Unas garras afiladas chocaron contra cadenas de acero negro. El estruendo resonó en todo el coliseo como si un trueno se hubiese soltado desde lo alto. La prueba de ingreso continuaba, y aunque la lluvia empezaba a cesar, los espectadores, empapados hasta los huesos, no dejaban de alentar ni de gritar, hipnotizados por el duelo que se desarrollaba en la plataforma.
El número 15, un joven encapuchado, y el semihumano Tirmuk se enfrentaban con una violencia que hacía temblar las gradas. Cada choque de sus armas hacía vibrar el suelo, como si la plataforma estuviera a punto de resquebrajarse bajo sus pies. Los rugidos del combate se mezclaban con el crujido de la piedra y el eco de la tensión contenida en cada alma presente.
Tras un quinto intercambio feroz, la batalla reveló su verdad: estaban igualados. No serían la fuerza ni la velocidad las que definirían al vencedor, sino las habilidades que guardaban en lo profundo.
El número 15 retrocedió unos pasos, escupió al suelo con desprecio y miró a Tirmuk como si su sola existencia lo repugnara.
—Me encantaría hacerte sufrir lentamente —escupió con una sonrisa torcida—, pero tengo una tarea que completar. No quería ensuciar mis manos con la sangre de una bestia, pero es mi deber darte una lección.
Tensó su cuerpo, y un aura de maná comenzó a retorcerse a su alrededor. Sus cadenas temblaban con vida propia. La energía fluía hacia una marca en forma de medialunas sobre su hombro derecho. Un vapor imperceptible se elevó de su cuerpo. Entonces gritó con voz de sentencia:
—Habilidad de refuerzo: ¡Filos de luz!
Las cuchillas curvas en los extremos de su cadena se recubrieron de un resplandor cian. Su figura, envuelta en aquella luz siniestra, se lanzó hacia Tirmuk como una bala de odio.
El joven tigre apenas tuvo tiempo de alzar sus garras. El impacto fue brutal. Uno de sus brazos salió despedido hacia atrás por la fuerza del golpe, y una de las cuchillas se hundió en su pecho, dejando un corte de treinta centímetros que llegó hasta el hueso. Un chorro de sangre tiñó la piedra mojada.
El número 15 retrocedió con arrogancia, relamiéndose con la escena. Su sonrisa se volvió más amplia y siniestra al ver al semihumano sangrar.
Pero Tirmuk se incorporó. Su mirada seguía siendo serena, inquebrantable. Alzó sus garras a la altura del pecho y, por un instante, cerró los ojos.
La sangre caliente que corría por su pecho le recordaba otro dolor, uno mucho más profundo.
Ese día también llovía… como hoy.
Un recuerdo emergió como un relámpago en su mente: su madre, tendida sobre la tierra húmeda, el pelaje empapado en sangre, sus ojos ya sin luz. Garras enemigas la habían destrozado mientras él gritaba su nombre, impotente.
Un nudo le subió a la garganta.
Entonces, otro recuerdo brotó, suave como un susurro en la tormenta. Era apenas un cachorro, abrazado a su madre bajo el cielo iluminado de luciérnagas. Ella acariciaba suavemente su cabeza y le murmuraba:
> —Recuerda, mi pequeño Tirmuk… siempre sigue tu corazón. Pero no evites tus pensamientos. Habítalos con amor, no con odio… aunque los demás te odien.
Sus colmillos se tensaron. Su mirada se llenó de un brillo feroz, pero también sereno.
Abrió los ojos y, con una sonrisa que dejaba ver colmillos blancos como marfil, declaró con voz profunda:
—Bien. Empecemos a pelear en serio.
El aire a su alrededor cambió. Su maná se volvió más denso, más salvaje, como una tormenta contenida en el cuerpo de una fiera. La marca en su pecho brilló con una luz tenue… una luna llena.
En las gradas, muchos se quedaron sin aliento.
—¿Qué? ¿Ese semihumano ya alcanzó la luna llena… a los 18 años?
—¡Es imposible! A esa edad solo deberían tener una media luna.
Los murmullos se multiplicaban.
Desde el palco de profesores, el director observaba con interés. Se giró hacia un hombre de aspecto académico que hojeaba un libro.
—Pancel… ¿quién es ese joven?
El académico repasó los registros y respondió:
—Tirmuk, hijo menor del jefe de la tribu Krain. Proviene del bosque Espejismos. Edad: 18 años.
Una carcajada estalló detrás del director.
—Jajaja… ¿Ese bruto envió a su hijo a una academia?
—Tormak no deja de sorprenderme —dijo el director acariciando su barba—. Que su hijo tenga ya una luna llena… eso solo lo logran los verdaderos prodigios. La mayoría apenas alcanzan ese estado a los 25.
—La luna llena —agregó otro profesor— indica que la marca ha despertado a nivel dos. Eso permite acceder a nuevas habilidades o potenciar las que ya se dominan. Es algo que no se ve todos los días.
Un político entre los invitados levantó la voz, curioso:
—Perdonen mi ignorancia, pero… ¿podrían explicarme mejor la diferencia?
El director asintió, amable.
—Claro. Grumal, ¿quieres explicarlo?
El profesor llamado Grumal tosió suavemente y explicó:
—Toda marca comienza como una media luna, lo que indica que su habilidad es de nivel uno. Conforme el usuario profundiza en su comprensión y sincronía con la marca, esta evoluciona a luna llena: nivel dos. Esto no solo incrementa el poder… también transforma al portador.
Mientras el palco se sumía en teoría, el combate en la plataforma continuaba.
Tirmuk rugió. Su marca brilló, y con voz grave activó su técnica:
—¡Refuerzo sangriento!
Un halo rojo como la sangre cubrió sus garras y patas. Su cuerpo pareció crecer ligeramente. Las garras se alargaron y sus colmillos se afilaron aún más. Ahora parecía un demonio encarnado en tigre.
El número 15 frunció el ceño. Se lanzó con furia renovada. Sus cuchillas volaron hacia la cabeza de Tirmuk.
Pero el joven tigre bloqueó con facilidad. El aura sangrienta mitigó la fuerza del impacto. Sin perder tiempo, Tirmuk alzó una pierna y pateó con brutalidad al número 15, lanzándolo por el aire como si no pesara nada.
El encapuchado aterrizó mal. Una marca de tres zarpazos se dibujaba sangrante en su pecho.
Miró alrededor, jadeando. Buscó a su rival. Pero no lo encontró.
Tirmuk ya no estaba donde debería.
Mientras volaba, el joven tigre sacó dos sellos de su bolsillo y los pegó con precisión felina a sus talones. Susurró un canto, como un suspiro de muerte:
—Cacería del tigre.
Los papeles brillaron. Al dar un paso, su velocidad se duplicó, dejando tras de sí solo un borrón de sombra y viento. Reapareció a espaldas del número 15.
Antes de que el joven encapuchado pudiera girarse… un peso cayó sobre su espalda. El golpe lo estrelló contra el suelo. Tosió sangre. Se oyó un crujido sordo, como madera rota. Su cadena cayó de sus manos.
Intentó incorporarse. Fue inútil. Su espalda estaba rota. La sangre fluía sin cesar.
Tirmuk se acercó despacio, sin crueldad, pero con firmeza.
—Ríndete. Ya has perdido.
Pero el número 15, con un grito ahogado que mezclaba rabia y desesperación, tomó su cadena para un último intento desesperado…
Tirmuk suspiró y lo detuvo con un golpe seco en el pecho. Se oyó otro crujido sordo, y el encapuchado quedó inmóvil.
Silencio.
El juez se acercó, revisó al encapuchado inconsciente y levantó la voz:
—El número 15 está fuera de combate. El ganador es el número 23.
El coliseo quedó mudo. Parecía que el tiempo mismo había contenido el aliento.
Hasta que, desde un rincón, estalló una voz:
—¡Vamos, Tirmuk!
Era Arthur. Sin pensarlo, había gritado con todas sus fuerzas. Algunos lo miraron con desconcierto. Otros rieron.
—¿Quién es ese loco?
—No sé, pero… ¡me agrada!
—¡Vamos, Tirmuk!
Y como una chispa sobre un prado seco, el entusiasmo se encendió. Una ola de vítores y aplausos recorrió el coliseo.
Porque a veces, basta una chispa para incendiar el mundo entero.
Fin del capítulo.