El rugido del dragón quebró el amanecer.
Caraxes se agitaba en el patio inferior de la Fortaleza Roja, su piel roja y rugosa brillando bajo la lluvia que aún caía débilmente sobre Desembarco del Rey. El vapor se alzaba desde su hocico, y cada respiración ardiente convertía el aire frío en niebla. Los soldados se apartaban, con el miedo reflejado en sus ojos, mientras el príncipe Daemon Targaryen cruzaba el empedrado con paso firme.
Llevaba la capa negra abierta, ondeando con el viento. La espada Dark Sister golpeaba contra su cadera al caminar. No miraba a nadie; su rostro, afilado por el enojo y el orgullo, era el de un hombre que se negaba a humillarse, incluso cuando todo lo había perdido.
A pocos pasos detrás de él avanzaba Mysaria, envuelta en un manto de terciopelo oscuro, la capucha cubriéndole el rostro. Su piel blanca destacaba incluso bajo la lluvia. Los curiosos —guardias, mozos de cuadra, sirvientas— la observaban con una mezcla de desprecio y fascinación.
La bailarina lysena. La llamada Gusano Blanco.
El príncipe la ayudó a subir al dragón sin decir palabra.
Desde la terraza superior, Otto Hightower observaba en silencio. El viento le agitaba la capa, pero su expresión permanecía inmóvil, calculadora.
—Que el dragón vuele lejos —murmuró—. El reino respira mejor sin su sombra.
Caraxes rugió. Las alas se extendieron con un sonido seco, como cuero tenso, lanzando una ráfaga que apagó varias antorchas. El fuego del dragón iluminó los rostros atónitos de los guardias justo antes del salto. Un golpe de viento, una explosión de calor… y el monstruo alzó el vuelo.
Daemon ni siquiera miró atrás.
La lluvia seguía cayendo mientras la figura escarlata se perdía entre las nubes, dejando una estela de humo que cubría el cielo sobre Desembarco del Rey.
Otto lo siguió con la vista hasta que desapareció. Entonces, sonrió apenas.
No de satisfacción… sino de confirmación.
Todo marchaba como debía.
Horas después, el silencio dominaba los pasillos de la Fortaleza Roja.
La guerra, por ahora, era una cuestión de susurros.
En una de las cámaras altas, una puerta se abrió con un chirrido leve. Rhaenyra Targaryen asomó la cabeza. La luz del fuego se reflejaba en su cabello plateado. Tenía apenas siete años, pero en su rostro se mezclaban emociones que ninguna niña debería conocer: tristeza, rabia… y culpa.
Los balbuceos del bebé llenaba la habitación.
La nodriza se inclinó al verla.
—Su Alteza… el príncipe está despierto.
Rhaenyra dio un paso dentro. El aire olía a leche, a tela recién lavada, a humo de antorcha. En la cuna, el pequeño Aerys movía los brazos, con los ojos violetas abiertos, observando el techo con una atención inquietante.
La niña se detuvo junto a él. Lo miró como si observara algo ajeno, una vida que había costado otra.
—Así que tú eres el hijo por el que mamá murió —susurró.
La niña se quedó quieta junto a la cuna.
La llama de las velas temblaba, proyectando sombras que danzaban sobre las paredes rojas del aposento. En el aire flotaba un silencio espeso, apenas roto por la respiración pausada del recién nacido.
Rhaenyra lo miró sin parpadear. Su pecho subía y bajaba con un ritmo contenido, como si cada aliento le costara orgullo.
Las lágrimas querían salir, pero no lo harían; no ante él. No ante ese niño que había tomado el lugar de su madre.
Aerys la miraba desde la cuna. Sus ojos, grandes e imposiblemente lúcidos para un bebé, la siguieron con una calma inquietante. No había inocencia en esa mirada… había comprensión.
Demasiada.
Por un momento, el mundo pareció detenerse.
Rhaenyra sintió que la observaban no como un bebé, sino como alguien que la entendía.
Una corriente invisible recorrió el aire entre ambos.
—No tienes la culpa… —murmuró ella, girando el rostro hacia la ventana—. Pero no puedo quererte todavía.
La lluvia golpeaba el cristal, suave, constante.
Aerys parpadeó. Algo dentro de su mente —esa mente que no pertenecía del todo a este mundo— se estremeció. Las palabras de la niña resonaron en él como un eco lejano, una emoción que no sabía procesar.
Intentó responder, pero solo emergió de su garganta un gemido confuso, quebrado, casi humano.
Un sonido que parecía preguntar "por qué."
Rhaenyra volvió la vista.
Por un instante, sus miradas se encontraron: la de una niña que aún no entendía su dolor… y la de un alma atrapada en un cuerpo que no podía hablar.
Los ojos violetas del bebé reflejaron las llamas del fuego, creando destellos dorados en su interior. Parecía haber algo —una chispa— que la hizo vacilar.
Sin una palabra más, se dio la vuelta.
El movimiento hizo que su trenza se meciera lentamente, reflejando la luz cálida de las velas.
Abandonó la habitación con paso firme, aunque cada paso resonaba como un eco de su culpa.
La puerta se cerró tras ella con un golpe suave, y el mundo volvió a encogerse.
Solo quedaron la nodriza y el niño.
El fuego seguía crepitando, proyectando sombras que danzaban sobre las paredes de piedra. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales con un ritmo lento y constante, como si el cielo llorara por los muertos.
Aerys permaneció inmóvil en su cuna, los ojos violetas abiertos de par en par, observando el techo en penumbra.
El silencio era tan profundo que podía oír el murmullo de la nodriza dormitando en su silla.
Entonces, ocurrió.
Ding... Ding.
Un sonido metálico, claro, ajeno a ese mundo, vibró dentro de su cabeza. No provenía de la habitación. No podía venir de ningún lugar físico.
Su respiración —si es que un bebé podía llamarla así— se aceleró.
El corazón diminuto golpeó con fuerza en su pecho.
Y una línea de texto invisible se desplegó frente a su mente, escrita en una claridad imposible.
[Activación del Sistema]
[Usuario detectado: Aerys Targaryen
Sincronización mental en proceso...
Carga de memoria: 7%]
Aerys intentó moverse, pero su cuerpo era torpe, limitado. Su mente, en cambio, ardía con una lucidez imposible para un recién nacido.
"¿Qué… es esto?" pensó, o creyó pensar.
Las palabras no salían, pero el sistema respondió, como si escuchara su confusión.
[Bienvenido de nuevo, Huésped.
Tu nueva vida ha comenzado.]
El fuego parpadeó. Una ráfaga de viento agitó la llama de la vela, proyectando sombras alargadas sobre la cuna.
La nodriza se removió, inquieta, sin saber que el niño al que cuidaba acababa de despertar en más de un sentido.
Y en los ojos del pequeño Targaryen, el reflejo de las llamas pareció arder con algo más que luz.
