La Muerte se reclinó en su trono, su oscura silueta envuelta en una niebla espectral que danzaba a su alrededor como si tuviera voluntad propia. Su expresión era la de un niño que está a punto de abrir un nuevo juguete. En su trono de obsidiana, sus ojos sin pupilas reflejaban la realidad misma deformándose ante su presencia.
—Bueno… ya les hemos enviado muchos regalos a Aiko y Ryuusei. Pero… ¿no sería más divertido llevarlo un poco más lejos? —su voz resonó en la enorme sala, cargada de diversión maliciosa.
Frente a ella, cientos de figuras se arrodillaron. Eran los Heraldos Comunes, su ejército fiel, pero esta vez no serían simples soldados. No. Se trataba de quinientos Heraldos de nivel súper entrenado. Verdaderas máquinas de destrucción, forjadas en los fuegos del infierno. Sus armaduras negras parecían devorar la luz misma, y sus ojos brillaban con un resplandor carmesí, carentes de humanidad.
—Vayan. —La Muerte chasqueó los dedos, y una oleada de energía oscura se expandió como una tormenta. —Busquen a esos dos. Que esta noche… sea inolvidable para ellos.
Los Heraldos se desvanecieron en un parpadeo, dejando tras de sí un silencio inquietante. La Cacería había comenzado.
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Era una noche tranquila. Ryuusei y Aiko descansaban en su Mansión, cubiertos apenas con pijamas holgados. La adrenalina de las últimas peleas todavía vibraba en sus cuerpos, pero en ese instante disfrutaban de un raro momento de paz.
—Parece que por fin tendremos una noche tranquila… —murmuró Ryuusei, dejándose caer en el sofá.
Y entonces, como si el universo los estuviera castigando por su ingenuidad, el techo explotó en mil pedazos.
El estruendo fue ensordecedor. Fragmentos de concreto y madera llovieron sobre ellos, mientras el polvo llenaba el aire. Antes de que pudieran reaccionar, docenas de figuras vestidas con armaduras oscuras cayeron desde el cielo como meteoritos.
—¡Buenas noches, bastardos! —gritó uno de los heraldos con voz burlona—. ¡La Muerte les manda saludos!
Ryuusei se incorporó con una mueca de fastidio.
—¿Ni siquiera nos dejan dormir tranquilos?
Aiko suspiró, tomando su espada del Heraldo Negro.
—Al menos así despertamos bien.
La Mansión estaba protegido por mayordomos de élite, pero no sirvió de nada. Antes de que pudieran reaccionar, los Heraldos masacraron a los sirvientes con una brutalidad inhumana. Sangre y vísceras cubrieron las paredes mientras las sombras de los asesinos danzaban en la penumbra. Un mayordomo intentó empuñar su espada, pero su cabeza rodó antes de que pudiera siquiera parpadear. Otro fue partido en dos con un solo tajo de una guadaña negra, su cuerpo cayendo con un sonido sordo sobre el suelo empapado de sangre.
Su hogar, antes acogedor, se convirtió en un matadero.
Pero Ryuusei y Aiko no se quedaron de brazos cruzados.
La batalla estalló en un frenesí de sangre y acero. A pesar de estar en pijama, demostraron por qué eran los más temidos.
Ryuusei tomó su martillo y lo estrelló contra el suelo. Una onda de choque envió a varios heraldos por los aires, quebrando huesos en el impacto. Aiko se deslizó entre los enemigos, su espada cortando carne y armaduras con precisión quirúrgica.
Los gritos de dolor se mezclaban con el sonido del metal chocando. Pero los heraldos eran muchos. Demasiados.
Y entonces, el caos alcanzó un nuevo nivel.
De entre los Heraldos, una figura descomunal emergió. Un Heraldo Negro gordo, con músculos tan gruesos como columnas de piedra.
—¡Hora de un pequeño viaje!
Con una velocidad que no correspondía a su tamaño, atrapó a Aiko y Ryuusei con una fuerza aplastante y, con un rugido bestial, los lanzó al cielo.
Ambos volaron como proyectiles. El viento rugía a su alrededor, mientras el paisaje se distorsionaba.
—¡MALDITO GORDO! —gritó Ryuusei mientras intentaba estabilizarse en el aire.
Aiko, en cambio, solo suspiró.
—Al menos ya no tenemos que limpiar la casa…
Segundos después, impactaron en pleno centro de Tokio.
El choque fue un cataclismo. La tierra tembló. Autos fueron destrozados. Postes de luz explotaron. El caos era absoluto.
La gente gritó y corrió en todas direcciones.
Y las cámaras de las noticias lo captaron todo.
El asfalto se rompió bajo sus cuerpos, los automóviles explotaron en llamas y postes de luz se doblaron como papel.
Los gritos de pánico se elevaron de inmediato. La gente corrió en todas direcciones, mientras las sirenas de la policía resonaban en la distancia.
En cuestión de minutos, las cámaras de las noticias captaron la escena.
Las pantallas de todo el país mostraban imágenes en alta definición: dos figuras ensangrentadas emergiendo de los escombros, con ojos fríos y desafiantes.
La reportera, con el rostro pálido, intentó mantener la compostura.
—¡Estamos en Tokio, donde dos individuos peligrosos han sido vistos atacando la ciudad! Se cree que estos criminales son los responsables de la masacre en el callejón de hace unos meses atrás…
Las imágenes mostraban a Ryuusei aplastando heraldos con su martillo sin piedad, mientras Aiko cortaba con precisión letal. Para los espectadores, no había contexto. Solo violencia sin sentido.
El caos se propagó como fuego.
Y entonces, la noticia llegó a los oídos equivocados.
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En una casa apartada, una pareja de mediana edad miraba la televisión con expresión de desconcierto.
Las imágenes en la pantalla mostraban a los dos jóvenes luchando brutalmente contra enemigos invisibles para el ojo del público.
El hombre frunció el ceño.
—Oye, querida… ¿no es aquel joven que vimos hace meses atrás?
Su esposa lo miró con sorpresa.
—¿El chico de cabello oscuro? Ahora que lo mencionas… sí, se parece mucho.
Un silencio incómodo llenó la sala.
—Al parecer es un criminal.
La mujer se estremeció.
—Qué horror…
(No recordaban a su propio hijo.)
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Mientras la transmisión en vivo sacudía a la nación, los héroes más poderosos del mundo vieron las imágenes con ojos serios.
En una sala de conferencias secreta, los rostros de los altos mandos estaban sombríos.
—Si esos dos siguen sueltos, el daño será irreparable —dijo un héroe veterano, cruzando los brazos.
Otro héroe, más joven, apretó los dientes.
—No podemos permitirlo.
La orden fue dada. Ryuusei y Aiko eran ahora enemigos del mundo.
—¡Estamos en Shibuya, donde dos individuos extremadamente peligrosos han sido vistos atacando la ciudad! Se cree que estos criminales son los responsables de la brutal masacre en el callejón hace unos meses…
El caos se propagó como fuego.
Desde el horizonte, una luz dorada estalló como un amanecer antes de tiempo. Un resplandor sagrado iluminó las ruinas, y una figura imponente descendío del cielo. Su armadura relucía con reflejos dorados, y su capa ondeaba con un aire de autoridad incuestionable.
Los Heraldos, que hasta hace un momento parecían invencibles, se encogieron con cautela. Algo en la presencia de aquel ser los aterrorizaba más que la muerte misma.
Aurion, el Guardián Supremo, había llegado.
El aire vibró con su voz, que resonó como un trueno desgarrador.
—¡Deténganse ahora mismo!
Aiko intercambió una mirada con Ryuusei.
—Esto se puso peor.
Antes de que Ryuusei pudiera responder, otra luz descendió del cielo, envolviendo la escena en un resplandor celestial.
Un par de alas de luz resplandeciente se abrieron con majestuosidad. Arcángel, el Guerrero Celestial, aterrizó con su lanza divina en la mano, su mirada llena de juicio inquebrantable.
—La voluntad superior ha hablado —sentenció con voz gélida—. Quienes esparcen el caos deben enfrentar la justicia.
La tensión era insoportable.
Aurion levantó una mano y una energía invisible los oprimió de inmediato. La presión era brutal. El suelo bajo sus pies se resquebrajó.
Pero antes de que pudiera lanzar su golpe final, un nuevo estruendo rasgó la noche.
Los Heraldos, quienes habían permanecido en las sombras esperando su momento, se reagruparon en masa. Una tormenta oscura de energía maligna se expandió desde los rascacielos, formando un mar de enemigos que se abalanzó sobre los héroes sin advertencia.
Aurion chasqueó la lengua.
—Insectos.
Con un solo movimiento de su mano, una explosión de luz despedazó a docenas de Heraldos al instante.
Arcángel, con una expresión inmutable, elevó su lanza al cielo. Un destello cegador surgió de ella antes de que la lanzara con una fuerza devastadora. La lanza atravesó filas enteras de Heraldos, desgarrando cuerpos como si fueran de papel.
El caos se había desatado.
Ryuusei y Aiko se miraron. Sabían que si no escapaban ahora, su destino estaba sellado. Aprovechando la distracción de los héroes, Ryuusei usó su martillo para abrir una brecha en el asfalto y lanzarse a las alcantarillas. Aiko lo siguió sin dudarlo.
Desde las alturas, Aurion frunció el ceño.
—No llegarán lejos.
Arcángel, sin apartar la vista del enfrentamiento, asintió lentamente.
—La cacería apenas comienza.
En la oscuridad de los túneles subterráneos, Ryuusei y Aiko jadeaban, sus cuerpos exhaustos pero sus mentes en alerta.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Aiko.
Ryuusei apretó los puños, su expresión endureciéndose.
—Sobrevivir. Y encontrar la forma de hacer que este mundo escuche la verdad.
El hedor y la humedad los envolvieron de inmediato. El agua sucia salpicaba bajo sus pisadas apresuradas.
—Nos buscan los héroes más poderosos del mundo. Si nos atrapan, nos ejecutarán sin dudarlo.
—Entonces que vengan —respondió Ryuusei con una sonrisa desafiante—. Porque esta historia aún no termina.
Las sombras de los túneles los envolvieron. Afuera, en la superficie, la caza había comenzado.
