Cherreads

Chapter 4 - Capítulo 4: Tic-Tac en la Oscuridad

El cristal sucio de la claraboya vibra ligeramente bajo mis guantes. Doce hombres. Doce problemas que la aritmética de la violencia puede resolver, pero las balas son ruidosas y finitas. El caos, sin embargo, es un multiplicador de fuerza. Si logro sembrar el pánico, doce hombres armados se convertirán en doce pollos sin cabeza disparando a las sombras. Y en las sombras, yo soy el rey.

Saco de mi mochila tres cilindros metálicos del tamaño de latas de refresco. Explosivos caseros. Nada de C4 de grado militar que el Sistema aún bloquea bajo un nivel de acceso superior, sino química de la vieja escuela: una mezcla inestable de peróxido de acetona y clavos oxidados para la fragmentación. Feos, peligrosos de transportar, pero efectivos. En mi vida anterior en Madrid, aprendí a fabricarlos viendo tutoriales en la deep web por aburrimiento; en esta vida, el Sistema me ha perfeccionado la receta para que no me vuele los dedos al montarlos.

Ato una cuerda de escalada fina pero resistente a la viga de acero del techo. El ruido de la lluvia torrencial golpeando la chapa del almacén es mi mejor aliado; un tamborileo constante que enmascarará el leve chirrido de mi descenso. Me deslizo por la cuerda boca abajo, controlando la velocidad con las piernas, hasta aterrizar sobre una pila de contenedores de carga apilados en la penumbra de la esquina noroeste.

Desde aquí arriba, el olor es distinto. Abajo huele a tabaco barato, grasa de armas y testosterona rancia. El líder del traje blanco sigue gritando al teléfono, paseándose de un lado a otro como un tigre enjaulado en un zoo de tercera categoría.

—¡Te he dicho que la mercancía está lista! —brama, pateando una silla—. Si los *Kurei* no aparecen en diez minutos, vendo el lote a los rusos.

Interesante. Los *Kurei*. Otra facción menor que intenta morder más de lo que puede tragar. Takeshi mencionó ese nombre el otro día mientras devoraba un bollo de curry, hablando de rumores sobre bandas que reclutan en los institutos. Parece que mi amigo friki es una fuente de inteligencia más valiosa de lo que él mismo cree.

Me muevo sobre los contenedores. Mis zapatillas de suela blanda no hacen ruido sobre el metal corrugado. Estoy a cuatro metros del suelo. Necesito bajar. Veo una estructura de estanterías industriales que conecta con el suelo detrás de una montaña de cajas de madera con el sello "Fragile".

Bajo reptando. Al tocar el suelo de cemento, me fundo con la oscuridad proyectada por las cajas. El Sistema dibuja una cuadrícula azulada sobre mi retina, marcando las rutas de patrulla probables de los guardias interiores. Son predecibles. Se mantienen cerca de la luz y del calor, ignorando los rincones oscuros. Error de novato.

Me deslizo hacia el primer objetivo: el generador diésel que alimenta los focos de obra. Está situado en la pared este, zumbando rítmicamente. Un guardia está sentado cerca, leyendo una revista porno con desgana. Me acerco por su punto ciego, agachado, respirando al ritmo del zumbido mecánico. Coloco el primer cilindro detrás del tanque de combustible del generador y activo el temporizador remoto sincronizado con mi reloj digital barato. Un tic-tac silencioso comienza a descontar mi tiempo de vida si no salgo de aquí.

Quedan dos cargas.

Cruzo el espacio abierto entre dos filas de estanterías. Mi corazón late lento, a unos cincuenta y cinco pulsaciones. Es la calma del depredador. De repente, el líder se gira bruscamente hacia mi dirección.

—¡Oye! ¿Qué ha sido eso? —grita.

Me congelo. No me ha visto, es imposible. Ha escuchado algo o simplemente está paranoico. Me comprimo en el espacio de veinte centímetros entre dos cajas grandes. Soy pequeño, delgado; mi cuerpo de catorce años cabe donde un adulto se atascaría.

Un secuaz con una escopeta recortada se acerca a mi posición, barriendo el suelo con el haz de una linterna táctica. La luz pasa a centímetros de mis botas. Aguanto la respiración. Si me ilumina, tendré que matarlo en menos de un segundo y el plan del sigilo se irá al carajo. Mi mano derecha se cierra sobre la empuñadura de mi Glock 19.

—No hay nada, jefe. Solo el viento y las goteras —dice el hombre, dando media vuelta tras escupir al suelo.

—¡Pues revisa otra vez! ¡No me pagan para que estéis rascándoos los huevos! —replica el del traje blanco.

Espero a que el guardia se aleje. Salgo de mi escondite y avanzo hacia el centro del almacén, moviéndome bajo las mesas que sostienen la droga. Veo las botas de los hombres a mi alrededor. Es una sensación de poder embriagadora; podría cortarles los tendones de Aquiles ahora mismo y caerían como fichas de dominó. Pero tengo una misión.

Adhiero el segundo explosivo debajo de la mesa central, justo debajo de los maletines con las armas automáticas. Si esto detona, convertirá esas Glock y subfusiles en metralla mortal para cualquiera que esté cerca.

Me queda una carga. Miro hacia la salida principal, una puerta enrollable de metal. Si la bloqueo, los obligo a luchar o a intentar salir por donde yo entré, lo que los pondría en un cuello de botella perfecto.

Me arrastro hacia la entrada. Hay dos hombres custodiándola desde el interior. Están hablando de béisbol. Patético. Aprovecho el ruido de un trueno especialmente fuerte para correr agachado los últimos cinco metros y deslizarme detrás de un montacargas aparcado. Desde aquí, lanzo el último cilindro con precisión milimétrica. Aterriza suavemente entre unos palets de madera apilados junto al mecanismo de la puerta. Nadie se da cuenta.

[Objetivo Actualizado: Sabotaje Preparado. 3/3 Cargas Colocadas].

Retrocedo sobre mis pasos, volviendo a las sombras profundas del fondo del almacén. Trepo ágilmente por las estanterías hasta recuperar mi posición elevada sobre los contenedores. Desde aquí tengo una vista perfecta del escenario. Saco el detonador, un pequeño mando modificado de un coche teledirigido que robé a un niño rico del parque la semana pasada.

Abajo, el líder recibe otra llamada. Su cara palidece.

—¿Cómo que la policía ha recibido un aviso anónimo? —brama al teléfono—. ¡Nadie sabía de esto!

Sonrío. Mi madre, la detective Sato, es eficiente. Hice esa llamada desde una cabina pública hace dos horas con un distorsionador de voz. La policía está en camino. Los criminales están aquí. Y yo tengo el dedo en el botón que convertirá esta fiesta en un infierno.

La ecuación está completa. Solo falta despejar la incógnita del caos.

Acaricio el botón con el pulgar. Podría esperar a que llegue la policía y usar la confusión para que se maten entre ellos, o detonar ahora, eliminar a la mayoría y dejar que mi madre encuentre un bonito regalo envuelto en humo y sangre para su ascenso.

El líder cuelga el teléfono y saca una pistola dorada.

—¡Recoged todo! ¡Nos vamos ya! —ordena.

Demasiado tarde, *amigo*.

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