La noche, ya de por sí oscura por la ausencia de luna, se rasgó con la cacofonía de sirenas. El eco agudo de los vehículos de emergencia rebotaba en las paredes de los edificios de madera, una sinfonía estridente que anunció el fin de la silenciosa carnicería. En la habitación 38, Hitomi, a punto de conciliar el sueño, se sentó de golpe en la cama, el corazón latiéndole con un ritmo atronador contra sus costillas. Los sonidos de la policía. Su mente, entrenada en la detección de amenazas, se activó al instante. Algo estaba terriblemente mal.
Al pie de la escalera principal del hotel "El Pino Solitario", el Comandante Hayes, un policía curtido con treinta años de servicio y una expresión que lo había visto todo, se bajó del coche patrulla, su rostro iluminado por las luces intermitentes. Pero no estaba solo. A su lado, con una capa de color carbón que se ondulaba con el viento, estaba Strovel, un hombre de unos treinta y tantos años, un Héroe de Segunda Generación. Su fama era local, pero su poder innegable: super fuerza, pura y sin adornos. Su rostro era una máscara de concentración, sus ojos escudriñando la oscuridad del vestíbulo a través de la puerta principal.
—¿Qué tenemos, Comandante? ¿Unos adolescentes haciendo una fiesta? ¿Una pelea en el bar? —preguntó Strovel, con una voz profunda que denotaba poder y una confianza inquebrantable en sus habilidades. Su traje, sobrio pero robusto, estaba diseñado para resistir la fricción y el impacto.
—No lo sé, Strovel. Los gritos en la llamada de auxilio... no eran normales. Muy turbios, decían. Como si algo los estuviera desgarrando. Prepárese para lo peor —respondió Hayes, mientras sus oficiales, con las manos en las pistolas, entraban cautelosamente al hotel. El Comandante tomó una linterna y Strovel, con una mano en su hombro, sintió un temblor casi imperceptible en el veterano policía.
La puerta del hotel se abrió con un gemido y un olor nauseabundo los asaltó al instante. Un olor a sangre caliente, a orina, a entrañas. Era un hedor que hacía que los estómagos se revolvieran. La linterna del Comandante barrió el vestíbulo y un jadeo de horror escapó de la garganta de uno de los oficiales. El joven recepcionista yacía sobre el suelo, su cabeza doblada en un ángulo imposible, un charco de sangre ya coagulada formaba un charco oscuro bajo él. Un oficial vomitó en silencio en la entrada. Strovel, acostumbrado a la violencia, se endureció, sus músculos se tensaron, pero sus ojos de halcón se ensancharon con sorpresa.
—Esto... esto no es un robo. Es una matanza. Y está fresca —susurró Strovel, su voz baja y grave. Recorrió el vestíbulo, su mirada se posó en los rasguños profundos en el mostrador, en las salpicaduras de sangre que llegaban hasta el techo. La brutalidad, el salvajismo, era evidente en cada detalle. El Comandante Hayes, su rostro pálido, se secó el sudor de la frente con una mano temblorosa mientras le hacía una señal al equipo que entraba: "Despejen, pero con cuidado. Estos tipos no son de este mundo".
El rastro los condujo por la escalera principal. La alfombra, una vez de un color neutro, estaba empapada y resbaladiza con un reguero de sangre que parecía interminable. Llegaron al primer piso. La puerta de la primera habitación estaba arrancada de sus bisagras. Dentro, la escena era un lienzo de horror. Los cuerpos de un hombre y una mujer yacían sobre la cama, sus gargantas abiertas, sus rostros congelados en un grito silencioso. El hedor era abrumador. En la puerta de al lado, otra pareja. Luego una familia, una madre aferrada a sus hijos pequeños, todos inermes, sin posibilidad de defensa, sus cuerpos masacrados con una ferocidad que solo podía ser animal.
—¡Por Dios! Esto es... inhumano —murmuró un oficial, su voz quebrada por el terror. Strovel miró los cuerpos, sus poderosas manos se crisparon en puños. No era el trabajo de un humano. La ira comenzó a arder en su interior. La sangre en el suelo no era sólo la de los inocentes. Era la sangre de la ira, del placer de matar. Podía sentir la malevolencia en el aire, una presencia tóxica, una sombra palpable. Era el aura del villano, una que solo los héroes podían sentir, un sabor a maldad que se extendía como la peste.
Mientras la policía, con sus linternas, ascendía por la escalera, Strovel se detuvo de golpe. Un escalofrío le recorrió la espalda. Era una sensación que no había sentido desde la primera vez que se enfrentó a un villano de su calibre. No era una simple amenaza. Esto era un depredador. Alzó una mano para detener a los policías.
—¡Cuidado! ¡No se acerquen! —gruñó Strovel, su voz baja y llena de una urgencia que hizo que todos se detuvieran en seco—. El villano... está cerca. Y no es uno, son varios. Puedo sentirlos. Hay un olor en el aire... un hedor. No es el de la sangre, es el de la maldad. Es el de un cazador. El de una manada.
En el tercer piso, Matt, de pie frente a la puerta de la habitación 38, escuchó el estruendo de los policías. El eco de las sirenas, el clamor de las voces, el movimiento pesado de Strovel. Su sonrisa desapareció, reemplazada por una expresión de frío cálculo. Había planeado un ataque rápido, quirúrgico. La llegada de los policías era una molestia. Pero la presencia de un héroe... eso lo convertía en un desafío. Su plan de aniquilación silenciosa había sido frustrado. Ahora, el juego tenía nuevas reglas.
Matt acarició la cabeza de Ladrido. El "perro" gruñó, su cuerpo tenso, listo para la acción. Garra se movió nerviosamente, sus ojos fijos en Matt, esperando la orden. El rostro de Matt, antes sereno, se endureció.
—Parece que tenemos compañía, mis perros —murmuró Matt, su voz un murmullo helado que sólo sus "perros" podían oír—. No será un asesinato rápido. Será una pelea. Y tendremos que pelear en serio. Strovel. Un héroe. Dicen que es solo fuerza bruta. Bien. La fuerza bruta es predecible. La táctica es lo que gana las guerras. Y mis perros y yo somos los mejores estrategas de la caza.
Matt se retiró de la puerta de la habitación 38, tirando suavemente de las cadenas de sus "perros", moviéndose en silencio por el pasillo. Podía escuchar el eco de los pasos de los policías subiendo por la escalera. Se posicionó en un punto estratégico, la esquina que conducía al pasillo de la habitación 38, listo para tender una emboscada. Su poder, su fuerza, no residía en la fuerza física, sino en su mente y en la obediencia absoluta de sus "perros" humanos. Se colocó entre Ladrido y Garra, sus ojos de color claro brillaban con una luz demente, con la emoción de la caza.
Strovel y los policías llegaron al tercer piso. La visión era aún peor que en el primer y segundo piso. Una mujer yacía desmembrada contra la pared, su rostro contraído en una mueca de agonía, mientras un rastro de vísceras se extendía desde su torso hasta una puerta cercana. Un niño, también destrozado, yacía cerca, sus ojos abiertos, mirando fijamente a un vacío sin fin. El olor a sangre era tan fuerte que uno de los policías tuvo que arrodillarse para evitar vomitar.
—¡Monstruo! —Strovel gritó, la ira acumulada en su interior estallando. Sus manos brillaron con un aura azul de energía concentrada, la manifestación de su poder. Corrió por el pasillo, su mente enfocada en el aura de maldad que lo llamaba, ignorando las advertencias de los policías.
—¡Alto, Strovel! —gritó el Comandante Hayes, su voz tensa, pero Strovel no escuchó.
Strovel dobló la esquina con una furia cegadora, listo para derribar a cualquiera que se interpusiera en su camino. Se encontró de frente con los tres Depps. Matt se quedó quieto, sus "perros" a su lado, sus caras una máscara de calma letal.
—Así que eres tú. El famoso Strovel —dijo Matt, su voz sorprendentemente tranquila, casi burlona—. Un héroe de fuerza. Predecible.
Strovel se detuvo. Había esperado un monstruo, un ser gritando de furia. Pero Matt era algo más. Su calma era más inquietante que cualquier grito.
—Ustedes son los responsables de esto. De esta masacre. Les haré pagar —gruñó Strovel, con las manos temblorosas de ira.
—Nosotros solo hacemos nuestro trabajo —respondió Matt, con una sonrisa en sus labios—. Y su trabajo, héroe, es ser predecible. No podemos permitirnos que usted arruine nuestra caza. Garra, Ladrido, ataquen.
Los "perros" se movieron con una rapidez inhumana. No fueron de frente. Ladrido se lanzó hacia la derecha, buscando rodear a Strovel, mientras Garra, con una velocidad felina, se lanzó por la izquierda. Strovel, confiado en su fuerza, se preparó para un ataque frontal. Pero sus enemigos no luchaban como humanos. Ladrido, usando su agilidad, saltó sobre un mueble y se lanzó desde arriba, intentando golpear a Strovel por detrás. Garra, usando sus garras afiladas, intentó desgarrar la pierna de Strovel, buscando desestabilizarlo.
Strovel reaccionó con la velocidad que su poder le otorgaba. Atrapó a Garra en el aire, su mano como una pinza de hierro, y lo lanzó contra la pared. El cuerpo de Garra chocó con un golpe sordo, dejando un hueco en la pared. Pero Garra se recuperó casi al instante, con una agilidad inquietante, sus ojos fijos en Strovel, listo para el siguiente ataque. Ladrido, al ver que su ataque había fallado, se lanzó de nuevo, pero esta vez con una velocidad aún mayor, intentando morder el cuello de Strovel.
—Son animales —gruñó Strovel, sorprendido por su agilidad. Atrapó a Ladrido por el cuello, su mano se cerró con fuerza. Pero Ladrido, usando su fuerza animal, se liberó de su agarre. Los ataques eran incesantes, coordinados. Mientras Strovel se defendía de uno, el otro atacaba, sin descanso, sin piedad. Los golpes de Strovel eran fuertes, sí, pero no eran precisos. Los "perros" de Matt eran rápidos, sus ataques una sinfonía de movimientos calculados para desgastarlo. Matt se quedó atrás, observando la pelea, su rostro inexpresivo.
—Son buenos, héroe. Pero no son suficientes. No son lo suficientemente fuertes para un hombre como usted —dijo Matt, su voz burlona resonando en el pasillo—. Pero no están aquí para ganar. Están aquí para distraerlo.
Strovel, jadeando, se dio cuenta del juego de Matt. Estaba siendo rodeado. Sus oponentes no buscaban ganar, buscaban una distracción. Para que Matt pudiera... ¿hacer qué? Su mente, enfocada en la fuerza bruta, no podía comprender la estrategia de un cazador. La pelea continuó, una danza macabra de fuerza y agilidad. Los golpes de Strovel, aunque poderosos, fallaban su objetivo, mientras los ataques de los "perros" de Matt eran incesantes, cada uno un pinchazo de dolor, una distracción más para el héroe.
Mientras la pelea se desarrollaba, en la habitación 38, Hitomi escuchó el estruendo de la pelea. Las paredes temblaban, los gritos de la policía se mezclaban con los gruñidos de los "perros" y los gritos de ira de Strovel. Podía sentir las vibraciones de la pelea, la tensión, la maldad en el aire. Sabía que su tiempo se estaba acabando. La pelea era su única oportunidad de escapar. La pregunta era... ¿cómo? Y, ¿qué le esperaba fuera de la habitación 38? El peligro la rodeaba. El hotel, un refugio, se había convertido en su tumba. Y ahora, una pelea de titanes se desarrollaba fuera de su puerta.