La oscuridad del ático secreto era sofocante, espesa como el alquitrán. Cada pared estaba impregnada de un hedor férreo, testigo mudo de incontables torturas. Manchas de sangre seca decoraban el suelo de madera podrida, y los grilletes oxidados colgaban como vestigios de una cruel obsesión. En medio de ese infierno, Daichi yacía encadenado, su cuerpo temblando por el último "juego" de Ryuusei.
Pero esta vez era diferente.
Esta vez, el dolor no lo consumía. Esta vez, el odio lo mantenía despierto, afilado como una hoja lista para desgarrar. La rabia era su único analgésico, su única voluntad. El último desafío que le lanzó a Ryuusei ("Un día te voy a destripar...") resonaba en su mente, la promesa de venganza era lo único que le quedaba.
"Piensa, carajo. Piensa. Tienes el poder de la vida, usa tu maldito regalo."
Ryuusei lo había subestimado. Se regodeaba en su sufrimiento, seguro de su victoria, sin entender que la capacidad de recuperación de Daichi era su propia arma celestial, forjada en la crueldad de su existencia.
Cerró los ojos y respiró hondo, sintiendo la presión de las cadenas en sus muñecas y tobillos. Sus huesos rotos palpitaban, sanando a regañadientes, cerrándose con una lentitud insoportable forzada por la incesante mutilación. Fue entonces cuando la idea sombría, la única vía de escape, cruzó su mente.
"Si me regenero... ¿qué me impide simplemente... cortarme las extremidades?"
La idea le revolvió el estómago. No era la primera vez que consideraba la automutilación extrema, pero el riesgo era la debilidad temporal que dejaba su cuerpo tras una regeneración completa. Un estado de shock y agotamiento que un Ryuusei consciente habría aprovechado. Pero ahora, con Ryuusei noqueado en la culpa, esta era su única ventana.
Tragó saliva, tratando de ignorar el instinto primario que le gritaba que no lo hiciera. No tenía tiempo para dudas.
Reunió toda su energía. Sus músculos vibraron, su carne se tensó. Aceleró su regeneración hasta el límite y, con un grito feroz, se arqueó hacia adelante. Concentró su fuerza en los ligamentos de su muñeca derecha, forzándolos contra el borde afilado de un fragmento de hueso que había logrado endurecer bajo la piel, un truco macabro aprendido en sus primeros días de tortura.
La carne se desgarró con un chasquido grotesco. El hueso cedió con un crujido seco y aterrador. La sangre salpicó las paredes.
—¡AAAAAAHHHHH! —El grito fue sofocado por un trozo de tela que Ryuusei le había amordazado.
El dolor era insoportable, un incendio que lo devoraba por dentro. Las lágrimas empañaron su visión, pero no podía detenerse. Jadeando, se concentró en sus piernas y pateó con toda su fuerza contra las cadenas que lo ataban a los tobillos. Sintió la piel romperse, los tendones rasgarse.
Uno. Dos. Tres.
En el cuarto intento, su pierna izquierda se desprendió con un tirón final. La vista del miembro cercenado y el chorro de sangre caliente inundaron el sótano con un hedor aún más intenso.
Daichi cayó al suelo, su cuerpo convulsionando por el shock y la agonía. Por un segundo, pensó que moriría allí.
Pero entonces, su regeneración entró en acción con una furia incontrolable. Músculo nuevo se formó sobre los muñones, una niebla rosada de tejido cicatrizante. Huesos resurgieron de la carne con una velocidad aterradora, reconstruyendo tendones y piel. En cuestión de segundos, su cuerpo estaba completo otra vez.
Dolorido. Débil. Exhausto. Pero libre.
"Corre, carajo. ¡Corre!"
La adrenalina lo arrastró hacia adelante. Tropezó, tambaleándose fuera del ático. Bajó las escaleras con una velocidad impulsada por la desesperación, esquivando trampas que Ryuusei había olvidado, conociendo cada ruta de escape de aquella maldita mansión. Su cuerpo, aunque regenerado, gritaba por el agotamiento, pero el pensamiento de la venganza era más fuerte. Los sirvientes, entrenados para ignorar los sonidos del sótano, ni siquiera lo vieron venir.
Para cuando los sistemas de seguridad se activaron con un ulular estridente (alertando a Aiko en la sala principal y a Ryuusei en su baño de mármol), Daichi ya había desaparecido por la puerta de servicio trasera.
El aire se rasgó con un chasquido sobrenatural cuando Daichi apareció de rodillas ante el trono de la Muerte. La invocación había sido un acto desesperado de voluntad absoluta, canalizando su odio hacia el plano existencial.
Su cuerpo temblaba. Sus manos buscaban apoyo en la nada, tratando de encontrar un ancla en el abismo. La desesperación se pintaba en su rostro, un lienzo de ira y miedo. La regeneración había cerrado las heridas físicas, pero la tortura mental y el trauma de la automutilación lo habían quebrado.
—¡Mi señora! —gimió, golpeando el suelo con los puños, la voz ronca por los gritos no escuchados—. ¡Ese monstruo, Ryuusei... él... él me hizo cosas indescriptibles! ¡Debemos detenerlo! ¡Es un agente del Caos incontrolable!
La Muerte lo observó desde su trono con la paciencia de quien ya lo ha visto todo, la escena del hombre quebrado, humillado y libre, no la impresionaba.
—¿Y qué esperabas? —su voz sonó tan indolente que Daichi tardó en procesar sus palabras.
Parpadeó, confuso, sintiendo cómo el miedo comenzaba a reemplazar a la ira.
—¿Q-qué?
La Muerte ladeó la cabeza, apoyando su codo en el reposabrazos, su barbilla descansando sobre su mano.
—¿Acaso creías que un Heraldo de gran poder, un agente del Caos, no tendría la capacidad de llevar el castigo al límite de la existencia? —su tono era casi aburrido, pero con un filo cortante—. Al final, Ryuusei y Aiko cumplieron su propósito. Te expusieron.
Daichi sintió cómo el pánico se convertía en ira renovada.
—¡Mi señora, le juro que los mataré! ¡Déjeme demostrar mi valía! ¡Dame el poder para traerlo ante tu justicia!
La Muerte bostezó, como si todo aquel drama no fuera más que un pequeño entretenimiento pasajero.
—Tu valía se demostró en el ático, no aquí. Usaste tu poder para escapar, pero no para vencer. Tu voluntad de vivir por la venganza fue mayor que tu miedo a la muerte. Eso es todo lo que hiciste bien.
La Muerte se reclinó, con una sonrisa fría.
—Haz lo que quieras, Daichi. Vuelve a tu mundo, encuéntralo, destrípalo. Pero recuerda esto...
Sus ojos brillaron con una luz oscura y ominosa, no de amenaza, sino de verdad.
—La Muerte no espera a nadie. Y yo no interfiero en los juegos de mis Heraldos a menos que pongan en peligro el equilibrio.
Un escalofrío recorrió la columna de Daichi. No había pedido ayuda. No había ganado simpatía. Solo había conseguido la confirmación de su insignificancia y la fría bendición para continuar su sangrienta misión. Su desesperación se convirtió en un odio puro, canalizado ahora directamente hacia Ryuusei, el monstruo que lo había condenado a esta eterna agonía.
