Cherreads

Chapter 2 - Capítulo 2: Estigma

Las cadenas cantaban.

 

No con melodía, sino con un zumbido agudo y penetrante que resonaba en los huesos de Valen, un contrapunto tortuoso al arrastre de sus pies sobre losas heladas. Las runas plateadas en sus esposas devoraban la luz de las antorchas, transformándola en pulsos violetas que se clavaban como agujas bajo su piel. Cada paso era una descarga: un fuego líquido que ascendía por sus brazos hasta la nuca, mezclado con el frío absoluto del mármol bajo sus talones descalzos. El olor a carne chamuscada —su carne— impregnaba el aire, denso y dulzón como el jarabe de adormidera que le daban para la tos invernal.

 

Los pasadizos de la Fortaleza Thorne, antes escenarios de sus carreras infantiles entre tapices y armaduras, se habían convertido en un intestino de piedra. Sombras alargadas danzaban en las paredes, distorsionadas por el temblor incontrolable de su cuerpo. Detrás, los pasos de los inquisidores resonaban como martillos sobre yunque: clac. Clac. Clac. Metódicos. Impasibles. Sus capuchas blancas ocultaban rostros, pero Valen sentía el peso de sus miradas, frías como el filo del cuchillo que usaba el carnicero del castillo.

 

Nada, había dicho su padre.

Apátrida, había sentenciado el Archimago.

 

Las palabras le taladraban el cráneo más que las runas. Por las rendijas de los ventanales altos, vio el patio central. Un grupo de sirvientes con cubos de agua para los establos se había detenido, boquiabiertos. Una niña de cocina —¿Lila? ¿Mara?— señaló con un dedo manchado de moras antes de que una matrona la arrastrara tras una columna. Valen bajó la vista. Sus ropas ceremoniales, el obsidiana bordado con hilos de plata que simbolizaba el poder de los Thorne, colgaban en jirones, embarrados por el forcejeo. Una mancha de orina seca le escocía en el muslo. Vergüenza. Pura, hirviente.

 

—¡A paso ligero, escoria! —gruñó el inquisidor de la izquierda, tirando de la cadena.

 

El dolor arrancó un gemido de Valen. Tropezó. Su rodilla golpeó el suelo con un crujido sordo. El mármol, pulido por generaciones de pies nobles, le devolvió el reflejo: un rostro demacrado, ojos desorbitados, cabello castaño empastado de sudor y lágrimas. ¿Quién eres?, preguntó el fantasma en la piedra.

 

—Levanta —ordenó el otro guardia. No usó las manos. Un botón de ébano en su guantelete brilló, y las runas de las esposas aullaron.

 

Valen se irguió como un muñeco de trapo, los músculos convulsos. Avanzaron. Pasaron bajo el arco que separaba el ala noble de las caballerizas. Aquí, el aire olía a estiércol, heno rancio y metal oxidado. Caballos relinchaban en los pesebres, inquietos. Un palafrenero viejo, Garvin, el que le había enseñado a montar un pony a los cinco años, estaba limpiando una montura. Sus ojos, como pasas arrugadas, encontraron los de Valen. Hubo un parpadeo. Un brillo húmedo. Luego, Garvin volvió la espalda, frotando el cuero con furia exagerada.

 

También tú, pensó Valen. El vacío en su pecho creció.

 

Una puerta de roble macizo, reforzada con bandas de hierro, bloqueaba el paso al patio exterior. Sobre el dintel, el escudo de los Thorne: cuatro espirales entrelazadas —fuego, agua, tierra, aire— coronadas por un halcón. El símbolo que su padre llevaba tatuado sobre el corazón. El guardia de la derecha golpeó la madera con el puño. Tres impactos sordos.

 

Tras un crujir de cerrojos, la puerta se abrió.

 

La luz del atardecer lo cegó. Valen entrecerró los ojos. El aire libre, cargado de salitre y el aroma acre de las fragantes azucenas de Lady Evandra, le golpeó la cara. Era un contraste grotesco con el hedor a quemado que llevaba pegado.

 

En el centro del patio de armas, rodeado de carros de suministros y picas apiladas, esperaba una jaula.

 

No era una jaula cualquiera. Era una caja de hierro negro, apenas más grande que un ataúd de pie, con barrotes tan finos como dedos infantiles. Runas idénticas a las de sus esposas serpenteaban por cada varilla, brillando con la misma luz violeta hambrienta. En el techo, un gancho para ser enganchada a un carromato. En el suelo, un charco oscuro y viscoso. No agua, comprendió Valen. Era sangre vieja.

 

—Ahí es donde perteneces —masculló el primer inquisidor, empujándole hacia la caja.

 

El pánico, agudo y animal, le atravesó el pecho. Valen se aferró al brazo del hombre, sus dedos débiles arañando la tela blanca inmaculada.

 

—¡Por favor! —su voz sonó rasgada, infantil—. ¡Díganle a mi padre que lo siento! ¡Puedo intentarlo otra vez! ¡Lo prometo!

 

El inquisidor lo apartó como si fuera un insecto. Su compañero abrió la portezuela de la jaula con un chirrido metálico que hizo estremecer los dientes.

 

—Lord Theron ya no tiene hijo —dijo el hombre de la capucha, su voz un eco hueco desde las profundidades de la tela—. Solo tiene un estigma que borrar. Entra.

 

Valen retrocedió. Sus talones chocaron contra la rueda de un carromato. El movimiento fue instintivo, desesperado. Giró para correr, hacia los establos, hacia la sombra de las murallas, hacia cualquier lugar que no fuera esa caja de muerte…

 

Un golpe seco en la nuca.

 

El mundo estalló en chispas blancas. Cayó de bruces, la cara golpeando la tierra batida. El sabor a polvo y sangre llenó su boca. Antes de que pudiera respirar, manos fuertes lo agarraron por los brazos y los tobillos. Lo levantaron como un saco de grano.

 

—¡Suéltame! —gritó, pataleando—. ¡PADRE!

 

Su grito se ahogó en el traqueteo de un carro que entraba al patio. Pero no quedó sin respuesta.

 

En lo alto de la escalinata principal, bajo el gran arco de entrada al salón del trono, una figura escarlata apareció recortada contra la luz interior. Lord Theron Thorne.

 

Valen dejó de forcejear. La esperanza, aguda y tóxica, le perforó el corazón. ¡Lo ha oído! ¡Viene a detener esto!

 

Su padre descendió los escalones con lentitud ceremonial. Su manto carmesí, tejido con hilos de oro verdadero, no ondeaba; caía como una cascada de sangre coagulada. Su rostro, siempre un modelo de severo dominio, era ahora una máscara de piedra pulida. Ni ira. Ni dolor. Sobre todo, ningún rastro del hombre que, solo un año atrás, lo había levantado sobre sus hombros para ver el desfile del solsticio.

 

Los inquisidores detuvieron su marcha hacia la jaula, pero no soltaron a Valen. Lo mantuvieron suspendido, un pez agonizante en un anzuelo, los brazos estirados por el peso de las cadenas rúnicas.

 

Theron se detuvo a dos pasos. Su mirada, gris como la niebla de los acantilados, recorrió a Valen de arriba abajo: el rostro ensangrentado, las ropas desgarradas, las manos temblorosas. Se fijó en las esposas, en las runas que aún palpitaban con luz violácea. Un músculo se tensó en su mandíbula, apenas perceptible.

 

—Archimago Orin exige su traslado inmediato a la Fortaleza Blanca —dijo Theron. Su voz no alzaba el tono; era un susurro cortante que llegaba nítido a través del silencio del patio—. Asegúrense de que el… paquete… llegue intacto. La Inquisición prefiere suplicios prolongados.

 

Valen sintió que el suelo se abría bajo él. Paquete. La palabra resonó más fuerte que cualquier golpe.

 

—Padre… —logró articular, una burbuja de sangre estallando en sus labios—. Por la memoria de la madre…

 

El nombre de Lyra Thorne, muerta al darle a luz, siempre había sido un talismán. Una llave para ablandar el hielo en los ojos de Theron. Pero esta vez, la mención solo endureció aquella máscara de piedra.

 

—Lyra —dijo Theron, y su voz adquirió un filo venenoso— murió al traer al mundo un error. Un defecto en la sangre de los Thorne. —Avanzó un paso más. Su aliento, impregnado del vino especiado que siempre bebía, envolvió a Valen—. Tú eres ese error. Y hoy, lo corroigo.

 

Extendió una mano. No para tocar a su hijo. Para agarrar el medallón de platillo que colgaba del cuello de Valen, oculto bajo los jirones de tela. El medallón del linaje: el halcón de los Thorne con las cuatro espirales. Con un tirón brusco, la cadena de plata se rompió.

 

—Esto —murmuró Theron, apretando el emblema en su puño— pertenece a quien merece llevar el nombre. No a un vacío.

 

Guardó el medallón en un bolsillo de su túnica. Luego, hizo un gesto de impaciencia hacia los inquisidores.

 

—Llévenselo. Que las carreteras sean testigos de lo que le ocurre a lo que contamina la pureza elemental.

 

Los guardias obedecieron. Valen no volvió a forcejear. El vacío en su pecho era ahora un abismo. Lo arrojaron dentro de la jaula. Su espalda golpeó el hierro frío. La portezuela se cerró con un clanc definitivo, y un candado rúnico chisporroteó al engranarse.

 

A través de los barrotes, vio a su padre darse la vuelta. Sin una mirada atrás. Sin un titubeo. La capa escarlata desapareció bajo el arco, devorada por las sombras interiores.

 

El carromato que tiraría de la jaula ya estaba enganchado: una carreta pesada, de lados altos, tirada por dos caballos de tiro con ojos cegados por capuchas. El conductor, otro hombre encapuchado de blanco, azuzó a las bestias con un látigo corto.

 

Con un chirrido de ejes sin engrasar, la carreta comenzó a moverse. La jaula se sacudió. Valen se golpeó contra los barrotes. Por la puerta principal del castillo, ahora abierta de par en par, vio el camino de entrada: una larga avenida flanqueada por olmos centenarios que llevaba al puente levadizo y, más allá, a los verdes valles y colinas que siempre habían sido su hogar.

 

Multitudes se alineaban en la avenida. Campesinos. Soldados de baja graduación. Artesanos. Todos callados. Todos mirando. Algunos con lástima. Otros con miedo. La mayoría con curiosidad mórbida. Una mujer le arrojó un guijarro; rebotó en los barrotes con un tink. Un niño escupió.

 

La jaula cruzó el puente levadizo. Las cadenas del puente crujieron como huesos viejos al descender tras ellos, sellando la Fortaleza Thorne. El sol, bajo en el horizonte, teñía las torres de un rojo profundo, como sangre derramada sobre piedra.

 

Valen apretó los ojos. El zumbido de las runas en su piel era ahora un martilleo constante en sus sienes. Pero bajo el dolor, bajo la humillación, algo más comenzaba a agitarse. Un cosquilleo extraño, caliente, en el centro de su pecho. Donde antes solo había un vacío helado, ahora había… un hormigueo. Como raíces buscando agua en la oscuridad.

 

Las últimas palabras de su padre resonaron en su cráneo: Un defecto en la sangre.

 

No, pensó Valen, apretando los puños contra los barrotes fríos mientras la carreta se adentraba en el camino polvoriento, alejándolo de todo lo que conocía. No soy un defecto.

 

El cosquilleo en su pecho pulsó, caliente y urgente, como un corazón recién formado.

 

Y en sus muñecas, bajo las runas devoradoras de luz, las primeras fisuras doradas comenzaron a abrirse en la piel, finas como hebras de seda.

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