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Chapter 46 - La Muerte No Espera a Nadie

La eternidad no tenía sentido del tiempo.

Meses, días, segundos… todo se mezclaba en el reino de la Muerte. Desde su trono de obsidiana y cenizas, la Muerte observaba con paciencia. Su dominio estaba lleno de murmullos etéreos, voces de almas antiguas que narraban historias de tiempos olvidados. No todas eran tristes. Algunas eran incluso divertidas.

Sus heraldos, aquellos que habían encontrado un propósito en su servicio, le traían relatos de batallas, informes de destinos cumplidos, y en ocasiones, pequeñas distracciones para entretenerla. La atmósfera era de una serena y lúdica indiferencia cósmica.

—Mi señora —dijo un espíritu con la apariencia de un viejo bufón de la Edad Media, su forma temblando con un entusiasmo espectral—. Hoy he compuesto un poema sobre la inevitabilidad de su abrazo.

La Muerte ladeó la cabeza con una expresión de interés.

—Sorpréndeme. Los mortales han intentado alabarme y temerme con sus rimas desde que existió el primer lenguaje. Recostándose en su trono, permitió que su voz adquiriera un matiz de diversión. Los demás heraldos se acomodaron, expectantes.

El bufón carraspeó y comenzó su recitación con una exagerada reverencia:

"Cuando la Muerte llega, no puedes correr,"

"Puedes suplicar, pero te hará caer."

"El rey, el mendigo, el héroe también,"

"Todos en su sombra se postrarán bien."

Un breve silencio siguió al poema.

La Muerte entrecerró los ojos, sopesando las palabras con fingida seriedad.

—Mmm. Le falta ritmo. Y la rima es un poco... obvia —comentó al final con una sonrisa burlona—. Es verdad, pero no original.

El salón estalló en carcajadas. Algunos heraldos se golpearon las rodillas con sus esqueléticas manos, mientras otros se inclinaban hacia adelante, riendo sin sonido, un coro de diversión en el plano existencial.

El bufón puso las manos en la cintura, indignado.

—¡Maldito sea el ritmo! ¡No me juzgue tan severamente, señora! ¿Acaso tiene mejor poesía?

Los ojos de la Muerte centellearon con una chispa traviesa.

—Aquí tienes una mejor: "Todo muere. Fin del poema."

Las risas resonaron como un eco en la inmensidad de su reino. Incluso los heraldos más serios esbozaron una sonrisa. La Muerte, por mucho que fuera temida, no carecía de humor.

Pero la atmósfera se quebró cuando un heraldo de bajo rango, cuyo cuerpo fantasma parecía hecho de niebla nerviosa, entró apresurado, su forma espectral temblando con ansiedad.

—Mi señora… —jadeó, como si aún tuviera pulmones—. Ha ocurrido algo que desafía el decreto de la vida y la muerte.

La Muerte frunció el ceño con una mezcla de sorpresa y desinterés, la diversión se desvaneció de sus ojos.

—Explícate.

—Daichi ha escapado de la mansión del Heraldo del Caos.

—¿Daichi? —repitió La Muerte con calma, el nombre resonando con el peso de la traición—. Mi Heraldo Supremo siendo vencido por un Bastardo. ¿Cómo es eso posible?

El heraldo asintió con nerviosismo.

—Sí… ¡seccionó sus propias extremidades para liberarse de las ataduras de metal! Las cadenas lo sujetaban por las muñecas y tobillos. Pero su capacidad de recuperación es tan brutal que, al cortar sus propios miembros con un fragmento afilado de hueso que forzó a crecer, logró liberarse antes de que el Heraldo Ryuusei volviera a su casa.

Las llamas de las antorchas en el salón titilaron, como si la propia existencia contuviera la respiración. La Muerte alzó una ceja, ahora su interés era genuino.

—Interesante. El dolor se convirtió en su única herramienta. Ha utilizado su poder de regeneración, el regalo de la vida, para engañar a la prisión de hierro. Es un acto de voluntad absoluta.

—Pero hay más, Mi Soberana —continuó el heraldo, su voz ahora un susurro tembloroso—. Ha evitado que su alma regrese al plano mortal, y ha invocado a uno de nosotros, a un Ángel Segador, para que lo traiga aquí.

Los heraldos de la sala se agitaron. Un mortal, en vida y cuerpo, no podía convocar a un Heraldo para una audiencia personal. Eso era una afrenta a la jerarquía del universo.

—¿Él pidió verme? —preguntó La Muerte, una nota de fascinación en su tono.

—Sí… dice que tiene una propuesta para La Muerte. Una que cambiará el destino del Quinto Heraldo.

El silencio cayó como un manto sobre la sala. Un humano no debería poder hacer tal cosa. Un alma destinada a su reino no debería tener el poder de alterar su destino. Y sin embargo, Daichi, con su cuerpo recién regenerado y marcado por la tortura, lo había logrado.

La Muerte sonrió, una sonrisa ancha y luminosa que iluminó el trono de obsidiana.

—El juego se ha vuelto impredecible. El peón se ha negado a ser capturado. El joven ha demostrado más voluntad que muchos que gozan de mayores poderes. Ha usado su fuerza más básica para lograr lo imposible.

La Muerte batió ligeramente la mano, su gesto enviando ondas a través del cosmos.

—Muy bien. Traedlo ante mí. Y dile al Segador que lo traiga tal como está, sin limpiar las heridas recientes.

Porque, después de todo, la eternidad podía permitirse un poco de diversión. Y el desafío de un mortal con un corazón lleno de odio era, para la Soberana del Cosmos, el entretenimiento más fino. Ella se recostó, preparada para la audiencia. El encuentro entre la Justicia Cósmica y la Pura Venganza estaba a punto de ocurrir.

—Que el Heraldo del Caos sepa que su víctima ha trascendido su tormento. Que vea el precio de su debilidad —concluyó La Muerte, su voz resonando con la promesa de una nueva fase en su Gran Juego.

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