La mina lunar se encontraba a una hora al este del pueblo de Trum. Arthur avanzaba sobre su gólem, aprovechando el tiempo para leer un viejo libro de minería. Sus ojos repasaban las páginas llenas de esquemas y anotaciones sobre cristales mágicos y minerales raros, mientras el viento helado golpeaba su rostro. A su lado, el Lich sostenía con su garra espectral un tomo grotesco, encuadernado en piel humana, con los bordes cosidos con tendones endurecidos. Los símbolos grabados en su superficie parecían retorcerse ligeramente, como si la propia carne aún sufriera. Cada vez que Arthur lanzaba una mirada hacia ese libro, un escalofrío recorría su espalda.
Desde que dejaron la cripta, aún no sabía cómo convencer al Lich de no masacrar al pueblo después de esta incursión. Aprovechó el tiempo para repasar las misiones que podría completar en la mina: exterminar cangrejos de cristal y murciélagos de tres patas. Las recompensas eran escasas, apenas 50 platas, pero cada moneda contaba en este mundo cruel.
Aunque la nieve caía con intensidad, el gólem lo protegía del frío, y sus pies, por primera vez en mucho tiempo, permanecían secos. Era un alivio que agradecía tras tantos viajes con las botas empapadas y los pies helados. De vez en cuando, algún aventurero pasaba a su lado montado en una bestia extraña, mirándolo con asombro. Un gólem en esta región era una vista rara, incluso para los curtidos exploradores de Trum.
Finalmente, menos de una hora después, llegaron a un gran socavón. En el centro se abría un inmenso agujero que descendía en diagonal hacia las profundidades. Alrededor, grupos de aventureros charlaban en voz baja; algunos montaban campamentos improvisados, otros simplemente observaban la entrada con cautela. Corrientes de maná flotaban en el aire como finas hebras de luz escapando de las grietas de las rocas. Las voces se mezclaban con el crujir de la nieve bajo las botas y el crepitar de fogatas medio apagadas.
Antes de descender, Arthur le pidió al Lich que encogiera al gólem. Con un simple gesto, la criatura se convirtió en una pequeña piedra que Arthur guardó entre sus ropas. Mientras se acercaban a la entrada, los susurros de los aventureros llegaron a sus oídos.
—Dicen que la gente ha empezado a desaparecer en esta mina —murmuró uno.
—Sí, también lo escuché. Mandaron un escuadrón de élite hace días y no han vuelto.
—Eso no es todo, vi al grupo de Lasian entrar hace poco.
—¿El grupo de Lasian? —exclamó otro, con asombro. Entonces debe ser serio si ellos están aquí.
—También vi a esos mocosos de la academia esta mañana —dijo un tercero, soltando una carcajada amarga—. Ricos mimados que no saben en lo que se meten.
Arthur escuchó con atención, pero decidió no acercarse. Después del escándalo que armó en el gremio, llamar más la atención podría traerle problemas. Le susurró al Lich que le enseñara algún hechizo de intimidación para evitar futuros conflictos, pero solo recibió un rotundo no, seguido de una cruel burla.
—Ya eres lo suficientemente feo como para intimidar. —Si te diera un poder, acabarías con ellos al instante… y eso sería un desperdicio de gritos —se burló, dejando escapar una carcajada seca, como el crujido de ramas muertas bajo la nieve.
Maldito Lich, pensó Arthur para sus adentros, pero antes de que pudiera responder, el Lich habló con un tono frío.
—¿Qué tal si matamos a todos estos idiotas? Desde que dejé la cripta, no he cobrado ninguna vida. Mis garras empiezan a oxidarse.
Arthur se detuvo, sus manos temblando ligeramente. Después de un segundo, respondió:
—No podemos.
El cuervo giró la cabeza con lentitud, sus ojos encendidos con un fulgor espectral.
—Claro que puedo. Bastaría un susurro… y todos ellos se revolcarían en el barro, chillando como ratas moribundas.
—Me refiero a que debemos ser discretos. Si masacramos a todos aquí, el gremio enviará a sus mejores cazadores tras nosotros. Dime, ¿qué es más importante para ti? ¿Matar a un inocente o matar a millones?
El Lich guardó silencio por un momento, sus ojos sin vida brillando con una luz pálida.
—A millones, por supuesto.
Arthur esbozó una sonrisa tensa.
—Exacto Si masacramos a estos ahora, nos perseguirán sin descanso. Pero si somos discretos, podremos admirar la desesperación de sus caras cuando los arrastremos por las calles o los lancemos a los perros de caza. La poesía del sufrimiento requiere paciencia, ¿no crees?
El Lich inclinó su cabeza en una especie de asentimiento.
—Tienes razón. Seremos cautelosos. Masacraremos sin ser descubiertos —graznó con voz maldita.
Terminado su macabro acuerdo, se adentraron en la mina. El aire se volvió más húmedo y denso a medida que descendían, con las paredes cubiertas de cristales que emitían una tenue luz. Pequeñas partículas de maná flotaban como polvo dorado, y Arthur sintió que su núcleo comenzaba a absorber esa energía de forma inquietante.
El Lich, con su mirada espectral, observaba las paredes con interés.
—Esto no pinta bien —murmuró de repente. El maná está demasiado concentrado. Si tuviera que adivinar, diría que una criatura muy fuerte está absorbiendo esta energía, rompiendo las rocas y liberando estas partículas en el proceso.
Arthur tragó saliva.
—¿Qué tipo de criatura?
—No lo sé, pero debe estar a mi nivel… o incluso más fuerte —respondió el Lich. Su tono seco hizo eco entre las rocas.
Arthur se estremeció, pero continuaron descendiendo. El aire se volvía más pesado y el silencio de la mina, cada vez más opresivo.
Al cabo de unos minutos, llegaron a una sección donde se podían ver algunos minerales incrustados en las paredes. Arthur sacó un pico y comenzó a extraer lo que pudo, aunque el Lich resopló con desdén.
—Deja esa basura. Si seguimos avanzando, hallaremos algo que realmente valga la pena.
Con una sonrisa amarga, Arthur guardó las piedras de bajo nivel y continuaron su camino hacia el tercer nivel de la mina. Allí, el frío era más intenso, y extraños sonidos de criaturas desconocidas resonaban en la oscuridad. Sacó su espada Filo del Alba y avanzó con cautela. De repente, el Lich señaló una formación rocosa.
—Allí, detrás de esa roca. Un depósito de mineral de fuego, nivel tres.
Arthur corrió hacia el lugar y, para su sorpresa, descubrió un yacimiento rojizo. Tomó su pico y comenzó a golpear la roca. Después de unos minutos, obtuvo dos piedras de fuego del tamaño de un puño.
Con una sonrisa de satisfacción, continuaron avanzando, hasta que, de pronto, un grupo de murciélagos de tres patas descendió desde el techo, chillando con furia.
Arthur levantó su espada, listo para atacar, pero antes de que pudiera moverse, las criaturas estallaron en llamas, reduciéndose a cenizas en un instante. El Lich soltó un suspiro aburrido.
—Malditas ratas voladoras. Me irritan sus chillidos.
Arthur lo miró con frustración.
—¡Necesitaba esas cabezas para completar una misión! ¡No las mates tan rápido!
El cuervo soltó un graznido áspero que sonó como una risa rota, seca y sin alma.
—Para la próxima, sé más rápido.
Mientras discutían, se adentraron aún más en la mina, sin saber que, en lo profundo, algo mucho más oscuro y antiguo comenzaba a despertar…
Fin del capítulo.