[Punto de Vista: Tercera Persona]
El aire estaba viciado de polvo y cenizas. Cada paso sobre el concreto crujía bajo las botas embarradas de los estudiantes mientras descendían con urgencia por los pasillos dañados del USJ.
Akemi encabezaba el grupo, con el rostro decidido y la mirada clavada al frente, aunque sus pupilas parecieran cargadas con cada segundo del infierno que alguna vez vivió. Detrás, Bakugo caminaba como un lobo listo para lanzarse, seguido por Sero, Todoroki, Aoyama —aún con la ropa mojada—, temblaba con cada paso y Kirishima, quien cargaba en brazos a Tsuyu. Ella se aferraba a su hombro con un brazo tembloroso, el otro sosteniéndose apenas a su abdomen, donde el golpe aún dolía como una herida recién abierta.
Hagakure, Ojiro, Kaminari —semiarrastrando los pies mientras recobraba la conciencia— y Momo seguían en silencio, sus rostros marcados por el cansancio y la tensión.
Pero al final, caminando mientras todos trotaban, venía Hades.
Sus pasos eran pesados, su mirada baja. Los ojos cerrados como si evitara enfrentar el mundo delante de él.
Caminaba con el rostro endurecido, una máscara de fastidio... pero bajo la superficie, el miedo se enroscaba como una serpiente. Lo sabía. Iba a enfrentarse a ese monstruo. El verdadero infierno apenas comenzaba.
—¿Estás bien? —preguntó Momo, girando brevemente sobre sus pasos.
No obtuvo respuesta. Hades no la escuchó. Estaba muy dentro de su propia mente, hundido en un remolino de pensamientos que apretaban su pecho como una garra invisible. Momo dudó en hablar otra vez, pero justo entonces llegaron al final del pasillo.
Allí estaban las escaleras. Y justo frente a ellas, desplomada contra el muro de concreto agrietado... la heroína número trece. Estaba rodeada por los alumnos que escaparon del ataque inicial.
Ochako estaba tratando de ajustar su postura con su gravedad 0, Shoji vigilaba una de las entradas, Iida no estaba presente, Tokoyami vigilaba la entrada opuesta a la de Shoji, Mina, Sato y Jiro trataban de ayudar a Ochako a reposicionar a 13, quien apenas y podía respirar.
Un jadeo constante, agónico, brotaba de ella como un silbido quebrado. Su traje desgarrado y la sangre en el suelo decían todo lo que hacía falta.
—¡13! —gritó Akemi, corriendo hacia ella.
Se arrodilló a su lado de inmediato, sobresaltando a los chicos que trataban de ayudar.
—¡Akemi-chan! —gritó Ochako, tambaleándose hacia atrás—. ¿Dónde está el—?
Sus palabras se ahogaron cuando Bakugo junto a Todoroki llegaron detrás de la peli verde.
—Estan bien —respondió, usando sus látigos negros para poner boca a bajo a la heroína—. Deben estar subiendo ahora... —sus palabras se ahogaron con el remordimiento de haber ignorado a la que alguna vez, fue su heroína favorita.
Sus manos ahora manchadas, estaban envueltas por el calor anómalo de una hemorragia constante. Su voz se quebró por un instante.
—¡Momo! ¡Rápido! ¡Necesitamos tu quirk!
Momo, que estaba a mitad de camino en las escaleras, se giró mirando de reojo a Hades, que se había detenido al pie de las escaleras. Estaba quieto. No por frialdad, sino por el miedo que lo había encadenado.
Él no levantó la cabeza.
Momo apretó los labios y negó levemente. No era momento para preocuparse por cosas sin sentido. Aún sabiendo que simplemente será ignorada. Por ahora, la necesitaban en otro frente.
....
Mientras los demás rodeaban a Trece y ayudaban con los suministros, Hades se mantuvo inmóvil. Observó sus propios pies. Su corazón latía con fuerza, cada golpe como un tambor de guerra maldito.
Tenía una lata más de aquella bebida energética. La última.
Pero dudaba. Dudaba que eso fuera suficiente para enfrentarse al monstruo.
Dentro de su mente, Haruto rompió el silencio. Su voz era suave... y aún así, extrañamente reconfortante.
—No tienes que hacerlo solo. No es tu cruz, ni tu carga. Es nuestra —respiró profundamente, tratando de abrazar a su contraparte—. Tenemos que protegerlos. No porque seamos héroes... sino porque ellos están bajo nuestras alas —un nudo se formó en su garganta, al notar que Hades lo escuchaba de principio a fin sin interrumpir—. Somos los reyes del aula, ¿recuerdas?
Hades apretó los dientes. Su ceño se frunció con fuerza, como si quisiera romperse la frente con sus propias emociones. Maldijo su suerte en silencio, girando sobre sus talones con pesadez.
Entonces, algo tocó su hombro. Un látigo negro, como una serpiente viva de energía comprimida.
Atado a él, un pequeño auricular colgaba.
Lo miró por un momento.
Dudó.
Pero se lo colocó.
La voz de Akemi sonó dentro de su oído, parecida a un efímero susurro.
—¿Estás listo? Aún tenemos que salvar a Aizawa-sensei.
Por un segundo, el mundo volvió a tener sonido. Los ruidos del combate lejano, los gemidos apagados de los heridos, el crujido de escombros... todo volvió.
Hades suspiró largo y profundo, como si sus pulmones intentaran purgar el miedo. Su ceño se frunció con gravedad.
Sacó la lata.
La abrió con un clack metálico y áspero. Bebió un largo trago. El sabor fuerte a remolacha golpeó su lengua como un puñetazo, amargo y espeso.
Cerró los ojos. Sintió cómo la energía recorría sus venas como fuego líquido.
Su brazo dejó de temblar.
Su torso se estabilizó.
Sus costillas ya no gritaban.
La luz verde que lo envolvía comenzó a latir con más fuerza.
Y entonces, con voz ronca, rasgada y profunda, dijo:
—Hagámoslo.
....
El ambiente pesaba.
El aire olía a sangre, metal y polvo. En medio del caos, Akemi regresaba con pasos rápidos. Sus guantes estaban teñidos de rojo, sus pupilas dilatadas. Había demasiadas cosas ocurriendo al mismo tiempo, y el rugido de su corazón no le dejaba pensar con claridad.
Detrás de ella, 13 se encontraba recostada contra la pared, libre de su abultado traje. El torso estaba envuelto en improvisadas vendas que Momo había creado con urgencia. Ochako, con las mejillas manchadas de lágrimas secas, usaba su Quirk para mantener las vendas en su sitio, ayudando con una gravedad suave, para aliviar el dolor.
Akemi tragó saliva.
—¿Dónde está Iida? —preguntó, su voz apenas firme, pero por dentro, sabía la respuesta.
—Se fue... —respondió Mina, que estaba más pálida de lo normal—. Dijo que iría por ayuda... Que volvería con los profesores.
Akemi cerró los ojos por un momento.
—Cinco minutos... —pensó, llevándose una mano a la barbilla—. Cinco minutos para que llegara All Might... —Suspiró con pesadez, negando con la cabeza—. Cinco minutos... Es demasiado lento.
Cuando abrió los ojos, sintió un escalofrío subirle por la espina dorsal.
Un pensamiento casi intrusivo la golpeó al recordar el rostro de Tsuyu desmoronándose sin poder hacer nada.
Sacudió la cabeza, pero al hacerlo, pudo ver la silueta de Hades caminando hacia el centro de las instalaciones.
Una pequeña sonrisa, casi de alivio se asomó en sus facciones, pensando en que él podría aguantar.
Su figura solitaria avanzaba como una sentencia, cada paso era tan pesado como el anterior. El miedo lo inundaba, pero no dejaría que ese sentimiento lo detenga. No cuando sus hombros parecieran cargar con algo más que el peso de su propio cuerpo. En su mano, el guantelete óseo brillaba con un leve resplandor grisáceo.
—¡A dónde demonios va ese idiota! —gruñó Bakugo con los puños apretados, dando pasos pesados en su dirección.
Todoroki, por su parte no dijo nada. Solo avanzó al unisono con su escandaloso compañero. Su mirada era firme. La quijada tensa. Sin una sola palabra. Sin una sola duda.
—¡Esperen! —gritó Akemi, con una mano extendida—. ¡No pueden ir! ¡No es el momento!
Pero ya era tarde. Sus pasos eran más rápidos que sus palabras.
—Maldición... —Suspiró, palmeando su rostro—. Chicos, protejan a 13 hasta que vengan los maestros.
—¡Irás con ellos! —preguntó Ochako, mirándola con los ojos bien abiertos.
—Tengo que asegurarme que esos idiotas se mantengan con vida....
Sin más palabras, un pequeño rayo verdoso recorrió sus piernas. Se agachó, cada músculo se tensó cuando saltó y comenzó la carrera a por sus dos compañeros.
....
[Mientras tanto. Centro de la USJ]
Los músculos de Aizawa ardían como fuego.
Su respiración era un castigo. Su visión, una ruina.
Los enemigos lo rodeaban. Villanos con cuerpos ajenos a toda lógica humana, de formas monstruosas y sonrisas llenas de hambre.
Uno de ellos —una figura de piel gruesa, reptiliana, con ojos amarillos brillando bajo la luz del domo— se movía de un lado a otro con la lengua expuesta. Silbaba, como si saboreara el momento.
Otro, un mutante con tres brazos en un lado del torso, sonreía con malicia, mientras se hacía crujir los nudillos.
El último, cubierto de filosas placas cristalinas, crujía su cuello con movimientos pesados, sacando su lengua petrea, con burla.
Aizawa apretó los dientes.
Había anulado los quirks de los tres, pero eso no hacía sus cuerpos menos letales. Y él... ya no tenía la fuerza para seguir esquivando.
El reptil fue el primero en moverse, a toda velocidad, usando las paredes para lanzarse como un proyectil. Aizawa apenas se agachó, sintiendo cómo sus cabellos se mecían por el corte del aire. Rodó por el suelo, un gruñido se escapó de su garganta, sintiendo el resentimiento de su cuerpo. Se levantó. Pero el mutante de tres brazos ya estaba encima.
Un brazo lo sujetó del hombro. El segundo le bloqueó la pierna. El tercero lo golpeó en el estómago con fuerza descomunal.
Aizawa sintió un chasquido interno. Tosió saliva mezclada con sangre y cayó de rodillas, su respiración ahogada entre jadeos erráticos.
El cristalino se adelantó, queriendo terminar rápido. Sus placas brillaban como cuchillas. Alzó el brazo como si fuera a ejecutar la última orden.
Entonces, algo cambió.
Un impacto sordo resonó en el aire.
THUNK
La figura del cristalino se detuvo en seco. Sus ojos se abrieron por un instante antes de salir volando por los aires con una violencia grotesca. Su cuerpo se estrelló contra una columna con un ruido quebradizo.
Aizawa alzó la mirada. Su visión borrosa le permitió ver apenas la silueta de un chico.
Hades.
El guantelete en su mano derecha aún humeaba. Su rostro estaba sereno, pero sus piernas... temblaban.
—¿Qué haces aquí...? —murmuró Aizawa, escupiendo a un lado—. Esta no es tu pelea.
—¿De verdad? —bufó, agachándose un poco, con la palma aún humeando por el impacto—. Qué mal... aún recuerdo cuando me nombraron el rey... y los reyes no dejan que sus súbditos se maten sin propósito.
Aizawa no supo si reír, suspirar, o gritarle. Su boca se abrió en un intento de enfatizar sus últimas opciones.
Pero no le cedieron tal lujo.
El mutante de tres brazos rugió, lanzándose de nuevo, sus tres brazos se expandieron como si de una trampa de oso se tratase.
Sus pasos retumbaron, bajó su postura, levantó su puño izquierdo por sobre su cabeza y lo estampó contra el suelo como si fuera un martillo.
Hades apenas lo esquivó, pero el segundo y tercer brazo cayeron sobre él, aprovechando la distracción.
THUNK
Sus apéndices musculosos lo alcanzaron de lleno. Uno de ellos golpeó su costado izquierdo, robándole el aire de los pulmones; el otro su pierna derecha, haciendo que su rodilla cediera.
Hades gruñó por el dolor. Su postura vaciló. Su cuerpo fue empujado contra el suelo, el polvo se levantó rugiendo su caída. El villano se alzó sobre él, levantando sus tres brazos, listo para acabarlo.
—¡Muérete mocoso de mierda! —gritó, bajando sus brazos.
Pero cuando estuvieron descendiendo, Hades levantó su brazo derecho. Su guantelete brillaba y despedía un ligero vapor blanquecino.
Sus ojos se agrandaron, su pecho se contrajo por el inminente impacto, pero no vaciló. En cambio él gruñó.
—¡Mi turno, maldito bastardo!
El aire alrededor tembló. El guantelete se contrajo, los puños del villano estuvieron a milimetros de alcanzarlo, pero en ese momento el guantelete explotó. Una onda expansiva emergió y cortó el polvo de sus alrededores.
¡BOOOM!
El cuerpo del mutante voló como un trapo. Chocó contra escombros y el barandal del segundo piso, incrustándose en la pared.
Hades respiró agitado, su pierna temblaba, quejándose del dolor cuando trató de reincorporarse.
Aizawa, por su parte apenas se empezaba a recuperar. El cansancio acumulado y el incesante uso de su Quirk le estaba pasando factura.
—Tienes agallas... mocoso problemático —murmuró.
—Je... soy un maldito dios después de todo.
Sus palabras cortaron el espeso ambiente que estaba envenenado de polvo y miedo.
Aizawa apenas podía mantenerse en pie. Su visión era un espejismo borroso de sangre, sombra y movimientos salvajes. Los músculos de su cuello y brazos estaban tensos, el pecho agitado por una respiración a punto de ceder. Cada vez que parpadeaba, el ardor le perforaba las córneas. Sus tímpanos solo podían procesar el sonido de los gruñidos y escombros cayendo.
Su Don le estaba costando más que nunca. Rodeado de mutantes deformes, estaba acorralado, la espalda recta por pura disciplina, más por costumbre que por fuerza.
El villano de piel escamosa, con ojos como cuchillos mojados, se acercó reptando a cuatro patas, ágil como una bestia domesticada por la crueldad. Su aliento era ácido y caliente. Sonrió, mostrando dientes de tiburón.
Hades se paró firme, ignorando las punzadas de dolor de su rodilla. Lo miró fijamente, mientras caminaba con calma calculada. Sus botas apartaban los escombros, su brazo aunque temblaba, despedía un vapor grisáceo, más denso y caliente que la anterior. El guantelete se mantenía firme, la construcción de huesos se aferraba a su piel sin descanso alguno.
—¿Aún puedes continuar, mocoso?—masculló Aizawa, escupiendo sangre al suelo.
Hades sonrió con amplitud, mostrando sus filosos dientes manchados en carmesí. Sus ojos estaban fijados en el reptil que se jactaba de una cena que nunca llegaría.
—Recién estoy calentando.
Entonces, comenzó la danza.
El reptil embistió con una velocidad que traicionaba su tamaño. Garras brillando bajo las luces rotas del domo, reflejaban los rostros de sus presas.
Aizawa apenas tuvo tiempo de aflojar su bufanda, pero Hades ya estaba en movimiento. Levantó su brazo derecho, la palma abierta, recibiendo el primer golpe como si atrapara una piedra arrojada. Su brazo retrocedió, el desgaste provocó que su codo se resintiera. El guantelete absorbió el impacto con un sonido sordo, como el eco de una puerta que se cierra en una tumba.
Con un gruñido bajo, retrocedió un paso, para mantener su peso con la pierna izquierda.
El reptil giró sobre su eje, usando su cola como látigo, azotando el flanco de Hades con una fuerza que habría partido costillas civiles. El chico se tambaleó, pero se negó a caer otra vez.
En cambio, giró con el impulso, transformando el golpe recibido en una embestida. Su puño envuelto en hueso impactó contra el estómago del mutante, haciéndolo gruñir con un sonido gutural. Pero ese pequeño golpe no fue suficiente.
El villano se agazapó y lanzó una lluvia de zarpazos, rápidos, erráticos, destinados a desgarrar, romper y desangrar.
Hades los recibió de frente
Uno. Dos. Tres cortes. El guantelete resistía, pero el resto de su cuerpo comenzaba a resentirse, su ropa se rasgó, sangre comenzaba a brotar en pequeños hilos.
Su respiración se hizo más rápida, no por miedo, sino por cálculo. El daño acumulado alimentaba el mecanismo dormido en su brazo derecho.
—¡Hades! —gruñó Aizawa, a su lado, envolviendo los brazos del villano.
Dio un salto hacia delante, las vendas se tensaron, el contrapeso del maestro provocó que los brazos del lagarto retrociedaran, sin poder luchar contra el empuje.
Hades no dudó. No necesitó una orden. No necesitó una señal. Él ya estaba ahí.
Un paso. Una respiración. Un salto corto.
Plantó la palma contra el estómago del villano. La piel escamosa crujió bajo su mano.
—¡Cómete esto, estúpido pejelagarto! —gritó, su palma comenzó a brillar, condensando luz desde el centro.
¡BOOOM!
Un segundo después, la explosión fue liberada como una bestia de sus cadenas.
Fue como un latido invertido. Un estallido sónico que retumbó en la cavidad torácica de la criatura y lo lanzó hacia atrás como una marioneta con los hilos cortados. Su cuerpo atravesó dos escombros antes de estrellarse contra una columna rota.
Las vendas de Aizawa se contrajeron, volviendo con su dueño.
El silencio que vino después era grueso, pegajoso. Aizawa bajó los brazos, jadeando por el esfuerzo, mientras se acomodaba la bufanda.
Hades mantuvo la mano en alto unos segundos más, sintiendo el resentimiento en sus articulaciones por constante.
Con movimientos lentos y medidos, la bajó. Su cara seguía neutra, pero los hombros estaban tensos, sudor frío recorría su mente, aguantando el dolor que lo carcomía desde dentro.
Pero el descanso duró poco. Malditamente poco.
Desde el centro, parado encima de una fuente, se escuchó la risa seca y quebrada de Shigaraki.
—El subjefe fue salvado por un esbirro... —murmuró como quien narra un juego—. Jojojo... que... tragicómico.
Pero ninguno de los dos le prestaron atención. Sus focos estaban fijos al costado del loco.
Justo ahí, un zumbido anómalo rasgó el aire. Un parpadeo turbio, un cambio de presión género un remolino tan negro como la noche.
Kurogiri emergió entre vapores violáceos como un espectro, su silueta nebulosa tomando forma en el borde de la fuente.
Caminó despacio, sin levantar el polvo, como si no tocara el suelo.
—Shigaraki —su voz flotaba, densa y formal, casi ausente—. Lamento informarle que uno logró escapar.
Shigaraki se quedó quieto. Por un instante, el joven psicópata fue una estatua tallada en carne seca y malicia. Luego, sus dedos comenzaron a temblar, elevándose cerca de su cuello.
Primero fue su índice. El temblor similar a una infección, devoró todos sus dedos. Como si el odio le brotara desde sus huesos.
—¿Quién?
—No lo sé —respondió Kurogiri—. Están fuera de mi rango.
Shigaraki pateó una piedra. Su grito rebotó contra las ruinas, crudo, lleno de rabia infantil.
—¡Uno! ¡Uno escapó! ¿Es en serio? —Sus dedos se incrustaron en su cuello y comenzaron a rascar de forma errática—. ¿Qué tengo que hacer yo para que las cosas salgan bien?
Su voz era la de un niño al que el mundo le prometió mucho y no le dio nada.
Hades lo observaba. Quieto. Callado. El polvo cubría su ropa y cerraba sus heridas como si la tierra misma intentara absorberlo. No había juicio en su mirada, ni furia, solo una concentración animal. Su respiración era corta, sus manos aún vibraban por la explosión reciente. Pero no hablaba. Solo lo miraba, recordando las notas de Akemi.
Aizawa rompió el silencio, con voz áspera:
—¿Dónde está el resto?
Hades desvió la vista hacia él, apenas.
—Reunidos con la heroína Trece, en la puerta por la que llegamos. Está bien... en su mayoría.
Aizawa cerró los ojos. Solo por un segundo. Como si aquella oración fuera un trago de agua después de días en el desierto.
—Bien. Eso me basta.
Pero el momento se quebró de nuevo con una carcajada.
Una risa seca, áspera, casi quebrada, como si naciera desde una garganta oxidada.
Shigaraki se giró hacia el hombre de rostro de cámara. Un enjambre de insectos metálicos zumbaba en su espalda, como un enjambre mecánico listo para devorar el mundo.
—Empieza la transmisión —ordenó—. Que todos en Japón vean lo que está por venir. ¡La verdadera diversión comienza ahora!
El hombre asintió sin palabras.
De su cuerpo emergieron zumbidos más agudos, como el estiramiento de cables finos y vivos. Los insectos comenzaron a alzarse. Uno por uno, decenas, cientos. Una nube negra, densa y palpitante, se alzó sobre las ruinas como un presagio de tormenta. Las pequeñas luces rojas de sus lentes encendidas, girando, grabando, acechando.
Entonces Shigaraki alzó la mano y señaló el corazón del campo destruido.
—¡Nomu! —Una sonrisa rompió sus resecas facciones, mientras una voz casi gutural tomaba su lugar—. Es tu hora de brillar.
Lo que emergió del fondo no caminaba. No corría. No se movía como algo humano. El sonido que lo precedía era una carcajada grave, como el rugido de un toro cruzado con la risa de una hiena. Era un sonido que no debía pertenecer a este mundo.
Del polvo surgió su silueta de musculatura imposible, piel azabache, ojos muertos. Reía. Reía como si el caos fuera un festín y él el invitado de honor.
El suelo tembló cuando dio un paso. Luego otro. El aire cambió. Se volvió más denso. Más pesado.
Aizawa tragó saliva.
Hades dio un paso atrás. Por miedo y por instinto, algo dentro de él le gritaba que escape, le gritaba que se vaya, pero... el prometió enfrentarse a esa cosa. El monstruo frente a ellos no era algo que pudieran razonar. Era un arma. Un castigo.
Y entonces Shigaraki levantó ambos brazos al cielo, la nube de cámaras flotando sobre él como si lo coronaran.
—¡Están en vivo! —gritó—. ¡Todo Japón los está viendo! ¡Miren bien a estos dos! ¡Este será el sacrificio! ¡El inicio de la nueva era!
Se inclinó hacia adelante, los ojos llenos de fuego.
—La era del caos.
Una risa contenida por sus propios dedos con manchas de sangre en las puntas, intentaron acallar su burla.
Pero, con una emoción imposible de ocultar, volvió a mirar hacia las cámaras.
—Bueno, bueno... —su voz retumbó por los altavoces improvisados de los drones—. Bienvenidos, queridos viewers. ¡El evento especial acaba de comenzar!
La nube negra de insectos-cámara zumbaba sobre su cabeza como un enjambre de muerte, sus lentes rojos reflejaban el incendio, la ruina, los cuerpos inmóviles. Shigaraki caminaba con lentitud por los escombros, los ojos brillando detrás de los dedos descarnados que le cubrían el rostro.
—Esta... —dijo, extendiendo los brazos—. Esta es la fase final. El jefe de mazmorra, la batalla contra el boss. ¿Pensaron que ya habían ganado? ¿Que habían sobrevivido al calabozo?
Una risotada rota le partió la garganta.
—¡Error de principiante! Esto... esto es hardcore mode. Y ustedes son solo PNJs con fecha de caducidad.
Las cámaras se diseminaron por el cielo como insectos exploradores. Y entonces, la transmisión apareció.
En cafeterías. En estaciones de metro. En televisores de escaparates. En pantallas colgadas de rascacielos. En casas, escuelas, cuarteles. Y en un hospital de Musutafu.
La pantalla del área de descanso parpadeó. Una enfermera interrumpió su almuerzo. Era Inko.
Alzó la mirada con una sonrisa tenue que se quebró al instante.
Ya que, en la pantalla, vió a un chico demasiado familiar para su propia comodidad.
Cabello oscuro, ojos carmesí que brillaban con la tenue luz que despedía el domo. Tenía sangre seca en la frente y en los labios, una muestra de sus anteriores peleas. Pero su registro no escapó de los ojos de una enfermera experimentada.
Con ligero horror, Inko logró ver varias marcas de rasguños que decoraban su torso levemente expuesto. Su uniforme ennegrecido por los bordes, provocó que ella tragase saliva de forma inconsciente.
A su lado, estaba un hombre de mirada severa y cabello despeinado hasta los hombros. Su postura era baja, la bufanda estaba firmemente sujetada entre sus dedos.
Los dos estaban de pie. Casi tambaleándose. Como si el viento los empujara y resistieran por pura fuerza de voluntad.
Inko dio un paso al frente, olvidando su comida sobre la bandeja.
—¿Hades...? —susurró. Pero nadie respondió.
Los murmullos crecieron. Gente paralizada frente a los monitores. Los nombres en los labios. ¿Era la U.A.? ¿Qué estaba pasando?
Un niño dejó caer su helado cuando la pantalla enfocó al monstruo que se acercaba con paso lento.
Entonces, Shigaraki volvió a aparecer en pantalla. Y gritó con el ardor de un profeta enloquecido:
—¡Nomu...! —hizo una pausa casi teatral, y levantó sus brazos para señalarles—. ¡Mátalos!
La señal se estremeció. Un zumbido agudo invadió el audio.
Y entonces, el mundo se congeló.
Como una corriente eléctrica en el alma, como el presagio de una tormenta que arrastra todo. Una criatura emergió del humo.
Caminaba. No corría. No rugía. No necesitaba. Su cuerpo era grueso como una muralla, sus músculos tensos como cables de acero. Ojos sin vida, boca desfigurada en una sonrisa brutal.
La sangre se enfrió en las venas. En Inko. En los médicos. En los transeúntes que miraban desde la calle. En el país entero.
Nomu.
El monstruo, ha entrado en el campo de batalla.
—Esto va a ser peligroso —dijo Aizawa, con voz baja, los ojos clavados en la silueta que se acercaba.
Hades se giró apenas, perdiendo su atención en el Nomu.
—Un rey... nunca abandona el campo de batalla.
Aizawa no discutió. Ya no había tiempo para palabras.
Porque en ese momento... una explosión sorda dominó los tímpanos de ambos. Como el chasquido de una bomba de vacío.
El aire explotó y Nomu apareció frente a ellos. De la nada. En un único instante. Ese monstruo se cernió sobre ambos.
Y reía.
Una risa gutural. Como un felino antes de acabar con si presa. Como un niño que juega con un insecto atrapado.
Sus enormes manos cayeron sobre sus cabezas. Pero no para aplastarlos. No fue para atacarlo.
Lo hizo... para jugar.
Los palmeó como si fueran trofeos baratos. Aizawa y Hades retrocedieron instintivamente. Las pupilas dilatadas. La piel de gallina.
Aizawa activó su Quirk al instante. Sus ojos se encendieron en carmesí.
Hades alzó el puño, dió un paso al frente pero...
Nomu ya no estaba.
El aire silbó, una ráfaga de viento golpeó su rostro, despeinando aún más sus cabellos.
Ambos giraron al mismo tiempo por puro instinto.
Pero era tarde...
Demasiado tarde.
El Nomu estaba detrás de ellos, sonriendo ampliamente. Baba se escapaba de su pico, y sus ojos muertos no parpadeaban.
Por un segundo, Hades sintió algo frío subirle por la columna.
No era miedo. No en sí. Era la comprensión de algo inevitable. Como si la tierra se abriera bajo sus pies y no hubiera nada a lo que aferrarse.
Shigaraki reía, ya sin contenerse.
—¡Esto es arte! —gritó, sus ojos tan abiertos que podrían caerse—. ¡Miren bien, Japón! ¡El sacrificio de la vieja era! ¡La masacre de la U.A. ha comenzado!
Su burla continúo, volviéndose cada vez más asquerosa, pero... tanto Aizawa como Hades no lograron oír nada.
Silencio.
Eso fue lo que sintieron. En el pecho, en la garganta. Un silencio denso, como un presagio. Como el sonido del mundo antes de un desastre.
Aizawa tragó saliva, pero su boca estaba seca. Sus labios agrietados, por un momento se olvidó de respirar. Sus ojos estaban clavados en la figura que se deslizó tras ellos.
Hades no pudo hacer nada más que guardar silencio. Sus ojos brillaron, su mente lo tragó y sus recuerdos lo empañaro.
En una fracción de segundo ya no estaba en la USJ. El monstruo había desaparecido.
Y en su lugar... un hombre de barba poblada, tan blanca que parecía hecha de lana. Estaba parado frente a él. Sus manos ásperas lo sujetaban firmemente por los hombros, su rostro estaba oculto por la oscuridad.
El olor almizclado de la basura invadió su nariz. Por un momento trató de moverse, trató de hablar.
Pero, con un gesto casi de súplica el hombre habló.
—Quédate callado hijo... —sus manos se deslizaron hasta tocar las suyas y las levantó hacia su rostro—. Así... hazlo así...
Hades lo miró fijamente, su mente comenzó a doler, la vista se nubló. Un dolor en el pecho lo devolvió al presente.
Y allí, una gota de sudor descendió lenta desde su frente.
Su mente le había fallado, arrastrándolo a un lugar que no recordaba.
Pero no era tiempo de pensar en ello. Después de todo, tenía un monstruo frente a él, que lo miraba fijamente.
Él sintió un escalofrío arañar su espalda, y un sentimiento primitivo. Algo que incluso un dios no quería nombrar, lo invadió de pies a cabeza.
Era miedo.
Pero no hubo tiempo para pensar. Para reflexionar. Para medir la amenaza.
El Nomu apareció frente a ellos una vez más, solo para burlarse de ellos y mostrar que no tendrían oportunidad alguna contra él.
Ambos se tensaron al instante, sus rodillas sedieron apenas, estaban listos para un embiste, pero nunca llegó.
Él... solo caminó. No corrió, no los embistió, no gruñó.
Simplemente estaba allí. De la nada. Como si el mundo se hubiese equivocado y lo hubiera dibujado sin previo aviso.
Y su mano descendió, casi jugando.
Una pequeña palmada, igual a la que usan para saludar. Fue un simple gesto.
Como espantar a un insecto.
Hades apenas pudo parpadear, sus pulmones apenas habían tomado aire cuando el brazo del Nomu se movió, rápido pero sin esfuerzo, como si quitara una piedra del camino. No hubo odio en sus ojos. Ni violencia. Solo indiferencia.
Pero el mundo se rompió para Hades.
Y por una milésima de segundo, su mente solo pudo procesar algo: Él no era nada a los ojos del monstruo.
El impacto fue un trueno contenido. Como si un tren se hubiera estrellado contra su cuerpo. Apenas y logró alzar su brazo, y su guantelete absorbió parte de la fuerza. Pero no bastó. Nada lo habría sido.
Su cuerpo voló. Literalmente.
Salió disparado como un muñeco arrojado por un niño cruel. Rodó por el suelo, cada vuelta dejando un rastro de tierra y sangre.
Sus pulmones buscaron aire. Pero no lo hallaron.
Su espalda golpeó el concreto y por un instante se quedó allí, inmóvil. El cielo giraba. O tal vez su cabeza. El dolor era un zumbido sordo. Su brazo temblaba. Su pecho ardía.
Aizawa giró de inmediato. Pero su foco se desvió.
El Nomu lo notó.
Y entonces se movió.
Como una sombra viva, lanzó su puño con la intención de quebrarlo en un solo golpe.
Pero...
Una explosión rugió.
Chispas, fuego y humo lo rodearon, seguidas de una oleada helada que se esparció como una peste blanca.
El torso del Nomu fue envuelto en las frías garras de un iceberg.
—¡Muérete, maldito engendro! —gritó Bakugo, descendiendo con una expresión crispada, furiosa, casi animal.
Todoroki lo siguió en silencio, con los ojos fríos, su respiración contenida, el brazo extendido hacia el hielo que se aferraba al monstruo.
Akemi llegó un segundo después.
Sus látigos negros se agitaban como serpientes rabiosas, pero no atacaban. Vibraban. Titilaban. Se retorcían con nerviosismo.
Ella no hablaba.
Su vista se desvío por solo un segundo hacia Hades. Tirado. Sangrando. Con el uniforme chamuscado, jadeando en busca de aire como si fuera menos que un animal. Sus dedos cavaban en el suelo como si buscara aferrarse a la tierra para no hundirse en ella.
Y sus ojos...
Akemi sintió algo dentro de ella encogerse.
No eran ojos de un dios que tanto proclamaba ser.
Eran ojos de alguien... roto.
Alguien que había sido aplastado por algo que no alcanzaba a comprender.
Y Shigaraki reía. Se relamía los labios lleno de emoción.
—¡Eso es! ¡Eso quiero ver! —gritó, como un niño en una sala de juegos—. ¡Quiero verlos caer! ¡Uno por uno! —su espalda se arqueó hacia atrás, sujetando su rostro—. ¡Transmitan esto bien! ¡Que Japón vea cómo sus futuros héroes se arrastran como insectos!
El Nomu rugió acompañando los desvarios de su dueño.
Un sonido gutural. Grave. Que temblaba en los huesos. No era un grito. Era la llamada de un depredador. De algo que no debía existir.
Y la transmisión seguía en vivo.
En todas partes.
El miedo ya no era individual.
Era colectivo.
Era nacional.
Miles de hogares eran testigos de lo que pasaba. Algunos miraban con miedo, otros apartaban la mirada. Varios heroes retirados tuvieron que apagar la pantalla.
Pero muchos otros... miraban la escena con morbo.
Y estaba empezando a crecer.
Akemi no dijo nada al principio, solo miraba al muchacho arrastrándose sin emoción alguna.
Pero dentro de ella lo sintió.
La decepción.
Como una puñalada lenta que no cortaba carne, sino expectativas. Hades, tirado en el suelo, jadeando como un perro herido, con los dedos hundidos en el polvo como si buscara aferrarse al mundo para no ser arrancado de él. Su respiración era irregular. Su brazo colgaba. Su guantelete humeaba. No había divinidad en su mirada. Solo desorden. Solo duda.
¿Eso era todo?
—¿Este era el dios que tanto había idealizado? ¿Este era el que Nezu fichó? ¿Este era el que había considerado mi pieza mas fuerte?
No... a sus ojos, él era solo otro niño sucio con delirios de grandeza, arrastrado por la suerte de estar en su camino. Un vagabundo con buena suerte.
Akemi apartó la mirada. Ya no le interesaba.
El sonido del hielo quebrándose devolvió su atención al presente.
El Nomu se retorció, su torso deformándose como gelatina oscura al romper la escarcha. Pedazos del hielo se esparcieron en el suelo como esquirlas de cristal. El monstruo gruñó, un sonido grueso, con burbujas en la garganta, como si su cuerpo estuviera lleno de sangre que nunca supo cómo usar.
Bakugo no esperó a que se liberase.
—¡Cómete esto, bastardo! —gritó, sus palmas chispeando furia, lanzando una descarga explosiva con todo lo que tenía.
Pero el Nomu lo vio. O mejor dicho... lo sintió.
Él solo giró su cuello.
Un gesto mínimo, preciso. Su cabeza esquivó la explosión por milímetros. El aire siseó al quemarse cerca de su piel.
Y entonces...
Bakugo vio los ojos del Nomu. Vio cómo se acercaban, cómo esa frente grotesca se inclinaba hacia él como si quisiera olerle el miedo.
Su mente se trabó. Sus pensamientos lo inundaron, pero al final, solo llegó a un único sentimiento.
Él iba a morir.
Justo antes del impacto, Akemi lo jaló hacia atrás.
En un parpadeo, sus látigos negros se aferraron a su cintura, su brazo y su espalda como serpientes protectoras, y lo arrastraron con una fuerza que rozaba lo sobrehumano.
Bakugo cayó de pie, trastabillando. Su respiración cortada. No dijo nada por un instante. Solo tragó saliva.
Akemi se adelantó, con los ojos afilados, la mandíbula firme. Su presencia llenaba el espacio como una orden no pronunciada.
—Aguantemos —dijo finalmente, dando un paso hacia el frente—. El resto de los profesores vendrán pronto. Hasta entonces, no permitiré que nadie más sea tocado.
Su voz era firme. Casi cruel. No para herir, sino para marcar una línea. Una frontera. No había lugar para errores. No ahora.
Bakugo chasqueó la lengua. Pero no fue por su orden. Lo hizo para él mismo.
—Tsk. Está bien, maldita sea —escupió con rabia contenida.
Todoroki, en cambio, no dijo palabra. Su mirada, más fría que el hielo de su propio cuerpo, se enfocaba únicamente en el Nomu.
Aizawa mantuvo su mirada en Hades por un momento más, la preocupación inundó su cuerpo, pero no era momento de hundirse en ella. Y caminó más cerca del pequeño grupo de tres. Listo para enfrentarse al monstruo.
Akemi no los dejó moverse sin preparación. Tres látigos se transformaron en arneses: uno se enredó por la espalda y piernas de Todoroki, sujetando su cuello de forma firme pero segura. Otros dos hicieron lo mismo con Bakugo y Aizawa.
—Esto es para que no se rompan el cuello por movimientos bruscos—murmuró, mirando a los tres fijamente, que solo devolvieron un ligera asentimiento.
Y entonces, corrieron.
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[Mientras tanto: Hades]
El suelo era su única certeza.
Frío, sólido, áspero. Al menos eso no mentía. No como sus recuerdos. No como sus fantasías. No como él mismo.
Intentó moverse. Solo un poco. Solo un brazo, una pierna, lo que fuera. Pero su cuerpo no era más que una jaula de carne y huesos traicioneros. Sus dedos temblaban, sus pulmones no obedecían. El guantelete chirriaba como si estuviera vivo, vibrando con una energía que no entendía, que ya no podía controlar. Su brazo ardía por dentro, un fuego sordo, agónico. Como si su propio cuerpo lo repudiara. Como si le gritara que nunca fue suficiente.
Y tal vez nunca lo fue...
Él intentó levantar la cabeza, pero... fue un error.
Todo giró. El mundo se volvió un torbellino de formas distorsionadas, sonidos borrosos, y esa punzada aguda detrás de los ojos. Tosió. Sangre espesa manchó su lengua. Ni siquiera tuvo la fuerza de escupirla.
Y entonces, la vio. La única persona quien había visto algo en él.
La única persona que se dedicó sinceramente a él y le dió un techo bajo su cabeza.
Akemi.
De pie, fría como el hielo que Todoroki invocaba a su lado. Imperturbable. Imparable. Controlando la situación como un general en la tormenta. Pero sus ojos... Dios, sus ojos.
No había compasión en ellos.
No había ira.
No había preocupación.
Solo decepción. Pura. Filosa. Como un cuchillo hundido sin apuro.
Cuando sus ojos chocaron entre si, Hades sintió una punzada en su pecho.
Ella no lo miraba como a un aliado. No como a un compañero. Lo miraba como se mira a algo que no funcionó. Como se mira un experimento fallido. Como se desecha algo que no valía la pena.
Y eso... eso le destrozó más que el golpe del Nomu.
Porque la verdad era que él quería ser más. Para ella. No porque la admirara, no porque la necesitara, sino porque... por primera vez, pensó que podía. Que quizás alguien como ella —tan rota, tan peligrosa, tan jodidamente viva— podía ver algo en él que valiera la pena.
Pero estaba equivocado.
Claro que lo estaba.
Porque al final del día... seguía siendo lo que siempre fue.
Un niño muerto.
Un callejero sin nombre, sin futuro. Un vagabundo aferrado a delirios de grandeza. Un segundo intento de persona, formado con las piezas rotas de alguien que murió en un atentado.
¿Qué sabía él de ser héroe? ¿Qué sabía de pelear con propósito? Solo sabía sobrevivir. Robar. Pelear. Huir. Fingir.
Y ahora ni siquiera eso podía hacer.
Su orgullo se deshacía como ceniza entre los dedos. Había jugado a ser un dios, pero la realidad lo había escupido con una palmada. Una sola. Ni siquiera fue un golpe serio. Fue un manotazo juguetón. Como si el mundo se burlara de su arrogancia.
Él no era fuerte.
Él no era un dios.
Él era un niño muerto que había tenido la mala suerte de despertar.
Sus dientes rechinaban, su pecho subía y bajaba como si el aire pesara toneladas. Había tanto dentro de él: rabia, dolor, frustración... pero, sobre todo, vergüenza. Esa que quema sin dejar cicatriz. Esa que no puedes lavar ni gritar ni enterrar.
—¿Por qué mierda creí que podía...? —se dijo a sí mismo.
Pero no hubo respuesta.
Solo el eco de su estupidez.
Intentó sentarse. Solo un poco. El brazo del guantelete le pesaba como plomo. Sus músculos temblaban como hojas en otoño. Una lágrima, única e involuntaria, descendió por su mejilla sin permiso.
Ni siquiera supo por qué.
Tal vez por ella. Por él mismo. Por Haruto.
—Haruto... —pensó, buscando alivio en su contra parte. Pero no llegó.
No un solo sonido llegó de su parte.
La mente de Hades deambuló entre la duda y el dolor.
Por un momento, sintió que él nunca hubiera querido esto. Él solo quería ayudar. Solo quería que la gente estuviera bien. Y ahora estaba atrapado en el cuerpo de un monstruo inútil. De un cobarde. De un fracaso.
Hades miró sus manos.
Su guantelete chisporroteaba como si lo estuviera reprendiendo.
Y por un instante... por un instante fugaz y cruel... deseó no haberse levantado nunca de aquella explosión. Deseó no haber escuchado las almas. Deseó no haber sido nadie.
Porque al menos, si no existes, no puedes decepcionar a nadie.
Ni siquiera a ti mismo.
....
Hades bajó la cabeza por un momento, queriendo evitar la mirada de Akemi.
Pero no pudo evitar mantenerla agachada. Algo dentro de él se lo negaba, su orgullo aunque mancillado se negaba a morir.
Cuando volvió a levantarla, todo se sentía lejos. Como si lo estuviera viendo desde el fondo de un pozo, sumergido en agua negra, espesa, podrida.
Aizawa danzaba con sus vendas, no como un héroe, sino como un hombre que ya había visto demasiadas muertes para permitir una más. Cada giro de su cuerpo, cada tirón de su tela, era preciso, desesperado.
Bakugo, con su furia tan pura, tan idiota, cubría el flanco izquierdo con un frenesí de explosiones que iluminaban el rostro del Nomu por un segundo, cada segundo, como flashes de una cámara que retrataban su monstruosidad.
Todoroki era el equilibrio: hielo nacía a sus pies y subía como una marea serena, pero letal. Cada movimiento era medido. Cada segundo calculado.
Y ella...
Akemi orquestaba. Ella observaba. Sus látigos se extendían y contraían como extremidades ajenas, manipulando a los tres, apartándolos cuando el peligro era inminente. Los salvaba antes del golpe. Antes de la muerte.
Su mente volvió a vagar inútilmente alrededor del mismo pensamiento que lo arrastra hacia el fondo.
Ella... no lo necesitaba.
Y por primera vez, Hades lo sintió con dolor. No porque lo excluyera. Sino porque, en su mente... él no estaba.
No era parte del plan. No era parte de nada.
Su respiración se tornó lenta. Profunda. Inútil.
Lentamente cerró los ojos. Sintió cómo el mundo comenzaba a desvanecerse en la penumbra de su conciencia. Como si el cuerpo, humillado y roto, pidiera dormir para no volver a despertar. Al menos así el orgullo no sangraría más.
Pero entonces...
Una voz. No como un grito. No como un pensamiento. Un susurro. Una presencia entre los restos de lo que alguna vez fue su voluntad.
—¿Eso es todo lo que tienes?... jojojo... No recuerdo haber criado a un mocoso que se rinde tan fácilmente.
Hades abrió los ojos de golpe.
Su pecho se agitó. Su espalda se arqueó como si la misma electricidad le recorriera la columna. Miró a su alrededor, pero no había nadie. Solo la batalla. Solo el rugido del Nomu. Solo el crujido del hielo al partirse. Solo el olor a carne chamuscada por las explosiones.
Y frente a él... su espada.
Clavada en el suelo.
No como una herramienta.
Como una condena.
La hoja, de hueso y colmillos entrelazados, parecía pulsar con vida. Como si respirara. Como si lo mirara. Como si juzgara.
Hades tragó saliva. Cada parte de su cuerpo gritaba. El guantelete chirrió una última vez antes de desvanecerse en partículas blancas, consumido por la aparición de la espada. El metal incandescente desapareció con un suspiro casi burlón, dejando su mano al desnudo. Una mano destruida.Sus piernas, convertidas en barro. Sus costillas, bailando su propia música rota.
Pero algo dentro de él... algo muy, muy hondo... algo que ni siquiera tenía nombre...
Despertó.
No era fuerza. No furia, tampoco fue coraje.
Fue Orgullo.
El más sucio. El más terco. El más miserable.
Orgullo de mierda.
Y no ese orgullo estúpido de creerse un dios, no. Ese ya estaba muerto.
Era otro.
Era el orgullo de quien ha sido escupido por todos. De quien ha sido pisado, olvidado, desechado, y aun así se niega a desaparecer. Era el orgullo que nace cuando el mundo te dice "no vales nada", y tú, con los dientes rotos y el alma hecha trizas, dices "aún no he terminado".
Hades gateó.
No se levantó como un héroe.
Se arrastró como un animal.
Cada palmo ganado era una guerra. Cada centímetro una historia de dolor. Sus uñas se clavaban en la tierra. Su aliento era como el de una bestia moribunda.
Pero no se detuvo.
Ni una sola vez.
Porque esa voz —ese maldito susurro—no lo había dejado morir. Y por primera vez... no se sintió solo.
¿Era Haruto? ¿Era un recuerdo? ¿Era una ilusión?
Para Hades eso no importaba. Ese simple gesto era todo lo que tenía.
Llegó a la espada. Temblando. Llorando sin lágrimas. Con sangre en los labios y vergüenza en cada célula.
Y la tomó.
No porque creyera que podía ganar.
No porque creyera que era suficiente.
Sino porque tenía que levantarse.
Porque alguien, en algún rincón de su mente o de su pasado o de su mentira divina, todavía esperaba algo de él.
Y esa expectativa... era más poderosa que cualquier dolor.
Su mano se apretó con firmeza.
La quemadura que había dejado su guantelete subía desde la palma como una flor carnívora, con bordes abiertos y húmedos, un hedor metálico y almizclado que subía por su nariz y lo hacía vomitar bilis sin necesidad de agachar la cabeza.
Los nervios no gritaban. Suplicaban. Cada latido de su corazón era un tambor tribal que golpeaba la carne viva, cada pulsación una confesión de debilidad que lo empujaba más cerca del abismo.
Sus piernas eran gelatina. No por flojera, sino por la pura ruptura interna: ligamentos desgarrados, músculos sin tensión, huesos que se negaban a sostener lo que alguna vez fue digno de llamarse cuerpo. Sus costillas no eran huesos; eran cuchillas clavadas desde dentro, bailando con cada respiración, haciendo de cada aliento una apuesta a ver cuál perforaría primero un pulmón.
Su aliento era un lamento.
Su corazón, un tambor de guerra vencido. Su columna, un poste partido a la mitad.
Y aun así, su mano se cerró sobre el mango de la espada.
El mango frío. El mango real. El mango que no debía poder sostener en ese estado.
Pero lo hizo.
Con la misma lentitud con la que la muerte se arrastra por los pasillos de un hospital olvidado, Hades empujó su cuerpo hacia arriba. No fue un movimiento. Fue una tortura. Sus músculos protestaron con espasmos. Su espalda crujió como un árbol viejo quebrándose. El sudor era ácido sobre sus heridas, y su aliento se convirtió en jadeo, en hipido, en llanto contenido entre los dientes apretados.
Pero no gritó.
No podía permitírselo.
No cuando había una mirada que ya lo había condenado.
Cuando al fin se puso de pie —temblando como una vela en la tormenta— su sonrisa no era de victoria.
Era de furia.
De terquedad.
De esa clase de orgullo que solo nace cuando todo lo demás ha sido destruido.
Con la otra mano, abrió su bolsillo desgarbado y sacó una botella abollada. La bebida energética, aplastada, perdía líquido por una grieta que corría como una cicatriz por el plástico. Pero él no dudó. No preguntó. No rezó.
Bebió.
Bebió con la desesperación de quien ha estado a punto de rendirse y odia haberse acercado tanto. El líquido bajó como fuego por su garganta, y en su estómago, algo prendió. Algo real. Algo brutal.
La regeneración no fue un alivio.
Fue una sinfonía macabra.
Cada músculo se contrajo como si lo desgarraran y lo tejieran de nuevo con espinas calientes. Cada hueso que se reajustaba gritaba en su mente como uñas en una pizarra. Cada tendón vibraba como cuerda de un instrumento desafinado que alguien forzaba a tocar una nota imposible.
Pero no cayó.
Sus piernas temblaban, pero no cedían. Su brazo quemaba, pero sostenía. Su corazón palpitaba con la rabia de los olvidados.
Levantó la espada a su hombro. Con una sola mano.
Los colmillos de hueso brillaban bajo la luz incierta, como si disfrutaran del dolor de su dueño. Su respiración era una tormenta. Pero sus ojos, sus ojos eran otra cosa.
Ya no eran los de un dios.
Eran los de un hombre que se ha visto reducido a polvo... y ha decidido seguir siendo ceniza ardiendo.
Entonces alzó la vista.
Y vio.
La batalla había terminado.
El Nomu había ganado.
Los cuerpos estaban esparcidos. Algunos se movían. Otros, no. Akemi estaba arrodillada, una mano presionando su costado, su látigo roto.
Bakugo estaba semiinconsciente contra una pared. Todoroki sangraba por la boca. Aizawa había sido arrojado lejos, con una pierna torcida en un ángulo antinatural.
El monstruo jadeaba, cubierto de sangre que no era suya. Sus ojos brillaban con inteligencia salvaje. Con crueldad animal.
Y entonces...
Hades sonrió más amplio.
Sus pasos eran lentos. Pero caminó.
El monstruo se giró hacia él.
Y en ese instante, no había un niño. No había un dios.
Solo había una sombra con una espada de colmillos. Una sombra que no debía estar de pie.
Una sombra que, por orgullo, decidió seguir caminando.
....
Akemi no entendía.
No podía entender. El mundo giraba a su alrededor en una mezcla de tierra levantada, gritos lejanos y un silencio interno tan desgarrador que parecía que alguien hubiese arrancado de cuajo el núcleo de su alma. Estaba de rodillas, con las palmas raspadas y las piernas temblorosas, mirando a la criatura que se alzaba frente a ella como un castigo.
Sus pupilas, antes afiladas como cuchillas, se habían dilatado de puro miedo. El Nomu avanzaba, y cada paso suyo era un retumbar de huesos ajenos, un tambor funerario.
Ella, que controlaba el flujo de la batalla como un titiritero cruel, había caído ante una simple distracción. Una mirada mal calculada. Un simple segundo de soberbia le había costado el control.
Lo que había sido su don y su bendición... ahora era la soga que se apretaba alrededor de su cuello.
Ella, la estratega. Ella, la que lo había vivido antes. Ella, la que debía salvarlos... ahora solo era una niña arrodillada, sin fuerzas, con el pecho oprimido por la culpa y el orgullo hecho trizas a sus pies.
Shigaraki, con esa sonrisa descompuesta de parodia humana, hablaba como si todo esto fuera una comedia negra que solo él podía disfrutar. Desde las alturas, con los dedos retorciéndose en espasmos lentos, reía entre dientes, como si cada palabra fuera veneno goteando en los oídos de los que aún tenían aliento.
—¿Lo ven? ¿Lo ven, idiotas? Cuatro prospectos a héroes caídos en menos de un minuto... —señaló una de las cámaras con una uña mal cuidada y manchada por su propia sangre—. ¿Dónde está su esperanza ahora? ¿Dónde quedó ese cuento barato de justicia? No pueden vencer esto... ¡Mi Nomu no cae con fueguitos ni con hielo de postal! ¡No se detiene por palabras bonitas ni promesas vacías! —una sonrisa cruel apareció en su rostro, remarcando su éxtasis.
El Nomu, su monstruo, gruñía como si lo confirmara, sus movimientos eran seguros, metódicos, como un verdugo al que nada podía tocar.
Pero entonces, el monstruo se detuvo con gruñido bajo, casi un suspiro de molestia.
El Nomu giró su cuello de forma antinatural, como un cadáver siendo animado por un titiritero que no entendía de límites ni de ética.
Akemi parpadeó. No comprendía lo que estaba pasando.
¿Por qué se daba la vuelta? ¿Por qué no la aplastaba, simplemente? ¿Se burlaba de ella? ¿Le daba la espalda como quien desecha algo sin valor?
Y entonces... lo vio.
Como si el mundo mismo le estuviera jugando una broma de mal gusto, como si el universo quisiera recordarle lo poco que sabía, vio esa silueta levantada de entre el polvo.
El cuerpo que creía roto. El chico que pensó inútil. El último del que esperaría algo... ahora estaba de pie.
Su silueta emergía como una estatua rota que se negaba a caer. Su cuerpo era una sinfonía de gritos silenciosos: las piernas temblaban como ramas al borde de quebrarse, su brazo derecho estaba ennegrecido por las quemaduras, goteando una mezcla de sangre seca y piel calcinada.
Su pecho se alzaba y caía con cada respiración como si cada inhalación fuese una guerra. Cada exhalación una derrota temporal. Pero su espalda... su maldita espalda estaba recta. Y en su hombro, reposando como un fragmento de un mundo condenado, estaba su espada. Aquella hoja desproporcionada, monstruosa, formada de colmillos y huesos, tan brutal que parecía más una extensión de su odio que un arma.
El Nomu se detuvo.
Akemi sintió cómo algo vibraba en el aire. Como si el tiempo hubiese contenido el aliento. El Nomu giró por completo, sus ojos muertos buscando la silueta que no debía estar en pie. No con ese cuerpo. No con esas heridas. No con esa carga. Pero ahí estaba.
Y no solo de pie... estaba mirando al frente. Su rostro era una mueca de algo entre el dolor más puro y la más íntima satisfacción de seguir respirando cuando nadie lo esperaba.
Hades no hablaba. No necesitaba hacerlo. Sus ojos, ennegrecidos por las ojeras y la fatiga, gritaban por él. No era venganza lo que lo movía. No era gloria.
Era orgullo de mierda. Doloroso, terco, maldito orgullo de seguir adelante porque no le quedaba nada más.
Los espectadores sintieron un nuevo aliento entrando por sus pulmones. Su estereotipo de héroe levantándose a pesar de sus heridas estaba pasando.
Muchos lo miraron con esperanza. Otros con emoción contenida por el entrenamiento. Pero... Inko lo vió con pena y lástima contenida. Su pecho se apretaba con cada paso que daba Hades. Su respiración se entrecortaba con cada respiración ganada. Ella solo podía imaginarse el dolor que él sentía. Sus ojos estaban fijos en la pantalla al igual que muchos otros de sus compañeros de trabajo.
....
El Nomu dio un paso.
Hades también.
Sus pisadas eran espaciadas, como si cada movimiento fuese un compromiso con el infierno. Y entonces, sin una palabra, sin ceremonia alguna, ambos levantaron el brazo derecho.
El Nomu con el puño cerrado. Hades con su espada que parecía pesar más que sus propias convicciones.
Y se encontraron.
Filo contra carne. Poder bruto contra fuerza del alma.
El suelo estalló bajo ellos. Un cráter emergió con violencia. Las ondas del impacto sacudieron a Akemi, tumbándola de lado, ensuciando su rostro de sangre ajena y barro.
Pero ella no miraba a otro lado. No podía. Porque estaba viendo algo imposible. Algo que rompía toda lógica. Estaba viendo a la pieza rota sostenerse contra el martillo.
Y en ese instante...
En ese maldito segundo en que el Nomu retrocedió medio paso y los ojos de Hades brillaron con una mezcla de agonía y desafío,
Akemi sintió una punzada en el corazón.
No por él.
Sino por ella.
Porque ella fue la que lo descartó demasiado rápido. Ella fue la que no lo vio. No fue paciente, no se esperaba nada de él.
Y una vez más, él demostró ser su reina.
....
Hades dio el primer paso como si el mundo se desmoronara con él.
Su rodilla crujió de puro rechazo al movimiento, pero no se detuvo. El aire silbó, lloró y luego rugió cuando la espada descendió con él, como si la mismísima tierra reconociera el peso de esa decisión. La hoja, enorme, brutal, irracional, cortó el viento en dos con un sonido que parecía salido del estómago de una bestia ancestral.
El Nomu intentó moverse. Lo hizo. Su torso giró con una velocidad antinatural, músculos negando leyes físicas, huesos que no temían romperse si eso implicaba sobrevivir. Pero no fue suficiente.
Varios de sus dedos volaron por el aire, grotescos, palpitantes, como insectos muertos en pleno vuelo. Golpearon el suelo con un sonido hueco, y por un instante, solo un instante, Hades creyó haber abierto una brecha.
Pero no había tiempo para pensar. Solo el siguiente tajo. El siguiente paso. La siguiente respiración, robada a la muerte.
La adrenalina recorría su cuerpo como si su sangre ardiera. No sentía el dolor. O lo sentía tanto que se había convertido en parte de él, un zumbido constante detrás del cráneo, como si el universo mismo le gritara que estaba por quebrarse.
Su visión estaba en túneles rojos. No había técnica. No había estilo. Era él, su espada, y la desesperada necesidad de seguir avanzando. Cada embiste era un martillo de huesos, cada golpe una tormenta de músculos rotos negándose a rendirse. Su cuerpo ya no le pertenecía. Era una máquina impulsada por el orgullo más puro, por el dolor que ya no podía ni registrar.
Pero el Nomu... no retrocedía.
Era como un espejo macabro.
Cada tajo que esquivaba, cada golpe que bloqueaba con su carne blindada, lo miraba. Lo estudiaba.
Los ojos vacíos de la criatura brillaban con esa inteligencia artificial, esa simulación brutal de conciencia que no estaba diseñada para pensar, sino para matar mejor.
Cada ataque fallido de Hades era memorizado. Cada gesto, cada oscilación de muñeca, cada vacilación involuntaria por culpa del dolor... el Nomu lo archivaba en su carne corrupta. Aprendía. Se adaptaba.
Y aún así, Hades no se detenía.
Los dos cuerpos eran un estallido de movimiento, un duelo de titanes en ruinas, con el polvo elevándose en columnas, la tierra cediendo bajo sus pies, y la sangre—la sangre de Hades—marcando un camino rojo detrás de cada paso.
Él rugía, un grito seco que salía desde el fondo de su pecho, casi animal, casi infantil, como un niño que se niega a morir. Su espada golpeó el hombro del Nomu, rebotó con fuerza brutal, giró, y volvió a golpear, tratando de desgarrar su carne. No había pausa. No había estrategia. Solo furia ciega e incontenible que solo crecía con cada latido que retumbaba dentro de su pecho.
—¡Eso es todo lo que tienes, basura de héroe! —rió Shigaraki desde arriba, su voz quebrada como un tambor viejo—. ¡Eso es! ¡Muéstrame esa falsa gloria! ¡Muéstrame cómo se arrastra el "héroe" cuando no le quedan creyentes! ¡Dale más, Nomu, rompe sus malditas alas! ¡Rompe su fe!
Pero Hades no escuchaba.
Porque no había lugar para él en su mente. Solo el siguiente golpe. Solo esa maldita criatura frente a él que no caía. Que bloqueaba. Que aprendía. Que resistía.
Y entonces ocurrió.
En un instante que quebró el ritmo, en una pausa casi imperceptible entre dos respiraciones rotas, la espada descendió una vez más. Pero no tocó carne.
Se detuvo.
El Nomu la había sostenido con dos dedos. Solo dos —los mismos que había cortado—manchados en la sangre del combate, ennegrecidos, viscosos y palpitantes.
El silencio que llegó ahogó toda respiración, ahogó toda esperanza en los espectadores. La respiración de Inko se detuvo en el proceso. Todos estaban incrédulos.
Dos simples dedos detuvieron la hoja, titánica, devoradora, sedienta de sangre... simplemente se detuvo entre ellos como si no fuese más que un cuchillo oxidado tratando de cortar un nabo.
La tierra quedó en silencio.
La hoja crujió como si tuviera alma. Un gemido metálico, seco y profundo se quebró en el aire justo antes de que el Nomu, sin pestañear, sin esfuerzo alguno, rompiera la espada en dos.
No la golpeó. No la empujó. Solo apretó sus dedos. Como quien parte un trozo de pan viejo, la hoja se quebró en un estallido de huesos triturados y esencia rota, esparciendo esquirlas blancas que cayeron al suelo como nieve maldita.
Hades quedó liberado del agarre, pero también de su ancla, su símbolo, su única ventaja real. Sin pensarlo, sin dar tiempo a la desesperación de instalarse, saltó hacia atrás.
Sus músculos gritaron con rabia, cada tendón extendido al límite, sus costillas trizadas lacerando su carne con cada latido. Pero el retroceso no fue completo. Algo lo detuvo.
El pie del Nomu.
Lo había pisado. Con esa precisión inhumana. Su bota apocalíptica aplastó el pie de Hades contra el suelo, una prisión de carne y metal biológico que no necesitaba fuerza extra para inmovilizarlo. El suelo tembló con la presión, y el cuerpo de Hades se dobló con un crujido sordo.
El dolor era absoluto.
Pero no fue el final.
—¡Cambio! —rugió con una voz que ya no le pertenecía, un alarido que salió del fondo de su estómago, encendido por la furia, la frustración, el instinto.
Su brazo derecho se alzó, extendido como una lanza desesperada contra los cielos. Su mano volvió a arder. El fuego invisible la abrazó. La carne volvió a quemarse, a deshacerse, los huesos rugieron en protesta. El guantelete de Larry respondió al llamado de su maestro, reformándose sobre tendones rotos y piel abierta, tejiendo su protección en medio del infierno.
Pero no fue suficiente.
El puño del Nomu descendió.
Y descendió con la furia de un dios antiguo.
Impactó directamente en el brazo extendido. El hueso crujió. No se quebró, se pulverizó, como si nunca hubiera sido sólido. La energía del golpe recorrió el hombro, el pecho, la espalda, y lo dejó sin aliento.
Su boca se abrió en un grito que nunca salió, que fue ahogado antes de nacer por la garra contraria del Nomu. Su mano izquierda se cerró alrededor del cuerpo de Hades como una tenaza infernal, una prisión viviente.
Entonces, lo alzó.
Como un muñeco de trapo ensangrentado, como un trofeo. Hades fue alzado por el aire con la gracia de un cadáver reciente.
Los espectadores sintieron la esperanza morir por completo. Inko ahogó un grito en su pecho, lágrimas comenzaron a caer por su rostro.
Los demás alumnos se estremecieron. La esperanza de ver un nuevo héroe nacer entre ellos, murió tan rápido como escucharon el crujir de su espada.
Ochako, Mina, Hagakure e incluso Momo, sintieron un nudo formándose firmemente en sus gargantas. Sus piernas se volvieron plomo, y sus ojos se negaron a apartar la mirada.
El Nomu rugió, un sonido gutural, enfermo, la expresión de una máquina que por primera vez probaba el sabor de la victoria. Lo levantó por encima de su cabeza, gozando de la sangre que se escurría de su premio.
Y comenzó a apretar. Y apretar. Y apretar.
Shigaraki, arriba, vibraba de risa.
—¡Jajajajaja! ¡Primera kill! ¡Vamos, Nomu! ¡Destrúyelo! ¡Hazlo pedazos, muéstrales lo que pasa cuando juegan a ser héroes! —escupió con los brazos extendidos como si dirigiera una orquesta de caos.
Desde arriba, los estudiantes veían el horror tomar forma. Las palabras del loco les robaron el aliento. La impotencia comenzó a cubrir a cada una de las mentes de ellos.
Ochako se cubrió la boca, temblando, como si su cuerpo no pudiera aceptar lo que estaban viendo sus ojos.
Tsuyu giró la cabeza, apretando los dientes, negándose a mirar, a aceptar que la historia que estaban viviendo podía escribirse con la sangre de un compañero.
Y entonces...
El brazo destrozado de Hades se alzó.
Tembloroso. Hecho trizas. Pero vivo.
Los espectadores estaba al borde del colapso emocional.
El aire era una sábana de plomo que envolvía cada rincón, haciendo que hasta el zumbido tenue de las luces pareciera un grito lejano de angustia.
Las pantallas vibraban con la señal, pero nadie hablaba. Nadie respiraba con libertad. Inko, con las manos tan temblorosas que parecía que sostenía el alma de su hijo entre los dedos, tenía la mirada clavada en esa imagen: la figura de un niño deshecho, colgando como un trapo mojado entre las garras de una bestia salida del mismo infierno.
Los enfermeros y pacientes a su alrededor no entendían la dimensión de lo que veían. Para ellos era solo un estudiante más en peligro, uno de tantos. Pero para ella... no. Ella sabía.
Ella sentía cada segundo como si una garra le rasgara el pecho. Ese niño no era cualquiera. Era Hades. Y cada fibra de su ser, de madre, de mujer rota, lo reconocía aún bajo la sangre, la ceniza y el dolor.
Las transmisiones seguían, sin censura, sin corte, mientras la nación entera se tragaba el miedo con los ojos abiertos de par en par. Los hogares que antes miraban la prueba de los futuros héroes como un espectáculo ahora estaban congelados, petrificados frente a la realidad cruda de lo que sucedía.
Las preguntas comenzaron a envenenar el aire: ¿dónde estaban los héroes? ¿Dónde estaba All Might? ¿Por qué ese chico estaba solo contra ese monstruo?
Y justo cuando la desesperación alcanzaba el clímax, una voz emergió desde el abismo. No fue un grito cualquiera. Fue un aullido primitivo, rasgado, como si la garganta se hubiera abierto desde el alma para vomitar su última voluntad al mundo.
—¡Te arrastraré al mismo infierno del que provengo!
El eco de esa sentencia golpeó el inconsciente colectivo como una lanza de rabia y fuego. No era la voz de un héroe refinado.
Era la maldición de un condenado. La maldición de un niño que se negaba a morir sin devorar al monstruo que lo condenaba.
Y entonces, el brazo destruido se levantó aún más. Deformado, astillado, colgando como si fuera una rama a punto de desprenderse de un árbol seco. La carne abierta, los huesos sobresalientes, el guantelete fundido y todavía latente.
En ese último esfuerzo, la palma de Hades comenzó a brillar, pero no con luz heroica, sino con la agonía de un astro que implosiona.
Un vacío nació entre sus dedos, una ausencia de existencia que deformó el aire, que distorsionó la realidad misma. El tiempo pareció detenerse. Y en un suspiro que rompió la lógica, la explosión sucedió.
No fue un golpe. Fue una condena. El aire fue despedazado, la tierra reventó como carne, y el Nomu fue arrancado del mundo como si una fuerza cósmica hubiera dictado su fin. La mitad superior del monstruo se desintegró, no explotó: desapareció en una ráfaga de presión, huesos, sangre y fragmentos de tejido que llovieron como cenizas infernales.
La cámara vibró, los sistemas se apagaron por milésimas de segundo, y en ese silencio sepulcral, solo una figura permanecía de pie.
Hades, o lo que quedaba de él, estaba inmóvil.
El brazo extendido, ya sin movimiento. El guantelete hecho polvo. La piel de su brazo cayendo a jirones, como pergaminos antiguos quemados por dentro.
Los tendones expuestos, los nervios como hilos arrancados de un instrumento roto. Un niño destrozado que acababa de matar a un dios. Y por un segundo eterno... la esperanza nació.
Akemi, aún con las piernas temblorosas, con el corazón estallando en su pecho, sintió por primera vez en años esa llama cálida que había olvidado: la certeza de que algo tan importante podía cambiar.
La vio, la tocó con el alma. No había más Nomu. No quedaba más oscuridad. Solo el polvo flotando donde antes había estado la amenaza. Respiró hondo, y aunque sus mejillas aún estaban cubiertas de sudor y mugre, sus ojos brillaron con la certeza del milagro.
Los espectadores gritaron, se rieron, anunciaron la victoria con un coro cantado al unísono. La esperanza y el alivio brotó de sus pechos.
Inko logró respirar nuevamente, tambaleándose por el alivio que sintió.
Pero...
El milagro duró poco. Absurdamente cómico.
Un grito quebró el aire como un trueno infernal. No era humana. Era como el sonido de uñas arañando una lápida desde dentro.
—¡Noooooooo! —gritó Shigaraki, arrodillándose y agachando la cabeza.
Pero... una carcajada rompió su anterior grito. Él reía con la garganta abierta, el rostro desfigurado por la euforia, los dientes amarillentos expuestos como los de un cadáver que nunca supo morir.
Su voz, aguda, histérica, repugnante, se escuchó por encima del humo, como si se alimentara del momento que venía.
—¡Jajajajajajaajajaja! ¿Eso era todo? ¿Esa era tu ultimate? —gritó, y sus carcajadas se retorcieron como víboras en los oídos de todos—. ¡Eso te hizo pensar que ganaste!
Y fue entonces que toda la nación lo vió.
Y Hades con el cuerpo hecho trizas, la sangre manchándole la vista, vio una mano. Una mano ennegrecida. Un brazo abultado emergió entre las cenizas, como una flor impía que se niega a marchitar. Y lo acarició.
No lo golpeó. No lo estranguló.
Lo acarició.
Con lentitud. Con una ternura monstruosa, burlona. Como si la muerte misma le dijera que todo había sido una broma cruel.
La carne del Nomu comenzó a sanar.
Las fibras musculares se tejieron con suavidad impía, como seda maldita.
Los huesos encajaron con precisión quirúrgica. Los ojos se formaron de nuevo, y una sonrisa retorcida por la emoción rompió sus facciones.
Y con ello, la esperanza murió.
Hades levantó la mirada apenas, forzando sus músculos rotos a obedecerle una vez más.
Su cuerpo ya no respondía con fuerza, sino con dolor. El mundo frente a sus ojos oscilaba como una llama al borde de extinguirse, pero aun así, vio... la sonrisa. Aquella mueca amplia, grotesca, inhumana. Una sonrisa que destilaba crueldad, no por odio... sino por disfrute.
El Nomu lo miraba como se observa a un insecto que aún se retuerce bajo una piedra. Sus ojos vacíos lo perforaban, no con furia, sino con una calma homicida, y con la lentitud de una ejecución ceremonial, alzó un solo dedo. Un gesto simple, ridículo, pero que en ese momento pesó más que una montaña.
El dedo descendió, cargado de un destino que no podía detenerse. Una sentencia final.
Pero Hades, con su pecho ahogado, con la garganta hecha trizas, gritó.
No por poder. No por gloria. No por venganza. Fue por sobrevivir.
—¡Cambio!
Y el mundo respondió.
La espada, aún partida, aún agrietada desde el alma misma del metal muerto, surgió entre él y el dedo de la criatura. No fue un acto de magia, sino de voluntad absoluta. Un eco de humanidad rota que aún se niega a arrodillarse.
¡CLANG!
El acero de hueso y dolor recibió el golpe con un crujido que pareció el lamento de mil tumbas quebrándose a la vez. Se agrietó. La energía del impacto fue tal que Hades salió volando, rodando por el suelo como un insecto aplastado, como un juguete desechado por un dios cruel. Su espalda se estrelló contra un muro de concreto con un sonido seco y brutal, y el polvo lo envolvió como una mortaja.
Cayó de rodillas, y frente a él, la espada quedó clavada en el suelo, temblorosa, casi quebrada... pero aún erguida. Hades cayó sobre ella, apoyando su cuerpo contra el mango, jadeando, desangrándose, temblando.
Sus ojos no lloraban. Ya no podían.
Su golpe más fuerte no había sido más que una mala broma. Una risa que solo la muerte celebró.
~~~~~~~~~~~~~~~~•~~~~~~~~~~~~~~~~
[Mientras tanto...]
Los pasillos del instituto eran un laberinto de ecos lejanos y pasos apresurados. Iida corría. Corría como si su alma estuviera en llamas, como si el tiempo mismo quisiera tragárselo.
Los gritos se mezclaban con el zumbido de alarmas rotas, con las sirenas lejanas, con el palpitar acelerado de su corazón. Sus lentes estaban sucios, el sudor le corría por las sienes, y sus piernas lo empujaban con desesperación.
Estaba solo. Los maestros no estaban. No en la sala de control. No en los corredores. No en los salones. ¿Dónde estaban? ¿Dónde se habían ido? ¿Quién los guiaba ahora?
Y entonces, lo encontró.
Un hombre caminaba por el pasillo, tan frágil que parecía un cadáver escapado del hospital.
Rubio, encorvado, con ojos vacíos de fuerza pero llenos de una gravedad indescriptible. Iida casi chocó con él, tropezó, se disculpó a toda prisa entre jadeos.
El hombre por su parte, solo lo miró. Lo escuchó.
—¿Qué pasa, muchacho? —preguntó con voz suave, casi apagada.
—¡Ataque, estamos bajo ataque! ¡Villanos en el simulador! ¡Hay estudiantes atrapados, no hay maestros, no hay nadie! —escupió Iida, las palabras atragantándose en su garganta.
Y entonces, el mundo se congeló.
El aire cambió.
La figura enclenque no se movió de inmediato. No reaccionó con violencia. Solo... miró. Con ojos hundidos, comprendió todo en un segundo. El hombre asintió, tranquilo.
—Sigue por aquí, gira a la izquierda, llegarás a la sala de maestro —susurró.
Iida no lo dudó. No se detuvo. Asintió, agradeció y corrió, sin mirar atrás.
Porque no era su momento.
Era el momento de él.
Y cuando Iida dobló la esquina y se perdió en la distancia, la figura encorvada se enderezó.
Las vértebras crujieron. Los músculos se tensaron. Los pulmones se llenaron con un aire que olía a batalla. Y en un estallido mudo, como si la tierra misma lo reconociera, el cuerpo cambió.
Ya no era frágil. Ya no era débil.
Era All Might. Y estaba corriendo.
~~~~~~~~~~~~~~~~•~~~~~~~~~~~~~~~~
El Nomu avanzaba. No corriendo. No saltando. Caminando. Cada uno de sus pasos era el tictac de un reloj macabro marcando el final de una vida.
Sus pies aplastaban concreto, metal, sangre y esperanza por igual, arrastrando su peso monstruoso con la paciencia de quien sabe que la presa ya no tiene fuerzas para escapar.
Hades, aún de rodillas, jadeaba sobre la espada partida, su respiración era apenas un susurro lejano, mientras miraba a la bestia directamente a los ojos.
Cuando sus pupilas chocaron, él no pudo ver odio en sus ojos. Solo esa calma impasible. Como un autómata que va a terminar una tarea. Como un verdugo que no necesita justificar el golpe.
La sentencia ya estaba escrita.
Pero en ese momento...
Una luz verdosa emergió como un destello fugaz, y los látigos negros de Akemi surgieron desde el vacío, envolviendo al Nomu en una maraña de oscuridad viva.
Chasquidos eléctricos recorrieron el suelo. Su cuerpo resplandecía, no de miedo, sino de determinación pura.
Una luz esmeralda que nacía desde dentro, explotando por cada vena, tensando los músculos de sus piernas y brazos, mientras sus ojos resplandecían con fuego y furia contenida.
Pero... ella no lo detuvo por fuerza. El Nomu simplemente se dejó detener.
Y entonces, el mundo reaccionó.
Todoroki fue el segundo. Silenciosa, precisa, levantó una muralla de hielo que surgió con un estruendo de cristal expandiéndose, separando a Hades del monstruo.
Un muro tan grueso y puro como una catedral congelada. El hielo crujía, sabía que no resistiría, pero eso no importaba.
Importaba el ahora.
Bakugo llegó como un relámpago de rabia. Sus explosiones retumbaban como granadas lanzadas directo al cráneo expuesto del Nomu. Una tras otra, sin tregua, hasta que el sonido mismo se volvió un látigo de fuego y pólvora. El Nomu osciló. Por un segundo. Por un maldito segundo.
Y en ese ínfimo instante, Kirishima apareció.
Su cuerpo endurecido como granito rojo, sus puños convertidos en armas del alma, se estrellaron contra la cara de la criatura con un grito de guerra.
El impacto fue brutal. Pero no... El Nomu ni se inmutó.
Su rostro destrozado comenzó a regenerarse. Carne, hueso, músculo, piel.
Todo regresaba como si el tiempo retrocediera. Y entonces lo empujó. Con un solo movimiento. Uno simple y volátil.
Kirishima salió volando. Su piel endurecida se agrietó con un sonido seco y horrible. Un alarido de dolor brotó de sus labios mientras rodaba como un muñeco de trapo descartado por su dueña.
Pero el Nomu no se detuvo.
Levantó de nuevo su brazo, dispuesto a romperlos uno a uno. Despacio. Con la seguridad de que no podían hacerle nada. Pero ya no estaba solo.
Akemi no lo permitió.
Sus látigos volvieron a aferrarse a cada extremidad del monstruo como serpientes de oscuridad viva. Sus ojos brillaban esta vez de un celeste enceguecedor. Como lunas completas. Como la última esperanza que no estaba dispuesta a caer sin gritar.
Todos estaban atados de nuevo.
Pero está vez, no fue solo por estrategia. No fue por poder
Fue por instinto, el más puro y visceral instinto que estaba cargado de rabia contenida.
Y en ese instante, con la luz parpadeando entre los cuerpos destrozados y los rostros decididos...
la segunda ronda comenzó con el aire similar a una bruma caliente y espesa de sangre, polvo y electricidad.
Todoroki respiraba entrecortado, con una mano en el costado. La sangre seca en su frente se había endurecido, tiñendo su ceño de una máscara roja.
Cada vez que inhalaba, un dolor palpitante le atravesaba el pecho, probablemente una costilla fisurada.
Aún así, no dijo nada. Solo caminó hacia adelante, el hielo formándose bajo sus pasos como una extensión de su voluntad fracturada.
A su lado, Bakugo tenía el brazo derecho colgando a medio camino entre fuerza y huesos rotos. Su sonrisa estaba torcida, desencajada, una mueca que no sabía si era rabia, dolor o simple lujuria por el combate.
Kirishima, endurecido hasta la médula, apretaba los dientes. Su piel mostraba líneas de grietas que no estaban allí al comienzo, como si el propio Quirk comenzara a ceder bajo el peso del enemigo.
El Nomu los observaba con ojos negros vacíos, hundidos en su cráneo mutado, con la indiferencia de un dios cruel al mirar a sus hormigas. No rugía.
No atacaba con desenfreno. Caminaba. Un paso. Otro. Y luego, se lanzó.
Todoroki fue el primero en actuar. El hielo emergió con la furia de un río glacial desbordado, torres y estalactitas buscando atrapar al enemigo, sellarlo, inmovilizarlo. El Nomu esquivó. No con torpeza, sino con una precisión antinatural.
Se desvió dos pasos antes de que el hielo tocara el suelo, como si supiera la trayectoria desde el origen.
Entonces, contraatacó. El puño se estrelló en el hielo, que explotó como vidrio bajo un mazo.
Bakugo voló sobre él como una bala incendiaria, haciendo estallar el aire con cada explosión. Se movía más errático que antes, lanzando llamaradas para cubrir su trayectoria.
Ya no podía golpear de frente: su brazo no lo permitiría. Pero eso no lo detendría.
¡BOOOM!
Él detonó cerca de su cuello. El Nomu alzó el hombro y absorbió el impacto. Con su mano abierta, atrapó el aire y lo lanzó de vuelta contra una pared como si fuera una mosca.
Kirishima rugió y se lanzó sin pensarlo. Sus puños de piedra se estrellaron contra el torso de la bestia, y por un instante pareció tener efecto: la carne se hundió, se abolló. Pero fue solo un segundo.
¡CRACK!
El Nomu levantó su rodilla como un martillo de carne endurecida y lo impactó en el abdomen. Un crujido seco resonó y Kirishima voló de espaldas. Su piel endurecida estaba agrietada como porcelana mal cocida.
Se arrastró por el suelo, escupiendo algo que parecía sangre o diente.
Akemi se movía como un espectro entre ellos, los látigos negros danzando desde su espalda, zumbando con energía celeste, brillando con rayos verdes que cortaban el aire.
Intentaba cubrirlos, atacar desde puntos ciegos. Pero algo no estaba bien. Cada vez que lanzaba un látigo, el Nomu ya no reaccionaba: anticipaba. Inclinaba el cuerpo antes de ser tocado, giraba la cabeza justo a tiempo.
El Quirk de Akemi, tan perfecto en sincronización, estaba siendo vencido por algo primitivo: instinto.
Y entonces, sus látigos comenzaron a fallar.
Ella lo sabía. Estaba empezando a volverse errática, cambiante, disparando en ángulos absurdos solo para romper el patrón. Pero era inútil.
El Nomu adaptaba su cuerpo a ese nuevo caos. Se inclinaba como una sombra en movimiento, como si el combate mismo le enseñara. Como si sus músculos memorizaran a cada uno de ellos con una fidelidad superior a la conciencia. Era una máquina de guerra. Una sin alma, pero con memoria.
La batalla se volvió un huracán. Un caos de hielo, fuego, piedra y látigos negros. Bakugo rugía insultos con cada explosión.
Todoroki jadeaba, levantando murallas para protegerlos. Kirishima golpeaba como un martillo sin filo, aún de pie por pura terquedad.
Y Akemi... bailaba en el filo de la desesperación. Ya no por miedo. Por impotencia. Porque estaba viendo cómo cada uno de sus movimientos era aprendido, copiado, neutralizado.
El Nomu sonreía. No con los labios, no con los dientes. Con el cuerpo. Con la forma en que cada uno de sus pasos coincidía con una predicción perfecta.
Con la manera en que golpeaba exactamente donde dolía más. Con la frialdad con que retrocedía solo para dividirlos.
Entonces llegó un momento congelado en el tiempo. Todos al mismo tiempo lanzaron un ataque. Una lanza de hielo, una explosión concentrada, un puño endurecido, tres látigos cruzados en X potenciados por el OFA.
Pero... el Nomu no se movió. No hizo falta.
Todo impactó a la vez.
Su sangre voló por todos lados, pero no le hizo nada.
La regeneración lo envolvió como un sudario sagrado. Su piel se cerró. Su carne burbujeó. El vapor lo cubrió como un dios emergiendo de su altar de humo. No era una bestia. Era un mensaje. Un castigo. Una respuesta viva al intento de rebelión de los débiles.
Akemi retrocedió con un temblor, los ojos brillando en celeste puro, la respiración irregular.
La frustración de ver repetir el mismo patrón que antes, de tener el maldito déjà vu. De sentir la derrota sobre ellos otras vez.
Bakugo jadeaba con espuma en la boca, el brazo colgando como carne muerta. Todoroki apenas sostenía la postura. Kirishima estaba de rodillas, sin aire con los brazos cubriendo su estómago.
Y el Nomu... solo caminó
Los latidos se volvieron un eco hueco en sus oídos. Un zumbido constante reemplazó al aire. Los músculos gritaban por descanso. Pero el infierno no entiende de pausas.
El Nomu dio un paso. El suelo crujió bajo su peso. Su sombra se alargaba como un presagio y sus ojos vacíos no miraban, diseccionaban. Había visto ya sus patrones, sus gestos, sus ritmos de respiración. Ya no combatía contra ellos; bailaba con sus cadáveres que aún no lo sabían.
Kirishima fue el primero en caer.
Volvió a endurecer su cuerpo, rugiendo con la última chispa de voluntad, y se lanzó con un gancho directo al rostro de la criatura. Un puño cargado de toda la furia de un joven héroe.
El Nomu no se apartó. Lo dejó llegar. Recibió el impacto. Y en esa décima de segundo, Kirishima lo sintió.
No había daño. Solo resistencia. En ese instante, sintió golpear una montaña sin fin aparente.
El Nomu entonces alzó su brazo como una trampa de acero oxidado y lo dejó caer sobre la clavícula de Kirishima.
¡CRACK!
Un crujido como de un tronco partiéndose tomó el lugar de su grito.
El cuerpo endurecido se agrietó, pero esta vez no sanó. El siguiente golpe fue en la mandíbula, lo suficiente para quebrar el hueso y dejarlo inconsciente en el suelo, con la sangre escurriéndole por los dientes partidos.
Un segundo paso. Otro juicio.
Todoroki intentó frenar el avance. Con el brazo tembloroso alzó una nueva muralla de hielo. Pero el Nomu ya había predicho su necesidad de proteger, su línea de defensa.
Giró sobre su talón, rodeando la muralla antes de que terminara de formarse, y cuando Todoroki apenas volteó, la rodilla de la criatura le impactó el costado.
Un chasquido y una llamarada de dolor la inundó ahogando toda protesta.
Cayó de rodillas, sin aire. Intentó congelar su entorno, pero una garra le atrapó la muñeca. Lo alzó como a un muñeco, y con la fuerza de un monstruo, lo estrelló contra el suelo una, dos, tres veces. El hielo se quebró. El hombro se dislocó. Y su cuerpo quedó tendido, apenas consciente, los ojos en blanco, los labios sangrando.
Bakugo fue el tercero.
Ignorando el dolor, encendió su brazo sano con la rabia concentrada en su pecho. Se impulsó como una bala envuelta en fuego, rugiendo insultos que salpicaban saliva y odio.
El Nomu ni siquiera bloqueó. Se agachó. El golpe pasó sobre su cerebro. Entonces, estiró el brazo y atrapó el tobillo de Bakugo en pleno vuelo.
¡CRASH!
Y lo azotó contra el suelo como a un saco de huesos, luego contra una pared, y luego contra otra. El brazo sano colgaba, dislocado. El rostro estaba cubierto de moretones y sangre. Bakugo intentó explotar algo, pero una garra lo estrelló contra el suelo con una fuerza tal que el concreto se hundió bajo su cuerpo. Y no se movió más.
Y entonces, solo quedó ella.
Akemi.
Su pecho subía y bajaba como un fuelle. La electricidad verde crepitaba en sus nervios, atravesándola, pidiéndole más. Su cuerpo ya estaba cerca del colapso, pero su mente no se rendía. Dio un paso. Luego otro. El Nomu la miró, quieto. Era un duelo que no necesitaba palabras. Solo dolor.
Gritó.
Y se lanzó hacia adelante.
La velocidad aumentó. El aire se curvó. El One For All se encendió en sus venas como fuego líquido. Un puño directo al estómago impactó. Pero el Nomu no se movió.
Lo absorbió.
Como si fuera un saco de boxeo, como si fuera una muralla demostrando su fuerza mientras era golpeado por huevos.
Akemi no lo entendió al principio, hasta que el segundo golpe también fue neutralizado, y el tercero, y el cuarto. Golpe tras golpe, gritando con cada uno, un rugido desgarrador que mezclaba desesperación con furia.
Pero cada vez, el Nomu adaptaba la piel, endureciéndola, amortiguando, devolviéndole una nada tangible.
Y entonces vino el contraataque.
¡THUD!
Un golpe directo al abdomen la dobló sobre sí misma. La electricidad saltó como chispas rotas.
El siguiente golpe la lanzó por los aires. El siguiente la hizo rebotar contra el suelo.
Trató de levantarse, un brazo temblando como una rama al viento.
El Nomu caminó hacia ella.
Ella levantó la mirada, los ojos aún encendidos, llenos de lágrimas y odio.
—¡No te voy a dejar ganar! —gritó, impulsándose con lo último que quedaba.
Un último golpe. Uno cargado con todo lo que era, todo lo que había perdido, todo lo que quería proteger.
Y el Nomu lo recibió. Sonriendo.
Su brazo brilló, las venas se hincharon y resplandecieron como lava fundida recorriendo por ella.
—¡Carolina... Smash!
¡BOOOM!
El golpe lo hizo retroceder solo un único y patético paso.
Sus garras se cerraron sobre el rostro de Akemi y la aplastó contra el suelo con violencia animal. La electricidad explotó por todos lados, en un destello final. Pero no sirvió de nada.
Su One For All... no fue suficiente.
....
El humo aún no se disipaba. Los cuerpos seguían tirados, los ojos cerrados, la esperanza desangrándose sobre el concreto.
El Nomu exhalaba vapor, como una bestia satisfecha luego de una orgía de violencia. Su pecho subía y bajaba con un ritmo lento, metódico, como si se regodeara del festín de huesos y sangre.
Y entonces, él apareció.
Entre los restos del escenario destruido, el chirrido rasposo de unas botas maltratadas resonó entre la estática de los altavoces rotos. Una figura delgada, encorvada, con el rostro oculto bajo esa masa de cabellos blancos, emergió. La descomposición flotaba en su aura como un hedor invisible, como una peste que se arrastra y lo corroe todo.
El rostro oculto por las manos pegadas a su cabeza se movió lentamente hacia la cámara que aún transmitía. Sus ojos, rojos como carbones vivos, encontraron su objetivo. Y sonrió.
—Mírennos... —murmuró con una voz rasgada, grave, sucia como su aliento—. Mírennos, malditos... miren a sus héroes...
Levantó los brazos, como si acogiera a un público invisible. Y gritó.
—¡Estamos aquí, Japón! ¡Esta es la liga de villanos! —escupió, desgañitándose con una carcajada enferma que cortó el silencio con cuchillas oxidadas—. ¡El nuevo orden ha comenzado! ¡Esta escuela, sus maestros, sus niños! ¡Todos han caído, han caído!
Giró la cabeza hacia una cámara que sobrevivía apenas, parpadeando.
—Y ahora... ahora... quiero hacer una pregunta —su sonrisa se alargó, dientes amarillentos y encías podridas expuestas—. ¿Cuánto tardará...? ¿Eh? ¿Cuánto tardará en llegar su símbolo?
Silencio.
Un viento suave movió el cabello ensangrentado de Akemi, tirada en el suelo.
—¿Dónde está su dios? ¿Dónde está su All Might? —escupió con desprecio—. No está aquí. Y mientras no venga... ¡Todos ustedes serán sacrificados por el nuevo Orden!
Su grito retumbó por todo Japón. En las casas. En las tiendas. En cada rincón donde hubiera una pantalla. Las familias paralizadas. Los niños lloraban.
Los padres apretaban los dientes. Y cada ciudadano sintió cómo una aguja de hielo les cruzaba la columna.
Y en el hospital... Inko cayó de rodillas.
Su respiración se detuvo por completo, sus ojos temblaron, un jadeó vacío trató de inducir náuseas. Ya que la persona que habían lastimado.
Era su hija.
Yacía en el suelo, respirando con dificultad, su traje desgarrado, la piel marcada, los ojos cerrados como si el mundo hubiera decidido que ya no tenía caso abrirlos. Inko no gritó.
No lloró. Solo... colapsó hacia adelante. Tuvo que ser sostenida por sus vecinos, por compañeros, por amigos. Sus labios temblaban, sus dedos apretaban la tela encima de su pecho. Murmuraba. Rezaba. Suplicaba.
—Alguien... por favor... que alguien llegue... quien sea... que alguien...
Pero no llegó nadie.
Solo el eco de la carcajada psicópata resonando por los parlantes de cada rincón del país.
Hasta que...
¡CRACK!
El hielo crujía, pero no por el despertar de un dios.
No por un renacer mítico ni una aparición salvadora.
No...
El estruendo era la furia pura de una bestia sin alma, una criatura moldeada para la violencia, deseosa de una única cosa: venganza.
Su torso que se habia regenerado hace poco, temblaba, por haber desaparecido, por haber sido arrancado por aquella criatura vestida de huesos que yacía del otro lado del muro.
El Nomu ya no obedecía órdenes. Ya no era un simple peón. Ahora, guiado por un odio primitivo, marcaba su propia sentencia.
Golpeaba con una obsesión febril, dejando marcas profundas, grietas extensas, como si pudiera borrar la humillación con cada impacto.
El hielo era su obstáculo, sí, pero también era su juramento: ese niño iba a morir primero.
Y del otro lado, él.
No como dios, no como guerrero. Solo un chico.
Apoyado en su espada, la respiración apenas perceptible, los ojos entrecerrados como ventanas rotas en una casa que ha resistido demasiadas tormentas. No había fuego en su mirada. Ni ira, ni promesas de venganza, ni el brillo esperanzador que carga el protagonista en las historias heroicas.
Solo había vacío.
Una quietud absoluta que no venía del descanso, sino de la aceptación. Como si, al fin, todo hubiese llegado al final lógico. Una vida arrastrada por la tragedia, por las voces, por las mentiras... y por fin, el silencio de la resignación.
Fue entonces que la voz rompió el vacío. No una voz externa, no la de un aliado o un enemigo. Una voz interna. Antigua. Familiar.
—Estúpido chamaco... ¿Acaso te has rendido ya?
El mundo se partió en dos. El crujido del hielo se volvió un eco lejano, y la mente de Hades se vio arrastrada como una hoja al viento, de regreso a la única parte de su vida donde aún había algo parecido a calor.
~~~~~~~~~~~~~~~~•~~~~~~~~~~~~~~~~
La primera imagen no fue gloriosa. No fue mágica. Era cruda. Triste. Real.
Un niño pequeño, encogido sobre sí mismo en un callejón olvidado, rodeado de latas vacías y bolsas de basura húmedas. Su cuerpo temblaba, más de hambre que de frío. La luna se ocultaba tras de negras nubes, como si tratara de evitar mirar la escena frente a ella.
Las lágrimas no caían, porque hacía mucho se habían secado. Sólo murmuraba para sí, palabras que nadie más escuchaba, como si pudieran protegerlo de la oscuridad de esa noche.
Entonces, una silueta apareció. Andrajoso, sucia, con una barba blanquecina, descuidada y una chaqueta rota. Tenía los ojos cansados de quien ya había vivido demasiado, pero con ese brillo terco que aún se aferra a la humanidad.
Se acercó sin temor, sin delicadeza.
—¡Oye, mocoso! —rugió con una voz ronca, pero que no traía violencia—. ¿Que haces en un lugar como este? ¿Acaso no tienes padres?
El niño levantó apenas la cabeza. Sus pupilas eran lentas, ahogadas por el sueño acumulado, el miedo constante, y la soledad que ya no dolía porque se había vuelto costumbre.
—Me echaron... —susurró—. Las mujeres de blanco... ellas me echaron...
El hombre no preguntó más. No hizo grandes gestos. Solo sacó una manta vieja, sucia, que apestaba a humo y a calle, y la envolvió con torpeza alrededor del niño, como si eso bastara para protegerlo del mundo.
—Si no tienes a dónde ir... ven conmigo, chamaco.
El niño dudó. Sus labios temblaban. Su voz era un susurro quebrado por la desconfianza.
—Cómo... ¿cómo te llamas?
La luna apareció entonces, bañando la escena con una luz débil y honesta.
Y el hombre... sonrió. Sonrió con una calidez que no había en su rostro desde hacía años. Una sonrisa rota, pero sincera.
Abrió la boca para decir su nombre, pero el mundo tembló. Un sonido distorsionado, como una estática en medio de un canal muerto, lo interrumpió.
El nombre nunca llegó. Fue un misterio que se perdió entre el zumbido del recuerdo roto.
Pero no importó.
La siguiente escena surgió como una chispa en la oscuridad. Una calle desierta, una lata vieja.
El niño pateándola con una emoción desbordante, como si esa fuera la única razón para reír ese día. Y el hombre lo perseguía entre carcajadas, fingiendo enfado, tropezando a propósito.
—¡Espera, Haruto! ¡Mocoso malagradecido! ¡Ya verás cuando te alcance!
Y rieron. Rieron con los estómagos vacíos y los pies sucios, pero con los corazones llenos por un instante robado a la miseria.
La emoción se incrustó en el pecho de Hades. Sus ojos brillaban, un nudo se apretó en su pecho. Apretó fuertemente los ojos, en un vano intento de volver a su realidad.
Pero, la escena cambió a la de un río.
El sol abrazaba sus espaldas. Ambos con palos de madera en las manos, cazando peces con la torpeza de quienes solo tenían el deseo, no la técnica. Haruto gritó con fuerza, clavando su palo con entusiasmo infantil.
—¡Te tengo!
Pero no atrapó nada.
El hombre, detrás, soltó una carcajada tan fuerte que hasta los pájaros huyeron.
—¡Jajajajaja! ¡Tienes menos puntería que un topo ciego!
Haruto, enojado, le lanzó agua. Salpicó su cara, y el hombre gritó teatralmente.
—¡Mocoso! ¡Vas a ver!
Lo atrapó y lo zambulló sin piedad. Y cuando lo sacó, mojado y chillando, un pez pequeño colgaba de su camisa, enredado en su andrajosa ropa.
Ambos lo miraron. Y luego estallaron en una risa tan pura que parecía venir de otra vida.
—¡Desde hoy... eres mi nuevo cebo! —declaró entre carcajadas, mientras Haruto pataleaba.
Y en ese instante, el tiempo se detuvo.
No hubo guerra. No hubo quirks.
Solo hubo una infancia robada que, por unos días, se sintió salvada. Solo hubo un hombre perdido, y un niño abandonado, compartiendo un hogar sin paredes, sin techos, pero lleno de humanidad.
Hades trató de negarlo, trató de negar ese recuerdo. El se negaba a aceptarlo.
Después de todo, no era su recuerdo, era el de Haruto. No el de Hades.
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La noche caía como un abrigo pesado sobre la ciudad, y el viento arrastraba consigo el polvo, las promesas rotas, los murmullos de quienes aún sobrevivían entre sombras.
Pero allí, en ese rincón donde las farolas ya no funcionaban y el concreto se resquebrajaba como piel vieja, había un santuario hecho de nada: un par de cajas apiladas, un montón de ropa que alguna vez tuvo color, y una manta tan ajada que parecía estar tejida con los hilos del recuerdo.
Y ahí, en ese altar improvisado, yacía Haruto, el pequeño, con su cabeza reposando sobre un abrigo que olía a calle y a humo de cigarro, envuelto como un capullo en aquella manta que ya no sabía si fue azul o gris, solo sabía que era suya, y que era cálida.
El hombre se sentó a su lado, cruzando las piernas con torpeza. Sus huesos crujieron. Su cuerpo pedía descanso. Pero sus ojos, cansados y parpadeando bajo la escasa luz de la luna, se suavizaron al ver al niño.
Haruto lo miró con ojos grandes, redondos, brillantes por el reflejo de la noche.
—¿Hoy... me cuentas un cuento? —susurró, con la voz de quien teme romper la magia si habla muy alto.
El hombre rió, una risa grave, ronca, de esas que tiemblan en el pecho antes de salir.
CONTINUARÁ.