Cherreads

Chapter 4 - La Ruta del Silencio

...

Tres días.

Habían pasado tres días desde que Akira salió escupido por el sistema de drenaje de Amegakure, medio ahogado y temblando de hipotermia. 

Ahora, el paisaje había cambiado. El metal y el hormigón quedaron atrás, reemplazados por la espesura salvaje de la frontera entre el País de la Lluvia y el País del Fuego.

Akira caminaba como un espectro. Su uniforme estaba rasgado y cubierto de barro seco para enmascarar su olor. No se atrevía a dormir más de una hora seguida, siempre en las ramas altas de los árboles, atado con alambre ninja para no caer.

Su dieta consistía en píldoras de soldado rancias y agua filtrada con chakra.

 Su cuerpo gritaba de agotamiento. Cada músculo era un nudo de tensión, y la herida de su hombro (de la descarga eléctrica) palpitaba con fiebre.

Pero lo que lo mantenía en movimiento era el peso de los tres diarios en su chaleco.

Teoría. Biología. Ritual.

Esos tres libros tenían el potencial de apagar el mundo. Akira sentía que cargaba con una bomba nuclear que tictaqueaba al ritmo de sus pasos.

Al atardecer del cuarto día, la vegetación cambió. Los árboles retorcidos y enfermos de la frontera dieron paso a robles gigantescos y helechos vibrantes. El aire se volvió más cálido, cargado de una vitalidad natural que casi mareaba.

Había llegado. El territorio de la Voluntad de Fuego.

...

Akira se detuvo al borde de un bosque denso. Frente a él, aunque invisible para el ojo común, se alzaba la barrera más formidable del mundo ninja: el Kekkai de Detección de Konoha.

Una esfera sensorial masiva que rodeaba la aldea. Si un intruso cruzaba esa línea sin un código de chakra registrado, el Escuadrón de la Barrera alertaría a los ANBU en segundos.

Akira se dejó caer al pie de un árbol, exhausto.

—No puedo entrar —susurró, con la voz ronca por la deshidratación—. Si cruzo, me matarán antes de que pueda decir una palabra.

Era un Nukenin de una aldea hostil. Para los guardias de Konoha, él no era un refugiado; era un espía suicida.

Necesitaba un salvoconducto. Necesitaba que alguien saliera a buscarlo.

Con manos temblorosas, rebuscó en el fondo de su bolsa de herramientas. Sus dedos rozaron el metal frío de los kunais hasta encontrar madera. Sacó el pequeño silbato tallado con forma de pájaro.

Estaba viejo y desgastado por los años. Un regalo infantil de una época más simple, durante los Exámenes Chūnin conjuntos.

—Los perros Inuzuka oyen frecuencias que los humanos no —le había dicho Sayuri, con esa sonrisa confiada que mostraba sus caninos afilados—. Si alguna vez estás en problemas, úsalo. Kuromaru vendrá.

Era una apuesta desesperada. Habían pasado tres años. Quizás ella lo había olvidado. Quizás el silbato ya no significaba nada.

Akira se llevó el silbato a los labios agrietados. Inyectó una pizca de su chakra restante, no para potenciar un jutsu, sino para amplificar la vibración sonora.

Sopló.

Ningún sonido salió para el oído humano. Solo un silencio vibrante.

Akira esperó. El sol comenzó a ponerse, tiñendo el cielo de un rojo sangre que le recordaba demasiado a los ojos del Sharingan. Pasaron diez minutos. Veinte.

La duda comenzó a carcomerlo. Fue estúpido. Ella es una Jōnin de Konoha. Yo soy un traidor.

Se preparó para levantarse y huir, para buscar otra forma, cuando lo escuchó.

No fue un ruido de pasos. Fue el crujido deliberado de una rama, diseñado para ser oído.

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De la sombra de los árboles, a unos veinte metros dentro de la barrera, surgieron dos ojos amarillos brillantes.

Un lobo —no, un perro ninja masivo— de pelaje gris oscuro y parche en el ojo emergió de la maleza. Llevaba el protector de Konoha en el cuello y gruñía con una resonancia que hacía vibrar el suelo. Kuromaru.

Detrás de la bestia, una figura descendió de las ramas con la gracia de un depredador.

Akira contuvo el aliento.

Sayuri Inuzuka había cambiado. Ya no tenía la suavidad de la adolescencia. Llevaba el chaleco táctico verde de los Jōnin, y su postura era de alerta total. Las marcas rojas de su clan en sus mejillas parecían más oscuras, más salvajes. En sus manos, brillaban garras de chakra azul.

Ella lo miró. Sus ojos escanearon su estado lamentable, su ropa de Amegakure destrozada y, finalmente, se detuvieron en su frente. En el corte horizontal que tachaba su lealtad.

El silencio entre ellos fue pesado.

—Usar ese silbato es una violación de los protocolos de seguridad de nivel B

 —dijo Sayuri. Su voz era fría, profesional, carente de la calidez del pasado—.

 Estás en el perímetro defensivo de Konoha, Akira.

 Eres un ninja renegado de una potencia extranjera. Dame una razón para no dejar que Kuromaru te arranque la garganta ahora mismo.

Akira no levantó las manos en rendición. En cambio, metió la mano lentamente en su chaleco. Kuromaru gruñó, listo para atacar.

Akira sacó el Diario 2. Lo sostuvo en alto.

—Porque traigo el fin del mundo en mi bolsillo, Sayuri —dijo Akira, su voz firme a pesar del agotamiento—. Y tú eres la única persona en las Cinco Naciones con la mente para entenderlo y el corazón para no usarlo.

Sayuri entrecerró los ojos, olfateando el aire. Podía oler la sangre seca, el miedo, y algo más... la verdad en sus feromonas.

—¿El fin del mundo? —preguntó ella, escéptica pero curiosa.

—Un código genético. El Mokuton Cero. —Akira dio un paso adelante, tambaleándose—. Akatsuki lo quiere.

 Si lo obtienen, borrarán el chakra de la faz de la tierra. Necesito asilo, Sayuri. 

No por mí. 

Por esto.

Akira colapsó. Sus piernas finalmente cedieron ante días de huida continua. Cayó de rodillas, esperando el golpe final o la oscuridad.

Sintió una mano fuerte agarrarlo del cuello de su camisa antes de que golpeara el suelo. No fue un ataque. Sayuri lo sostuvo, mirando el diario y luego a sus ojos.

—Maldita sea, Akira —susurró ella, bajando la guardia un milímetro—. Siempre traes problemas.

Sayuri hizo una señal a Kuromaru, quien dejó de gruñir y se puso en posición de vigilancia.

—Si mientes, yo misma te mataré antes de que Ibiki te interrogue —dijo ella, cargando su peso sobre su hombro—. 

Bienvenido a Konoha, traidor.

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