El sol se alzaba tímidamente sobre el horizonte. Una niebla ligera se arrastraba entre los árboles altos, como si la misma isla buscara cubrir el horror de la noche anterior. La muerte de Adrián todavía colgaba en el aire, pesada, cruel, como una cadena invisible que apretaba los corazones de los sobrevivientes.
Felix caminaba en silencio, con la mirada baja, los puños apretados, y los ojos enrojecidos. El grupo no había dicho una palabra desde que lograron huir de la emboscada de los raptores. El eco de los chillidos de Adrián aún retumbaba en sus mentes.
—Teníamos que haberlo ayudado —murmuró de pronto Maya, rompiendo el silencio.
—¡¿Y cómo querías que lo hiciéramos, Maya?! —estalló Felix, girándose hacia ella—. ¡¿Lanzándonos contra tres malditos raptores para morir con él?!
—¡Basta! —intervino Leo con firmeza, poniéndose entre ellos—. Esto no ayuda a nadie.
—Adrián... —susurró Kiara, limpiándose las lágrimas—. Nos salvó a todos. Si no hubiera gritado para distraerlos...
Leo bajó la mirada. Tenía razón. Fue Adrián quien gritó para alejar a los raptores, dándoles los segundos justos para correr y esconderse entre las rocas. Fue él quien se quedó atrás.
—No podemos dejar que su sacrificio sea en vano —dijo Tomas con seriedad—. Tenemos que seguir avanzando. Encontrar esas instalaciones.
Felix asintió con dificultad, tragándose el nudo en la garganta. Abrió el pequeño cuaderno que habían encontrado en una mochila rota en el refugio: el diario que hablaba de un centro de operaciones abandonado, usado por científicos que trabajaban en la isla antes del caos.
—Según el mapa dibujado aquí, deberíamos estar cerca. Decía que debíamos pasar la pradera y seguir el curso del arroyo hacia el norte —explicó.
—¿Y qué hay allí? —preguntó Kiara con un tono temeroso.
—Suministros, tal vez. Refugio. Radios. Y quizá respuestas —añadió Leo, ajustando su mochila.
Empezaron a caminar.
El sendero entre la vegetación era estrecho, lleno de raíces y ramas bajas. La selva se sentía viva, respirando con cada sonido de hojas moviéndose y animales invisibles husmeando cerca.
—Odio este lugar... —murmuró Dario, mirando hacia los árboles.
—No es el lugar lo que da miedo —replicó Tomas, apartando una liana del camino—. Es lo que hicieron con él. Este lugar fue una prisión disfrazada de paraíso.
Leo, que iba adelante, se detuvo de golpe.
—Escuchen...
Todos contuvieron la respiración. Un zumbido grave, profundo, retumbaba a lo lejos.
—¿Un helicóptero? —preguntó Kiara esperanzada.
—No... —Tomas frunció el ceño—. Es demasiado grave. No viene del cielo.
Un rugido estremecedor los hizo agacharse de inmediato. Un rugido potente, que hizo vibrar el suelo. No era un raptor, ni un ceratosaurus. Esto era mucho más grande.
—Eso... eso fue un carnívoro gigante —dijo Leo, tenso.
—¿Un Giganotosaurus? —susurró Maya.
—Podría ser. O... el híbrido del que hablaba el diario —añadió Tomas—. El Dreadaptor.
—¡No digas su nombre! —reaccionó Kiara con nerviosismo.
Felix levantó una mano.
—Sea lo que sea, está lejos. Aún tenemos oportunidad de avanzar.
Siguieron bordeando el arroyo, moviéndose en fila, con los sentidos alerta. Después de casi una hora, el follaje empezó a ceder. Frente a ellos, una estructura grisácea emergía entre las raíces de árboles y ramas caídas.
—¡Ahí está! —exclamó Leo.
Un edificio semienterrado, cubierto de musgo y enredaderas, se alzaba en medio de la selva. La palabra "LABORATORIO" aún era visible en letras oxidadas sobre una placa metálica colgante.
—Lo encontramos... —susurró Tomas, como si no pudiera creerlo.
—¡Vamos! —gritó Felix, corriendo hacia la entrada.
La puerta principal estaba entreabierta, forzada desde dentro, como si alguien la hubiera empujado al huir. El interior era oscuro, con el olor penetrante de humedad y óxido. Encendieron las linternas que llevaban, iluminando pasillos cubiertos de polvo y escombros.
—Parece que esto lleva años abandonado —comentó Kiara.
Leo caminó hacia una consola destruida, pasando los dedos por teclados inservibles.
—Este lugar debió ser importante. Mira los sistemas. Eran laboratorios de control genético.
—Hay una puerta con cerradura aquí —dijo Maya desde el fondo del pasillo—. Y está abierta.
Ingresaron con cautela. Una sala de control, parcialmente intacta, se reveló ante ellos. Monitores apagados, cajas de archivo, una mesa metálica con documentos esparcidos.
—¡Esto está lleno de informes! —dijo Tomas con entusiasmo, tomando uno—. ¡Miren esto!
Leo se acercó.
—"Proyecto D.Rex — Fase final de adaptación. Comportamiento impredecible. Comunicación con otras especies depredadoras... riesgo de colapso total del ecosistema." ¡Dios!
—Aquí hay más —añadió Tomas—. "Accidente en el sector este. Puertas de seguridad violadas. Asesinato de personal científico. Recomendada evacuación inmediata."
—Ellos sabían —dijo Maya, sentándose—. Sabían lo que pasaría. Por eso lo abandonaron todo.
—¿Y por qué no destruyeron a la criatura? —preguntó Felix, molesto.
—Quizá no pudieron... —dijo Leo sombríamente.
Kiara miró hacia un rincón.
—Aquí hay radios. Tal vez podamos contactar algo... —las examinó—. Una funciona. Pero no hay señal.
—Tenemos que seguir buscando —dijo Tomas—. Tal vez haya una torre repetidora más adelante. Este lugar es solo el inicio.
Un ruido metálico los hizo girar a todos.
Clang.
—¿Qué fue eso? —preguntó Dario, pálido.
—Vino de la sala contigua —susurró Leo, alzando el machete improvisado que llevaba.
Abrieron lentamente la puerta lateral. Un pequeño salón con estanterías y jaulas vacías los esperaba... pero en una esquina, un cuerpo seco, esqueletizado, colgaba de una silla. Era un científico, con una tarjeta de identificación colgando del cuello.
—Murió esperando ayuda —murmuró Kiara.
—No. Se encerró aquí para no ser devorado —corrigió Felix.
Tomas recogió la tarjeta de identificación.
—Puede servirnos para acceder a otras zonas si encontramos otra instalación.
—Entonces descansemos aquí unas horas. No hay señales de que algo habite este lugar... —dijo Leo.
—¿Y si vuelve? —preguntó Maya.
—Colocaremos turnos —dijo Felix, con los ojos decididos—. No perderemos a nadie más.
Mientras anochecía, encendieron una pequeña lámpara de emergencia que aún tenía batería. Tomas y Leo revisaban documentos, mientras los demás comían raciones secas encontradas en una caja oxidada.
—Oye... —dijo Leo, mirando a Tomas—. Gracias por lo de hoy.
—¿Por qué?
—Por seguir... por no rendirte. Si no fueras un nerd obsesionado con dinosaurios, estaríamos perdidos.
Tomas sonrió débilmente.
—Nunca imaginé que ese conocimiento me salvaría la vida.
—O nos la salve del todo. Aún falta mucho —añadió Leo.
Felix, en una esquina, murmuró:
—Adrián estaría orgulloso.
Hubo un silencio solemne. Maya tomó su mano.
—Y no morirá en vano.
La noche cayó. La isla, por un momento, pareció contener la respiración. Pero lejos, más allá de la selva, en lo profundo de la Zona Roja, unos ojos rojizos se abrieron en la oscuridad. Una silueta delgada, ágil, caminaba entre la maleza. El Dreadaptor rex olfateó el aire, susurrando como si el bosque le hablara. Sabía que había humanos en su isla.
Y no le gustaba compartir.