La risa de los heraldos fue estruendosa, cruel, un coro de regocijo. Era la humillación perfecta. La Muerte se recostó, satisfecha con el espectáculo, lista para cerrar la escena y reanudar sus juegos.
Fue entonces, en la cúspide de su miseria y humillación forzada, que Daichi encontró una fuerza más allá del odio. Alzó la cabeza con un movimiento espasmódico, sus ojos inyectados de sangre y una emoción febril.
—¡Mi señora, yo... yo la amo!
El eco de sus palabras pareció congelar el universo. El silencio que siguió fue absoluto, tan denso y pesado que se sentía como una condena.
Las copas y los dados cayeron al suelo por la conmoción de los heraldos, sus miradas incrédulas clavadas en Daichi. Las sombras que danzaban en los muros del trono se detuvieron abruptamente, como si la existencia misma se hubiera suspendido ante la blasfemia emocional.
La Muerte parpadeó. Su expresión, antes divertida, burlona y condescendiente, se deformó en una mueca de absoluto asco, como si el concepto del amor mortal fuera un veneno rociado en su reino.
—¿Perdón? —Su voz era un murmullo helado que prometía aniquilación.
Daichi, enceguecido por su desesperación y locura, avanzó un paso.
—¡Sí, lo he sentido todo este tiempo! ¡Usted es la perfección encarnada! ¡Usted es el orden, la verdad, el único propósito! ¡Desde el momento en que la vi, supe que estaba destinada a ser mi reina, mi diosa... mi todo! ¡Ellos, los perdedores, no entienden su grandeza, pero yo sí!
El rostro de La Muerte se torció en puro desdén. Ella se levantó lentamente de su trono. Su voz, baja y siseante, fue la puñalada final:
—Prefiero al bastardo de Ryuusei antes que a ti, un perdedor.
La respuesta fue un golpe más devastador que cualquier arma. El salón estalló en carcajadas violentas e imparables. No solo se reían de su derrota, sino de la más íntima y humillante de sus debilidades.
—¡"Prefiero a Ryuusei"! —jadeó un heraldo, golpeando el suelo con el puño—. ¡Oh, el rechazo!
Daichi sintió que su mundo interior se hacía añicos. El rechazo, la burla y la preferencia por su enemigo lo consumían. La rabia era lo único que lo mantenía en pie.
—¡Deme un ejército! —rugió, levantándose por completo, su cuerpo temblando por el esfuerzo—. ¡Deme mil heraldos y juro que mataré a Ryuusei y Aiko, cueste lo que cueste! ¡Si no puedo ser su amante, seré el ejecutor que ponga fin al juego del bastardo!
La Muerte se acercó, su figura majestuosa e imponente. Su voz era un susurro gélido, sin rastro de burla, cargado con el peso de la eternidad y la autoridad cósmica.
—Qué molesto. Tu desesperación no es nobleza, es un ruido. No te daré un ejército. Tu castigo no será la aniquilación, sino un tormento peor: la soledad y la pobreza relativa.
La Muerte chasqueó los dedos con una precisión final. Una pequeña bolsa de cuero, llena de monedas que resonaban con el sonido del destino, apareció en su mano.
—Tu botín será dividido. Y mi juicio es ley.
La Muerte se reclinó y su voz resonó con el eco de un decreto irrevocable.
—El 70% de todo tu capital, tus cuentas secretas y tus bienes inmuebles, serán transferidos a los registros de Ryuusei y Aiko. Es la penalización por tu incapacidad y el pago por el mérito de quienes te vencieron. Es el precio por sobrevivir a mi prueba.
Daichi jadeó, el horror de la ruina económica y la pérdida de influencia superando incluso el rechazo de su amor. Su cuerpo tembló por la magnitud de la pérdida.
—¡El 70% de mis recursos! ¡No! ¡Me deja sin nada para luchar!
La Muerte sonrió, más malvada que nunca, su mirada brillando con la intención de un torturador.
—Y el 30% restante, te lo dejaré.
Daichi la miró, confuso.
—¿Para qué? ¿Por piedad?
—No. —La Muerte se inclinó cerca de su rostro, susurrando con una frialdad mortal—. Para que tengas justo lo suficiente para financiar tu venganza. Para que puedas comprar un arma, un pasaje, un refugio y algunas herramientas. No quiero que seas un vagabundo patético que muere de hambre en un callejón, sin poder hacer nada. Quiero que seas un enemigo funcional, motivado, peligroso, pero permanentemente disminuido y condenado a la frustración. Tu vida será un recordatorio constante de lo que perdiste.
La Muerte retrocedió, su veredicto era la crueldad absoluta envuelta en una lógica impecable.
—Tu vida es tuya, Daichi. Tu odio es tuyo. Mi permiso para buscar venganza es tu única posesión. Yo no voy a matarte, pero el resentimiento y el 70% de tus pérdidas lo harán lentamente.
El abismo bajo sus pies, que se había cerrado, se abrió con una violencia sorda. Era su única forma de salir, un pozo de sombras que lo arrastraba. Daichi miró a La Muerte por última vez, sus ojos llenos de la locura de un traidor, un perdedor y un amante rechazado, con el peso de la humillación y el destierro final.
—¡Me arrepentirás de este día, Soberana! ¡Juro que el Caos que desate Ryuusei será mi culpa! —Su grito fue la declaración de un hombre quebrado que ha encontrado un nuevo y único propósito: el odio.
El abismo rugió. La Muerte chasqueó los dedos con un gesto de impaciencia. El vórtice lo tragó entero.
La Muerte suspiró, volviendo a su trono.
—Bueno, chicos, ¿seguimos jugando? La partida de la eternidad no se gana sola.
Los heraldos estallaron en vítores y retomaron la partida. Para La Muerte, Daichi era ahora solo un arma enviada al mundo mortal, un némesis forjado en la burla cósmica que aseguraría la evolución de su Heraldo del Caos. El verdadero juego, impulsado por el odio cósmico y la humillación total, acababa de comenzar.
