La caravana avanzaba rápidamente, sus ruedas rechinando contra el suelo helado con cada bache y roca que encontraba en el camino. El viento frío aullaba como una bestia hambrienta, filtrándose por las rendijas del carruaje y haciendo temblar las cortinas de seda que colgaban de las ventanas.
Dentro, dos mujeres se sentaban cerca del inconsciente joven que yacía en el suelo, sus cuerpos balanceándose al ritmo del traqueteo constante. El aire era denso y pesado, cargado con el olor metálico de la sangre y el sudor frío de la batalla reciente.
Carian, con el ceño fruncido y los labios apretados, lo observó en silencio durante un largo rato. Finalmente, rompió el tenso silencio, su voz apenas un susurro, pero llena de preocupación.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó, sin apartar la mirada del joven cuyos ojos permanecían cerrados, las marcas de su sufrimiento aún visibles en su rostro pálido—. Las pociones que usamos no surtieron efecto.
Miela, sentada junto a ella, también lo miraba, sus ojos reflejando una mezcla de tristeza, frustración y algo más difícil de descifrar. Cerró los ojos un momento, dejando escapar un suspiro que parecía cargar con el peso de mil batallas.
—No lo sé... —admitió en voz baja, sus manos apretadas sobre sus rodillas—. La última vez, él mismo expulsó el maná que lo corroía... pero ahora está inconsciente. Y sus heridas... se ven mucho peor.
Por un momento, ambas mujeres guardaron silencio, solo interrumpido por el constante crujir de las ruedas del carruaje y los aullidos del viento que golpeaban las ventanas. El frío se filtraba entre las cortinas, pero ninguna de ellas parecía notarlo. Sus pensamientos estaban con el joven que yacía a sus pies, atrapado en una lucha contra un poder que su cuerpo no podía controlar.
Un velo de preocupación cubría sus semblantes.
Carian apartó la mirada del joven y se volvió hacia su compañera. Su voz sonaba más firme esta vez, como si acabara de tomar una decisión importante.
—Sabes que soy sensible al aura de las bestias, ¿verdad? Por eso muchas me detectan... y me persiguen. —Hizo una pausa, sus ojos reflejando una mezcla de curiosidad y preocupación—. Pero lo que siento ahora es diferente... es algo más profundo.
Miela la miró, desconcertada. No era común ver a Carian tan seria.
—¿A qué te refieres?
Carian respiró hondo, sus manos temblando ligeramente. Era como si estuviera a punto de revelar un secreto que había guardado durante mucho tiempo.
—Durante toda mi infancia, me dediqué a leer y estudiar este mundo. Nunca aprendí a blandir una espada... El conocimiento siempre fue mi razón de ser. —Hizo una pausa, su mirada fija en Arthur, cuya respiración era débil pero constante—. En esos libros antiguos, descubrí algo... historias sobre tiempos olvidados. Cuentos sobre cómo Lost fue atacado por demonios de otro mundo. Para sobrevivir, ellos se fusionaron con núcleos de bestias para obtener su poder. Siempre creí que eran solo leyendas... hasta hoy.
Miela frunció el ceño, cada palabra de Carian la hacía sentir un escalofrío.
—¿Qué estás diciendo...? —preguntó, sin poder ocultar la inquietud en su voz.
Carian se inclinó hacia Arthur, observando su rostro pálido y su pecho que se alzaba con esfuerzo.
—Él no es de este mundo —dijo finalmente, sus palabras pesadas como el hierro—. Puedo sentir el aura de una bestia en su interior... pero hay algo más, algo que no pertenece a este mundo.
Hizo una pausa, respiró profundamente para calmar sus propios nervios, y continuó:
—Su cuerpo... no está hecho para soportar maná. Es como si estuviera usando un poder para el que no fue diseñado. Cada vez que lo intenta, su cuerpo se rompe desde adentro.
Miela abrió los ojos como platos, su respiración se aceleró por un momento.
—¿Un joven de otro mundo...? —susurró, apenas creyendo lo que escuchaba.
Carian asintió con tristeza, sus ojos fijos en Arthur.
Sin perder tiempo, Miela colocó su mano sobre el pecho de Arthur. Cerró los ojos y dejó que una hebra de maná fluyera hacia su núcleo. Al instante, sintió algo extraño, un poder denso y salvaje, como si una bestia dormida se agitara en las profundidades de su cuerpo.
Miela retiró la mano de su pecho, su rostro reflejando asombro y preocupación.
—Es verdad... lo que hay en este joven... es un núcleo.
Carian cerró los ojos y soltó un suspiro cargado de impotencia, su mente luchando por aceptar lo que acababa de confirmar.
—Eso explica por qué su cuerpo está en este estado. No es que sea débil... es que su cuerpo no está hecho para soportar algo tan peligroso. Es como si intentara contener el rugido de un dragón en un frágil recipiente de cristal.
Hizo una pausa, mirando al joven que yacía inconsciente, su rostro pálido y su respiración entrecortada.
—Pero esto es cruel... —murmuró, sacudiendo la cabeza con frustración—. ¿Quién lo trajo aquí? ¿Para qué darle un núcleo de bestia y abandonarlo a su suerte...? Es como dejar a un niño en medio de una tormenta, sin refugio ni guía.
Miela apretó los labios, sus manos temblando ligeramente. Ese joven le recordaba a ella misma cuando, años atrás, salió a cazar en busca de fuerza y respeto. Pero a diferencia de ella, este muchacho no luchaba por fama o reconocimiento... sino por sobrevivir. Muchos en su lugar ya habrían muerto, pensó. Pero él... sigue luchando.
Carian suspiró, su mirada llena de una mezcla de admiración y tristeza.
—Sabiendo todo esto, la única forma de ayudarlo es que absorba el maná que lo corroe y nos permita curarlo. De lo contrario... su propio poder lo consumirá.
En ese instante, Arthur abrió los ojos con dificultad. Sus párpados temblaron, sus pupilas desenfocadas, y al ver a las mujeres que lo rodeaban, murmuró con voz débil:
—¿Qué... pasó...?
Miela se inclinó hacia él, sus ojos llenos de sorpresa y alivio al mismo tiempo.
—¿Puedes mantenerte consciente? —le preguntó, sin poder ocultar la preocupación en su voz.
Arthur tragó saliva, sus labios secos y agrietados.
—Puedo... intentarlo...
Carian se apresuró a intervenir, acercándose más.
—Escucha, soy Carian. Necesitamos que guíes el maná de tu cuerpo de vuelta a tu núcleo. Si no lo haces... no podremos salvarte.
Arthur frunció el ceño, el miedo reflejándose en sus ojos. Sus recuerdos eran confusos, pero el dolor seguía presente, como una llama que nunca se apaga.
Miela tomó su mano herida, apretándola con una firmeza inesperada.
—Tranquilo —le dijo, su voz baja pero firme—. Solo concéntrate. Si no lo haces, nadie podrá ayudarte... Tal vez nadie más en este mundo podría salvarte.
Arthur sostuvo su mirada por un momento, viendo algo en ella que no había notado antes. Aunque apenas la conocía, en sus palabras había sinceridad... y una inesperada calidez que lo hizo aferrarse a un último rayo de esperanza.
Cerró los ojos lentamente, dejando que su mente se hundiera en la oscuridad, en busca del maná que lo devoraba desde dentro.
Vamos... concéntrate, se dijo.
Poco a poco, Arthur comenzó a guiar el maná que se agitaba violentamente en sus brazos de regreso a su núcleo. Sentía como si cientos de cuchillas ardientes rasgaran su carne desde adentro, un dolor tan intenso que le robaba el aliento. Su conciencia tambaleaba como una hoja arrastrada por el viento, frágil y a punto de romperse. Cada segundo era una tortura, pero ya conocía ese sufrimiento. Había aceptado el riesgo.
El dolor era insoportable. Sus músculos se tensaron hasta el límite, sus huesos crujieron bajo la presión, y el sudor empapaba su piel, formando pequeños charcos en el suelo del carruaje. Sus dientes rechinaban y algunas lágrimas se escaparon de sus ojos cerrados, corriendo por sus mejillas.
Miela y Carian lo observaban en silencio, sus rostros sombríos. Carian, que había pasado gran parte de su vida en bibliotecas y salones de estudio, se encontró reflexionando sobre los jóvenes ricos que había conocido: arrogantes, mimados, presumiendo armas valiosas que sus padres les compraban o habilidades heredadas. Siempre le habían desagradado. Por eso, se refugió en los libros, soñando con las historias de aventureros valientes que cazaban dragones y exploraban mazmorras.
Pensé que se divertían... se dijo. Pero ahora sé que, detrás de esas historias, hay dolor...
Frente a ella, un joven que apenas entendía este mundo peleaba por su vida. Solo... en medio de la tormenta. Sin maestros, sin aliados, sin destino... solo voluntad.
Miela apretó los puños. Aunque su corazón se había congelado hacía años, no podía apartar la mirada. Recordó su propia lucha, pero ella había tenido un maestro, habilidades, recursos. El cielo la había bendecido. Ella había tenido opciones.
Pero a este joven... ni el cielo ni el mundo lo aceptan.
Eso... era demasiado triste.
Finalmente, Arthur terminó de absorber el maná. Su cuerpo, agotado más allá de los límites humanos, se desplomó hacia un lado, su respiración entrecortada y sus labios pálidos. Perdió el conocimiento en un suspiro, como una vela que se apaga en medio de una tormenta.
Carian reaccionó rápidamente, sacando varias pociones de su bolso y vertiéndolas sobre el cuerpo del joven. El líquido brilló intensamente al contacto con su piel, y en menos de cinco minutos, las heridas comenzaron a cerrarse. Las quemaduras se desvanecieron, los músculos desgarrados se regeneraron, y los huesos rotos se alinearon una vez más.
Carian observó cómo la vida regresaba lentamente al cuerpo del joven, y soltó un suspiro de alivio.
—Dejémoslo descansar... —murmuró, su voz cargada de cansancio—. Debe estar agotado.
Así, mientras el carruaje seguía su marcha, Arthur durmió profundamente, custodiado por dos hermosas damas que, aunque poderosas, se sintieron pequeñas ante la fuerza de voluntad que acababan de presenciar.
Cuando la noche cubrió el cielo con su manto estrellado, la caravana llegó al otro lado del cañón. Allí se alzaba un pueblo llamado Milon. Las luces de una posada lujosa brillaban como faros de esperanza en la oscuridad.
Como antes, Miela y Carian descendieron del carruaje, sus capas ondeando en el viento helado. Esta vez, los sirvientes bajaron a Arthur sobre una camilla y lo llevaron al interior.
El futuro que les esperaba a esos tres... nadie podría imaginarlo.
Fin del capítulo.