Ryuusei sonrió con calma, el deleite en su voz inconfundible, al ver a Daichi temblar, su cuerpo sacudido por espasmos involuntarios. La sangre aún goteaba de su boca abierta, resbalando por su mentón en hilos oscuros. La Sala de la Agonía se había convertido en un altar a la venganza, cada mancha de sangre un testimonio de la traición.
—Vamos, dime algo —murmuró Ryuusei con diversión, girando las tenazas entre sus dedos—. ¿O ya no te queda aliento, Daichi? Tu regeneración es rápida, pero tu boca parece lenta.
Daichi alzó la cabeza con un esfuerzo visible, su mandíbula temblaba, pero su mirada ardía con un fuego inquebrantable, una reserva de voluntad que Ryuusei se deleitaba en intentar extinguir.
—Vete a la mierda... —escupió entre dientes, dejando salir un chorro de sangre junto con sus palabras.
Ryuusei arqueó una ceja, relamiéndose los labios por el sabor de la lucha.
—Vaya, todavía tienes ganas de hablar —dijo con una sonrisa sádica, que se intuía por el movimiento de su máscara—. Eso me encanta. Es un desafío fascinante.
Sin previo aviso, le asestó un puñetazo brutal en la cara. Un crujido seco resonó cuando la cabeza de Daichi se estrelló contra la pared de concreto. Su visión parpadeó, una punzada de dolor recorrió su cráneo como una descarga eléctrica.
—¡Hijo de puta! —jadeó Daichi, escupiendo más sangre al suelo. Intentó moverse, pero las correas de cuero mordieron su piel con furia, los músculos desgarrados protestando.
—Oh, Daichi… —susurró Ryuusei, deslizando una mano ensangrentada por su cabello empapado, un gesto de burla afectuosa—. Qué adorable eres cuando amenazas.
De un tirón, le sujetó la mandíbula con una fuerza inhumana, obligándolo a abrir la boca.
—Veamos qué tan valiente sigues siendo cuando te arranque otro diente.
Daichi intentó zafarse, pero apenas podía mover el cuello, la fuerza de Ryuusei lo superaba por completo.
—¡Chúpame la verga! —gruñó con furia, la única arma que le quedaba era su desafío verbal.
Ryuusei soltó una carcajada ronca, complacido por la resistencia.
—Buena idea… pero primero, desgarraré cada pedazo de carne que tengas.
Sin darle tiempo a replicar, hundió las tenazas en su boca y atrapó un molar. Daichi sintió la presión ardiente cuando el metal se clavó en su encía. Ryuusei sonrió y giró la herramienta con una fuerza brutal. El propósito era dolor, no eficiencia.
—¡MALDITO CABRÓN! —rugió Daichi, su espalda arqueándose por el dolor, la frustración de su curación inútil.
Pero Ryuusei no se detuvo. Tiró con un movimiento seco y certero. El diente se desprendió de raíz con un chasquido repugnante y húmedo. Un hilillo de sangre oscura goteó del hueco dejado en su encía.
El grito de Daichi desgarró el aire.
—¡AAGGHHH, MIERDA! ¡ME CAGO EN TODO!
Ryuusei observó el diente ensangrentado en sus dedos y luego a Daichi, que jadeaba, su rostro empapado en sudor y sangre.
—¿Ves? Te dije que sería divertido. Tu rudimentario físico te ha traído hasta aquí.
Daichi escupió saliva rojiza y lo miró con los ojos inyectados en odio, la desesperación se había convertido en una rabia pura.
—Voy a matarte, Ryuusei…—susurró con la voz rasposa—. Aunque me reviente el puto corazón, te haré pedazos.
Ryuusei se inclinó sobre él, su sonrisa jamás desvaneciéndose.
—Oh, Daichi… —musitó con un placer enfermizo—. Quiero verte intentarlo. Pero primero, debes ser nada.
Y con un movimiento pausado y técnico, tomó un cuchillo más grande, con una hoja curva, y deslizó el filo lentamente sobre la piel de su pecho. El metal rasgó carne y músculo con precisión quirúrgica, abriendo una línea carmesí en su torso. La sangre brotó en un goteo espeso y caliente.
Daichi gruñó entre dientes, negándose a gritar. Sus puños se apretaron, las uñas se clavaron en la piel de sus palmas hasta sangrar, su mente luchaba por mantenerse cuerda.
—Resistes bien, cabrón —murmuró Ryuusei con una mezcla de admiración genuina y desprecio—. Pero tengo algo más especial para ti. Algo que te asegurará que la traición se paga con la pérdida de tu esencia.
Dejó caer el cuchillo y se acercó a una mesa de metal. Su mano se deslizó hasta un bisturí pequeño, reluciente bajo la luz mortecina del sótano.
Daichi sintió un escalofrío recorrer su espalda, el terror primario se apoderó de su razón.
—No me jodas… —su voz era un gemido.
Ryuusei se giró lentamente, su sonrisa tan afilada como la hoja en sus dedos, el silencio de su máscara más aterrador que cualquier grito.
—Sí, Daichi. Justo lo que estás pensando.
Daichi forcejeó, los grilletes de cuero se clavaron en sus muñecas hasta la médula.
—¡NO! ¡NO, HIJO DE PUTA! —gritó con rabia y horror total, su voz ronca por el esfuerzo inútil.
Pero Ryuusei lo sujetó con una fuerza fría y controlada.
—¿Recuerdas lo que te dije de Theon Greyjoy? —susurró en su oído, con una voz empapada en sadismo—. Es momento de llevarlo a la práctica. Una parte de ti debe ser sacrificada a la nada.
Daichi gritó con furia, con rabia, con horror puro.
—¡MALDITO BASTARDO, TE VOY A MATAR! ¡TE VOY A DESTROZAR! —La desesperación de sus palabras era el éxtasis de Ryuusei.
Pero Ryuusei no se detuvo. La hoja fría del bisturí rozó su piel antes de deslizarse con precisión despiadada y quirúrgica. Separó carne, cortó nervios, destruyó lo que lo hacía hombre, la fuente misma de su virilidad y una parte crucial de su identidad.
El grito de Daichi fue inhumano, un sonido que rasgó el aire y resonó en la Sala de la Agonía por un tiempo que pareció eterno. El dolor se propagó por su cuerpo como un incendio descontrolado. Su visión se nubló, su garganta se cerró por el espasmo de dolor, su cuerpo se estremeció en una agonía indescriptible. La sangre caliente corrió por sus piernas, empapando el suelo en un charco oscuro y pegajoso.
Ryuusei se alejó unos pasos, contemplando su obra con satisfacción enfermiza. Se había despojado al hombre de su masculinidad, de su voluntad.
—Ahora sí, Daichi… ahora sí eres nada. Menos que un esclavo. Eres Hediondo.
Daichi, con la respiración entrecortada, levantó la cabeza. Su rostro estaba pálido, sus labios temblaban, sus mejillas estaban surcadas por lágrimas y sudor, pero sus ojos… sus ojos aún ardían con una ira primitiva, la última chispa de resistencia.
Y en medio de la humillación y el dolor, sonrió. No con diversión, sino con una oscura certeza.
—Voy… a contárselo todo… —susurró, su voz apenas un murmullo, pero llena de promesa.
Ryuusei entrecerró los ojos. Por un instante, el placer en su expresión se atenuó.
—¿A quién? ¿A tus amiguitos muertos? ¿A los que te abandonaron?
Daichi escupió una mezcla de saliva y sangre y sonrió aún más, su rostro desfigurado por la rabia y el dolor.
—A la Muerte, imbécil. Y ella te está esperando para cobrarte esta factura.
Ryuusei se quedó en silencio por un momento, la implicación del reto resonando en el aire. La risa regresó, esta vez grave y llena de arrogancia.
—Dile que la estaré esperando —dijo Ryuusei, tomando su martillo y girándolo con un sonido sordo—. Pero que se ponga cómoda. El juego acaba de comenzar, y Daichi es la pieza principal.
Con ese desafío final, Ryuusei se dispuso a retomar el ciclo de la tortura, con la certeza de que su venganza no solo había despojado a un guerrero de su poder, sino de su propia humanidad
