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Chapter 48 - El Destierro de un Perdedor

La risa y la camaradería reinaban en la gran sala del trono.

Los heraldos comunes rodeaban una mesa inmensa, sobre la cual se disputaban partidas de cartas, dados e incluso una versión espectral del ajedrez. Cada movimiento brillaba con un resplandor etéreo; las piezas flotaban en el aire y se desplazaban solas al recibir una orden, como si obedecieran un mandato ancestral. Era un espacio donde la eternidad se manifestaba en trivialidades, y el dolor se convertía en chiste.

—¡Ja! ¡Jaque mate! —exclamó uno de los heraldos, moviendo su reina negra con un aire triunfal.

—¡Maldito seas! ¡Me engañaste! —gruñó otro, golpeando la mesa con furia, mientras las cartas flotaban alrededor como si se burlaran de él, girando en círculos fantasmales.

En el centro de la escena, La Muerte, con la apariencia de una madre cariñosa, sonreía dulcemente mientras barajaba un mazo de cartas que parecían reflejar infinitas almas atrapadas en cada figura. Su porte, a la vez elegante y escalofriante, inspiraba un respeto absoluto, mezclado con una curiosa familiaridad.

—Vamos, chicos, no sean tan malos perdedores —Su tono era suave, pero su mirada escondía una chispa traviesa—. Después de todo, lo importante es divertirse. Ganar o perder es irrelevante cuando se tiene toda la eternidad para empezar de nuevo. La derrota es solo un reinicio.

Los heraldos asintieron entre risas y continuaron jugando, pero la alegría se interrumpió con un suspiro de fastidio que resonó en el silencio del cosmos.

La Muerte giró la cabeza y observó a Daichi, quien se mantenía de pie, justo donde había sido invocado, congelado en shock, procesando el veredicto de indiferencia que acababa de recibir. Su cuerpo, recién regenerado, temblaba más por la humillación que por la fuga.

—Tch… qué aburrido —murmuró ella con desdén, dejando sus cartas sobre la mesa. Luego lo miró con una expresión de pura exasperación—. Daichi, honestamente… esperaba algo más entretenido de ti que quedarte parado como un bobo. Tu valentía para escapar fue admirable; tu reacción a la indiferencia, patética.

Las carcajadas de los heraldos resonaron en la sala, un eco de crueldad sin alma. Algunos se señalaban entre ellos, murmurando comentarios entre dientes.

—Miren su cara, parece que todavía no lo entiende. Es tan patético…

—¿De verdad creyó que La Muerte lo recompensaría por perder ante el Caos?

Daichi parpadeó varias veces y, como si su cuerpo finalmente respondiera, cayó de rodillas con los puños apretados, temblorosos. La ira no era rival para la frialdad de la diosa.

—Mi señora… ¿qué está pasando? ¿Por qué me hace esto? —su voz era un graznido de desesperación.

La Muerte apoyó la mejilla en su mano, observándolo con una sonrisa burlona que no contenía piedad.

—¿Hacerte qué? ¿Confirmar la obviedad?

—¡Me está desterrando! —gritó Daichi, sus ojos encendidos por la ira y el terror al destierro—. ¡Después de todo lo que he hecho por usted, todos los informes, todos los trabajos!

La Muerte soltó una risita, como si escuchara el berrinche de un niño malcriado que no entendía la jerarquía. Se cruzó de piernas en su trono y chasqueó los dedos con desinterés.

—Oh, sí, lo olvidé. Daichi, ya que haz mencionado lo del destierro, desde hoy estás desterrado. Un mal perdedor no merece mi eterno juego. Te devuelvo a la existencia mortal, sin mi protección, para que te pudras en la soledad.

El salón entero estalló en risas descontroladas. Algunos heraldos se burlaban abiertamente, imitando sus quejas con voces exageradas, mientras otros hacían ademán de despedida con fingida tristeza.

—¡Pobrecito Daichi! Ahora tendrá que pagar impuestos.

—¡Oh no, el "Gran Perdedor" está llorando!

—¿Quién quiere apostar cuánto durará fuera de aquí sin la protección de nuestra Señora? Yo digo que ni una semana.

Daichi sintió que su mundo se desmoronaba.

—¡Mi señora, esto es injusto! ¡Usted es justicia!

La Muerte ladeó la cabeza con una expresión de pura indiferencia.

—No, injusto sería dejar que un perdedor siga de pie como si nada hubiera pasado. Injusto sería hacerte creer que tu traición tenía algún valor para mí.

Los heraldos vitorearon con burlas y aplausos.

—¡Díselo, mi señora!

—¡Mándalo a la basura con los otros fracasados!

—Además… —continuó La Muerte, con una sonrisa maliciosa que prometía agonía—. Todas las cosas robadas, el oro, los favores, y el dinero que conseguiste con trampas y tratos turbios... el 70% se les dará a Aiko y Ryuusei. Después de todo, ellos te vencieron en una batalla a muerte. Es una recompensa para los que sobreviven a mi prueba.

La expresión de Daichi pasó de desesperación a absoluta furia. La pérdida de sus recursos era el golpe final a su poder e influencia.

—¡¿Qué?! ¡No puede hacer eso! ¡Es mío! —El grito fue una mezcla de impotencia y rabia que hizo vibrar el aire.

El trono entero pareció oscurecerse.

Los ojos de La Muerte brillaron con un fulgor gélido, la temperatura de la sala cayó en picada, silenciando las risas.

—¿Mío? —su voz bajó varios tonos, volviéndose grave, amenazante, un trueno desde el vacío—. ¿Acaso crees que algo en este mundo o más allá te pertenece, patético mortal? Todo, incluso tu maldita capacidad de regeneración, te fue prestado. Yo soy la dueña de la existencia.

Daichi tragó saliva, pero su furia aún ardía en su pecho, ciega y estúpida.

—¡Ellos… ellos no lo merecen! ¡Son solo unos malditos heraldos bastardos!

El salón entero quedó en silencio, un silencio más pesado que cualquier explosión.

Los heraldos lo miraron con expresiones que oscilaban entre la sorpresa y el deleite morboso. Sabían que Daichi acababa de cometer un error fatal, una blasfemia imperdonable.

La Muerte se levantó lentamente de su trono. Su sonrisa seguía presente, pero su mirada era un abismo de pura destrucción, la cólera de la entropía.

—Daichi. —susurró con una dulzura aterradora—. ¿Sabes qué es lo que más me molesta?

Daichi no respondió, paralizado.

La Muerte inclinó la cabeza con una expresión casi juguetona.

—Los malos perdedores. Y la falta de respeto.

Chasqueó los dedos con una precisión final.

Un abismo negro se abrió bajo los pies de Daichi. No era un agujero cualquiera; era la Nada.

El grito de terror que soltó fue ahogado por la risa cruel de los heraldos, ahora liberados de la tensión. Mientras caía en la infinita oscuridad, La Muerte se inclinó y susurró con una frialdad mortal:

—Que te diviertas en tu nueva vida, fracasado. Tu venganza ahora es tu única posesión.

Y con una última carcajada ahogada por la gravedad cósmica, Daichi fue tragado por la nada, devuelto al mundo mortal sin dinero, sin protección, y con un odio infinito.

El salón quedó en silencio por unos segundos, mientras los heraldos se recomponían.

Luego, La Muerte palmeó sus manos.

—Bueno, chicos, ¿seguimos jugando? La vida, o mejor dicho, la no-vida, continúa.

Los heraldos estallaron en vítores y retomaron la partida. Para La Muerte, aquel fue solo otro día de entretenimiento, un recordatorio de que solo la voluntad forjada en la Singularidad merecía su atención. El juego de Ryuusei y Aiko acababa de recibir un impulso inesperado y un nuevo enemigo.

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