demás—, lo haré con más fuerza de la que nunca tuve.

La calma de los siguientes siete días, mientras esperaban los pasaportes falsos, fue la calma que precede a la tormenta. Pero su última gran travesura no sería solo un simple grafiti, sino una declaración abierta al mundo.

Compraron decenas de latas de pintura en aerosol y se dirigieron a la Torre Azabudai Hills, el edificio más alto y moderno de Tokio. No era solo un símbolo de la ciudad, sino un emblema del poder y el orden que tanto despreciaban.

Cuando llegaron a la cima, la ciudad se extendía bajo sus pies, brillante y caótica. Ryuusei observó el horizonte con una sonrisa desafiante antes de destapar una de las latas de pintura negra.

—Si vamos a hacerlo, lo haremos a lo grande —dijo, y sin dudarlo, comenzó a escribir.

Las letras eran gigantescas, imposibles de ignorar incluso desde la distancia. Con trazos firmes y seguros, Ryuusei plasmó su mensaje, una mezcla de burla y promesa:

"RYUUSEI SE VA DE VACACIONES, PERO REGRESARÁ POR TODO."

Aiko rió y agregó debajo con letras igualmente enormes, sellando su complicidad:

"NOS VEMOS PRONTO, TOKIO."

El resultado era impactante. No era un simple vandalismo; era una provocación, un aviso, una declaración de guerra. Sabían que esto no pasaría desapercibido.

A la mañana siguiente, Tokio despertó con la noticia estampada en todos los canales y redes sociales. Las imágenes del gigantesco mensaje en la Torre Azabudai Hills se volvieron virales en cuestión de horas. Los reporteros estaban enloquecidos. Ryuusei y Aiko ya eran conocidos como terroristas en Japón, asociados a la destrucción y al desafío a Aurion.

—Los criminales conocidos como Ryuusei y Aiko han dejado un mensaje que ha estremecido a la nación —informaba una reportera con el rostro tenso, la imagen de la torre detrás de ella—. Este mensaje, un desafío directo al gobierno y a las fuerzas que los persiguen, ha llevado a las autoridades a reforzar la vigilancia. ¿Qué significan estas palabras? ¿Es una amenaza de su regreso?

Las redes sociales ardían. Algunos los llamaban traidores. Otros, en cambio, los veían como figuras de resistencia, aquellos que se atrevieron a desafiar a los gigantes del poder. Pero entre la confusión, había algo claro: Ryuusei estaba vivo. Y tenía algo planeado.

Desde la ventana del hotel, Ryuusei y Aiko observaban las noticias con una mezcla de satisfacción y expectación, mientras sostenían en sus manos los nuevos pasaportes falsos.

—¿Crees que se exageraron? —preguntó Aiko con una sonrisa burlona.

Ryuusei se cruzó de brazos, observando la torre en la pantalla.

—No. Esto es solo el prólogo. —Su mirada se tornó más intensa—. Lo mejor aún está por venir.

Y con eso, se dieron la vuelta y desaparecieron en la multitud. El mundo podía arder en debates y miedo.

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