Los túneles subterráneos eran un laberinto de humedad, hedor y muerte. Cada gota de agua que caía desde las tuberías oxidadas resonaba en el silencio, acompañada por el eco de sus propias pisadas. El aire estaba impregnado de un aroma a moho, carne en descomposición y algo más, algo metálico que arañaba la garganta con cada respiración: el olor a hierro de la sangre coagulada.
Ryuusei y Aiko avanzaban con la respiración contenida, sintiendo la presión en el pecho con cada paso. Sus sombras bailaban en las paredes a la luz intermitente de las farolas moribundas, proyectando figuras fantasmales. Sus trajes de gala estaban destrozados, cubiertos de sangre y agua sucia.
—Nos están siguiendo —susurró Aiko, aferrando la empuñadura de su espada con fuerza.
—Lo sé —murmuró Ryuusei, clavando sus ojos en la oscuridad del pasillo frente a ellos—. Pero no son los héroes. Son ellos.
Un escalofrío recorrió la espalda de Aiko. No necesitaba que Ryuusei mencionara los nombres. Eran los Heraldos de la Muerte, la élite que la Soberana había desatado sobre ellos.
Un sonido viscoso y lento resonó detrás de ellos. Algo goteaba. Algo pesado. Algo que olía a sangre y putrefacción.
—Están aquí —susurró Ryuusei, girándose con sus martillos en alto.
Desde las sombras emergió la figura grotesca de un heraldo, el líder del grupo. Su cuerpo estaba cubierto de carne desgarrada y suturada, con partes de otros cuerpos adheridas a él como si fueran trofeos. Dientes humanos sobresalían de sus brazos en un patrón caótico, y ojos aún parpadeantes estaban incrustados en su torso. Su rostro era una mueca torcida de locura, sus ojos negros brillaban con un hambre insaciable.
Y no venía solo. Docenas de Heraldos Negros lo rodeaban, sus siluetas deformadas por mutaciones impías. Algunos tenían brazos extras que brotaban de sus espaldas, otros poseían bocas llenas de dientes afilados en lugares donde no deberían haberlas. Uno de ellos tenía un vientre hinchado y abierto, de donde colgaban intestinos enredados en cadenas oxidadas, un horror biomecánico que desafiaba la biología mortal.
—Mierda… —murmuró Aiko, desenvainando su espada.
—Mueran lentamente… —gruñó el heraldo principal, relamiéndose los labios desgarrados.
El ataque fue instantáneo. Un heraldo saltó sobre Ryuusei con garras afiladas. Él lo interceptó con un martillazo brutal en el rostro. El cráneo explotó en una lluvia de sesos, fragmentos óseos y dientes que volaron en todas direcciones. El estruendo resonó, un eco de muerte amplificado por el túnel de concreto.
Otro intentó abordarlo desde el costado, pero Ryuusei se teletransportó detrás de él y le incrustó ambas dagas en la nuca. El heraldo convulsionó violentamente antes de desplomarse al suelo, gorgoteando mientras su propia lengua se enredaba en su tráquea desgarrada.
Aiko, por su parte, danzaba entre los enemigos con una frialdad letal. Su espada de Heraldo se movía con rapidez, cortando miembros y troncos con precisión quirúrgica, a pesar de la restricción de los túneles. Uno de los heraldos intentó alcanzarla con una enorme mandíbula que se abría en su estómago, pero ella le cercenó la cabeza con un solo movimiento. El cuerpo colapsó, pero la boca de su torso siguió mordiendo al aire, emitiendo chasquidos enfermizos hasta que finalmente quedó inerte, la sangre negra esparciéndose en el agua sucia.
La sangre cubría los muros. La carne colgaba en jirones de las armas de los hermanos. Ryuusei destrozó el tórax de un enemigo con un golpe descendente de su martillo, haciendo que el torso se abriera como una fruta podrida, esparciendo vísceras calientes por el suelo. Un heraldo sin ojos se lanzó sobre él, gimiendo con una docena de lenguas que se deslizaban desde su boca desgarrada. Ryuusei le partió el cráneo en dos con un golpe seco, y un chorro de materia encefálica se derramó sobre sus botas.
Aiko decapitó a dos heraldos en un solo giro, pero uno la tomó desprevenida y hundió sus dedos ganchudos en su costado. Ella gruñó de dolor antes de girar su espada y atravesarle la garganta, dejando que se ahogara en su propia sangre espesa y negruzca. El corte fue superficial, pero la herida de Aiko, tardaría en curar, agotando sus reservas.
—No podemos seguir así —gruñó Ryuusei, clavando un martillo en el pecho de otro enemigo, aplastándolo hasta convertirlo en pulpa. El sonido de huesos triturándose y órganos reventando llenó el túnel—. Son demasiados y están mutando para adaptarse al entorno.
Aiko jadeó, con el rostro cubierto de la sangre de sus enemigos.
—Entonces acabemos con esto rápido.
De repente, un chillido perforó el aire. Un heraldo, el más alto de todos, avanzó entre los cuerpos destrozados. Su piel era pálida como la cera, y sus ojos, completamente blancos, reflejaban la locura de alguien que ya no era humano. Su mandíbula estaba desencajada, revelando una boca llena de dientes afilados como agujas. Levantó una enorme hacha hecha de huesos, cubierta de rostros agonizantes que parecían gemir en el silencio.
—Ryuusei… —murmuró Aiko, dando un paso atrás.
—Lo veo. Es un ejemplar de alto nivel.
El heraldo abrió su boca. Y entonces, con una voz distorsionada y gutural, dijo una sola palabra.
—Mueran.
El hacha cayó con una velocidad absurda. Ryuusei apenas tuvo tiempo de rodar a un lado antes de que el filo impactara el suelo y partiera el concreto en mil pedazos. La onda de choque los lanzó a ambos por los aires, pero el impacto de la herramienta cósmica del heraldo era un claro mensaje: la Muerte no estaba jugando.
Ryuusei se levantó, escupiendo sangre que no era suya. Miró el techo del túnel. Podía sentir las vibraciones de la superficie. Sabía que Aurion y Arcángel estaban barriendo Tokio, y que era solo cuestión de tiempo antes de que sus poderes divinos penetraran el subsuelo. Estaban atrapados entre la ira cósmica y la justicia mortal.
—Se acabó, Aiko —dijo Ryuusei con voz grave—. La Muerte sabía que no íbamos a dormir. Sabía que nos prepararíamos para ir a verla. Este ataque fue su retraso táctico.
Aiko se reincorporó, su mano presionando su costado herido.
—Ella no quería que la confrontáramos. Quiere que sigamos jugando en su tablero, enfrentando a sus peones y a los héroes.
—Exacto. Pero la única manera de detener esta cacería es sacarnos del tablero por completo, o al menos, cambiar las reglas. Tenemos que forzar esa audiencia.
Ryuusei volvió a concentrar su energía. El heraldo mutante rugía y avanzaba, levantando el hacha de hueso.
—No vamos a morir aquí, Aiko. No por el capricho de un ser superior.
Ryuusei usó un destello de su teletransportación para aparecer brevemente frente al heraldo y estampar una daga en su mandíbula. Fue un golpe de distracción. Regresó inmediatamente junto a Aiko, la energía de la Singularidad ya vibrando, forzando la apertura de un nuevo portal.
—¡Sujétate! —gritó Ryuusei.
El aire se desgarró con un sonido seco, y un vórtice de oscuridad, pequeño y precario, se abrió justo al lado de ellos, desafiando el ataque entrante del heraldo. No era el portal formal de su mansión, sino un corte desesperado a través de la realidad.
—No caerían aquí. No esta noche. —murmuró Ryuusei.
Antes de que el heraldo mutante pudiera lanzar su golpe final, Ryuusei y Aiko se arrojaron al precario agujero negro, dejando atrás el hedor de las alcantarillas y el caos de Tokio, con la intención fija de presentarse, sin invitación y a la fuerza, ante el trono de La Muerte.
