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Chapter 49 - La Humillación del Perdedor

El eco de la carcajada de la Muerte aún vibraba en el aire cuando los heraldos comunes intercambiaron miradas llenas de malicia. La sombra de su burla se cernía sobre el espacio que Daichi había ocupado un instante antes de ser tragado por la nada. Pero su sufrimiento no terminaría ahí. No para aquellos que habían sido testigos de su caída.

Uno de los heraldos, una figura delgada con ojos que ardían como brasas encendidas, avanzó con una sonrisa burlona en los labios.

—Bueno, bueno… Daichi, el gran estratega. Quién lo hubiera imaginado —dijo con un tono impregnado de sorna, la voz áspera—. Pensé que eras un maestro de la tortura, un supervisor eficiente, pero parece que el verdadero arte en el que destacas es la humillación. Logró ser más patético que el bufón.

Las risas de los demás heraldos resonaron como un eco cruel en la oscuridad. Un segundo heraldo, de voz grave y entonación teatral, alzó la mano con fingido asombro.

—No olvidemos un detalle crucial —agregó, inclinando la cabeza—. Nuestro "querido" Daichi fue derrotado por un simple bastardo (Ryuusei) y una niña mimada (Aiko). Los que se alzaron contra el orden vencieron. Pero, claro, eso debe haber sido parte de su plan maestro, ¿no? ¿Tal vez fingió perder para sorprendernos después?

—¡Oh, por supuesto! —se burló otro, agitando la mano con desdén—. Un plan brillante, sin duda… especialmente la parte en la que termina clamando por su vida, sin extremidades y bañado en su propia miseria. Y luego, el patético intento de apelar a la bondad de La Muerte.

La Muerte, que hasta entonces se había mantenido en una silenciosa contemplación, chasqueó los dedos. Las sombras que danzaban a su alrededor se retorcieron, desplegándose como una cortina espectral que mostró lo que realmente había sucedido en la mansión.

Imágenes etéreas flotaron en el aire, reviviendo la batalla con una nitidez escalofriante. Daichi, Haru y Kenta enfrentándose a Ryuusei y Aiko. Los gritos de rabia y dolor se esparcieron como un eco de la realidad. Los heraldos se agolparon alrededor de la proyección, sus ojos brillando con una mezcla de fascinación y regocijo.

—¡Oh, miren esto! —exclamó uno, señalando con entusiasmo—. Ryuusei esquiva como si estuviera bailando. Y Aiko… ¡oh, vaya! Le voló los dientes a Kenta de un solo golpe. ¡Qué fuerza!

—Increíble, de verdad —asintió otro con una sonrisa afilada—. Pero lo mejor de todo es la parte en la que Daichi suplica. ¡Rebobina eso!

Las sombras obedecieron, repitiendo el instante exacto en el que Daichi, destrozado, se retorció en el suelo, gimiendo y suplicando por su vida. Su voz temblorosa se mezcló con el sonido seco del acero cuando Ryuusei, sin inmutarse, le arrebató todo. La carcajada de los heraldos resonó con más fuerza, celebrando la derrota de uno de los suyos.

La Muerte suspiró con una mueca de falsa melancolía.

—Ah, Daichi… llegué a considerarte alguien especial, por un tiempo —murmuró con desinterés—. Creí que tu tenacidad te llevaría más lejos. Pero, sinceramente, Ryuusei y Aiko tienen algo que tú nunca tuviste.

—¿Dignidad? —preguntó un heraldo, provocando una nueva ola de risas.

La Muerte sonrió con un destello de diversión y negó con la cabeza.

—No. Mérito y Evolución. Ryuusei y Aiko hicieron lo que tú nunca fuiste capaz de hacer: trascender la limitación de sus roles. Ellos vencieron contra todo pronóstico.

El aire se impregnó de murmullos de asentimiento. Era raro que la Muerte diera elogios, aunque fueran indirectos.

—Al final, Daichi no era más que un obstáculo. Un pequeño estorbo en el camino de algo mucho más grande —continuó, apoyando la mejilla en su mano—. Ryuusei y Aiko… ellos son interesantes. No como ese pobre infeliz que ahora está condenado.

La Muerte se enderezó en su trono, y su mirada se centró en el lugar donde el agujero de la nada se había cerrado.

—Sin embargo... —dijo La Muerte, su voz cargada de una expectación lúdica—. La Muerte aprecia el espectáculo. Y la desesperación es un excelente abono para el crecimiento, ya sea para el odiado o el odioso.

Con un movimiento perezoso de la mano, chasqueó los dedos. El abismo negro que había tragado a Daichi se abrió de nuevo, un vórtice chirriante de oscuridad. Y de él, el cuerpo de Daichi fue regurgitado, cayendo de nuevo de rodillas, magullado y temblando, sin comprender si había sido tragado por el olvido o si simplemente había viajado unos segundos en el tiempo.

El grito de sorpresa de los heraldos resonó en la sala.

—Daichi. —La voz de La Muerte era suave, pero cada sílaba se clavaba en el alma de Daichi—. Has demostrado ser un perdedor. Un mal perdedor. Y eso merece el destierro y la pérdida de tu fortuna. Pero tu escape, tu acto de voluntad, me ha divertido lo suficiente como para ofrecerte un último trato.

Daichi levantó la cabeza, sus ojos llenos de una mezcla de terror y una desesperación ardiente de esperanza.

—¿Un trato? —su voz era un susurro roto.

—Sí. Te daré otra oportunidad. Una oportunidad para que tu destino se cumpla, sea cual sea. Pero primero... —La Muerte sonrió con una dulzura aterradora—. Primero, vamos a ver tu humillación frente a todos.

La Muerte chasqueó los dedos de nuevo. Las sombras circundantes se abalanzaron sobre Daichi, no para herirlo, sino para obligarlo. El cuerpo de Daichi fue forzado a inclinarse, su rostro presionado contra el suelo de obsidiana.

—Confiesa tu derrota. Confiesa que fuiste un juguete en el juego de Ryuusei y que su intelecto superó tu fuerza. Confiesa que mereces perder tus bienes ante quienes te vencieron. Hazlo, y te enviaré de vuelta con el 30% de tus recursos y mi permiso para buscar venganza.

El rostro de Daichi estaba cubierto de polvo y vergüenza. El silencio de los heraldos era más humillante que sus risas.

—¡No! —rugió, intentando levantarse, pero las sombras lo mantenían anclado—. ¡Yo no pierdo!

—El juego no empieza cuando tú lo dices, pequeño tonto. Empieza y termina cuando yo lo digo. —La Muerte se inclinó en su trono, su paciencia disminuyendo—. Di las palabras.

El terror a la aniquilación total venció al orgullo. Con el rostro desfigurado por el odio y la humillación, Daichi balbuceó, su voz apenas audible:

—Fui... fui un juguete. Ryuusei... me superó. Mi... mi derrota es merecida. Yo... yo... cedo mis bienes.

La risa de los heraldos fue estruendosa, cruel, un coro de regocijo. Era la humillación perfecta.

La Muerte se recostó, satisfecha.

—Bien. Ahora sí. El trato se cumple.

—Ahora, a la parte importante. La transferencia de activos. Los recursos de Daichi no son míos, sino una deuda. Él perdió su posición y su fortuna por incapacidad. Y en mi reino, el mérito se paga.

La Muerte chasqueó los dedos y una pequeña bolsa de cuero, llena de monedas que resonaban con el sonido del destino, apareció en su mano.

—El 70% de todo su capital, sus cuentas secretas y sus bienes inmuebles, serán transferidos a los registros de Aiko y Ryuusei. Es el pago por sobrevivir a mi prueba. Pero el 30% restante, se lo dejaré.

Un heraldo se atrevió a preguntar: —¿Un recordatorio, Mi Soberana? ¿De qué?

—De que es un perdedor. Y para que tenga justo lo suficiente para poder financiar su venganza. No quiero que sea un vagabundo patético; quiero que sea un enemigo con recursos limitados, pero motivado por un odio puro.

La Muerte se levantó una vez más.

—Tu vida es tuya, Daichi. Tu odio es tuyo. Yo no voy a matarte, pero el resentimiento lo hará.

La Muerte extendió su mano y empujó a Daichi de vuelta al vórtice. Esta vez, el abismo se cerró con un sonido seco, enviando al ex-Heraldo de vuelta al mundo mortal, humillado, sin poder, pero con el único propósito de destruir a Ryuusei.

—Bueno, chicos, ¿seguimos jugando? La vida, o mejor dicho, la no-vida, continúa.

Los heraldos retomaron la partida. Para La Muerte, aquel fue solo otro día de entretenimiento, un recordatorio de que solo la voluntad forjada en la dificultad merecía su atención. El juego de Ryuusei y Aiko acababa de recibir un impulso inesperado y un némesis forjado en la burla cósmica.

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