El cielo se abrió como un relámpago, y de entre las nubes cayó un hombre. Su armadura no era de hierro ni cuero, sino de un material desconocido para los aldeanos. Lo encontraron tendido en el barro, respirando apenas.
—¡Un demonio! —gritó una mujer, retrocediendo.—No… —murmuró el anciano del lugar—. Ese no es un demonio… es un enviado de los dioses.
Así llegó Valionx a la Tierra, en plena Edad Media, sin entender una palabra, sin armas que funcionaran en este mundo.
Los primeros días fueron un tormento: hambre, desconfianza, miradas que lo señalaban como brujo. Aprendió a imitar palabras, a blandir una espada tosca en lugar de la energía con la que antes luchaba. Cayó muchas veces, pero cada derrota lo hizo más humano.
Con el tiempo, ganó la confianza de un caballero caído, una curandera de manos suaves y un escudero que lo seguía como a un hermano mayor. Juntos escucharon historias de un "hechicero" que había tomado poder en tierras lejanas. Valionx lo supo de inmediato: aquel no era un hombre. Era su enemigo, llegado del mismo lugar que él.
El enfrentamiento no tardó. En una colina bañada por fuego, con soldados medievales enfrentándose a criaturas imposibles, Valionx alzó la espada que tanto había odiado al principio.
—Este mundo es mío ahora —rio el enemigo, con voz metálica.—No —respondió Valionx, mirando a los humanos que lo acompañaban—. Este mundo… es de ellos.
El combate fue brutal. Espada contra energía, acero contra luz. Al final, Valionx clavó su hoja en el corazón de su rival, quien se desvaneció como polvo estelar.
El silencio cayó sobre el campo de batalla. Los hombres levantaron sus armas en señal de victoria. Para ellos, Valionx ya no era un extranjero. Era un héroe.
Pero mientras el amanecer bañaba el cielo, Valionx observó el horizonte con melancolía. Había salvado a un mundo que no era el suyo… y aún así, por primera vez, se sintió en casa.
Fin.