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Chapter 52 - La Cacería de los Heraldos

La caída había sido brutal, no solo física sino existencial. El abismo, lejos de aniquilarlo, lo había escupido en el lugar más sucio y caótico de Tokio: un submundo de callejones oscuros, neón parpadeante y el hedor a pescado rancio y vicios humanos. Daichi se encontró tirado en el suelo, con el 30% restante de sus bienes cósmicos como única compañía: una pequeña bolsa de monedas de deuda y acceso limitado a cuentas secretas. El rechazo de La Muerte ardía en su pecho.

—Prefiero al bastardo de Ryuusei antes que a ti, un perdedor.

Las palabras resonaban, un mantra de agonía. Su cuerpo, aunque regenerado, se sentía pesado, contaminado por el polvo mortal.

Pero Daichi no era solo un hombre. Era un depósito de odio. Y el odio, en el bajo mundo, es una moneda fuerte.

Rápidamente se puso en pie. Ignoró las miradas de los drogadictos y los matones callejeros que lo veían como una presa fácil. Su figura, magullada pero con una intensidad homicida en los ojos, los disuadió al instante.

Se movió con la eficiencia que lo había convertido en el Heraldo más temido en vida. Usó lo poco que tenía. Primero, dinero físico para comprar una identidad nueva y limpia. Segundo, sus contactos. Los recursos que La Muerte le había dejado (ese cruel 30%) eran suficientes para comprar lealtades, no de heraldos cósmicos, sino de hombres y mujeres que se vendían al mejor postor.

Encontró su refugio bajo la estación de Shibuya, en un bunker abandonado que solía ser un club ilegal. En ese agujero infecto, la nueva Corte del Desterrado comenzó a tomar forma.

Daichi no tenía su ejército de Heraldos Negros que había suplicado a La Muerte. Pero había reclutado algo más visceral: una milicia de desesperados.

Su "ejército" estaba compuesto por una amalgama de:

Heraldos Menores Desclasificados: Aquellos que habían sido expulsados de sus funciones por incompetencia, que no tenían lealtad a la Muerte, solo a quien les pagara y les ofreciera una causa.

Mercenarios con Poderes Rudimentarios: Hombres y mujeres con habilidades de baja intensidad, pero con entrenamiento militar y una sed insaciable de violencia.

Seguidores Personales: Algunos le eran leales por miedo, otros por la promesa de gloria en el derrocamiento de los "Bastardos".

En el centro del bunker, Daichi se paró sobre una caja de municiones, su figura proyectando una sombra ominosa sobre sus seguidores. Llevaba ropa de combate simple, sin los ornamentos de un Heraldo de alto rango.

—Escúchenme bien, perdedores —espetó, su voz cargada con la bilis del rechazo—. La Muerte me ha negado su favor. Me ha arruinado. Me ha humillado ante los ojos del cosmos. Pero me ha dado una oportunidad.

Un mercenario, cuyo brazo temblaba al sostener un rifle, se atrevió a preguntar: —¿Oportunidad, señor? Nos dijeron que estábamos atacando al Heraldo del Caos, Ryuusei. Él es una locura.

—Sí, una locura que es la favorita de La Muerte —escupió Daichi—. Ella me dio lo suficiente para contratarlos a ustedes. ¿Saben por qué? Porque mi venganza será el entretenimiento. Ella quiere ver a su campeón, Ryuusei, ser forjado en la adversidad. Y yo seré esa fragua. Seré el némesis que lo destruya.

Daichi levantó el puño.

—Ryuusei y esa perra de Aiko me robaron mi vida, mi honor, y el 70% de mi existencia. Ahora, ellos están en la mansión, creyendo que son intocables, bañándose en mi dinero.

El ambiente se encendió con la promesa de sangre y saqueo.

—Ellos tienen el 70%. Nosotros vamos por el 100%. Y si morimos, morimos como hombres, no como juguetes de la eternidad.

El grito de guerra fue ensordecedor. Daichi tenía su ejército, un ejército forjado en la desesperación y la promesa de venganza.

Daichi caminó hacia una mesa táctica, desplegando un mapa detallado de la mansión de Ryuusei. Su mente, liberada de la pomposidad de la jerarquía celestial, era ahora una máquina calculadora de pura eficiencia.

—Ryuusei está roto. La tortura a la que me sometió lo destrozó por dentro. Él está sumido en la culpa, intentando limpiarse de la sangre. Es vulnerable. Aiko es la mente, él es el poder desestabilizado.

Daichi señaló un punto en el mapa.

—Nuestro ataque será mañana al amanecer. Necesitamos ser rápidos, brutales y desaparecer antes de que los otros Heraldos se involucren.

Les entregó a sus hombres planos detallados: cómo anular los sistemas de seguridad externa (que Aiko aún no habría mejorado completamente), cómo evitar el patrón de teletransportación de Ryuusei (que solo se activaba con el caos masivo) y cómo aislar a Aiko.

—El objetivo es Ryuusei. Lo quiero vivo, pero roto. Sufrirá la misma humillación que yo. Y Aiko... bueno, Aiko merece un final más rápido, pero no menos doloroso.

La rabia de Daichi era palpable. No era solo por el dinero; era por el amor que La Muerte le había negado.

—Yo iré por el bastardo. El resto de ustedes, aseguren la mansión. No quiero un solo testigo. Y si alguien pregunta... que sepan que esto es una declaración de guerra. El orden que La Muerte quería preservar, acaba de romperse por su propia mano.

Daichi miró el cielo oscuro de Tokio. Mañana al amanecer, el juego de La Muerte se volvería violento, y Ryuusei descubriría el verdadero costo de la debilidad. El desterrado regresaba, no como un Heraldo, sino como la personificación del resentimiento cósmico.

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