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Chapter 5 - capítulo 5

Capítulo 5

Despertar era más difícil de lo habitual.

El mundo estaba borroso, como si lo viera desde el fondo de un lago. Las voces sonaban distantes, empañadas, como ecos de una conversación en otra habitación. La luz de la ventana me hería los ojos. El cuerpo, me pesaba más que nunca.

Estaba en mi cama.

Lo supe por el olor. La tela de las sábanas, el perfume suave que dejaba mamá cuando me arropaba, la madera del cabezal. Todo era familiar, y sin embargo, todo era diferente. Porque dentro de mí había algo más. Algo que no estaba antes.

Recuerdos.

No era como si despertara con una lista clara de eventos en la cabeza. No era lineal. Era más como un montón de cajas abiertas al mismo tiempo, algunas desordenadas, otras selladas. Todo vibraba. Rostros, voces, colores, emociones. Había imágenes que reconocía sin entender, y palabras que conocía sin saber de dónde.

Durante los primeros días, todo era confusión.

Me sentía como un intruso en mi propia mente. A veces lloraba sin saber por qué. Me dolía el pecho. Me asustaban los sonidos. Otras veces, me reía por cosas que nadie más veía, recordando frases, gestos, escenas sueltas que aparecían durante las siestas.

—¿Crees que está bien? —escuché murmurar a mi madre, una tarde. No es como si entendiera de que hablaba.

—Lo vigilan tres médicos, dos curanderos y una sanadora que vino desde la región norte. Está más vigilado que el tesoro del rey —respondió papá.

—No me refiero a su cuerpo…

Sus voces se desvanecieron entre pasos y portazos suaves. Yo estaba despierto. Casi siempre lo estaba, aunque fingiera dormir.

Dormir era lo único que me ayudaba. O más bien, lo único que organizaba lo que tenía dentro.

Cada vez que cerraba los ojos profundamente, algo nuevo se alineaba.

Una palabra en inglés. El recuerdo de un sabor. El rostro de una mujer con gafas que parecía triste. Una ciudad grande. Una sala de clase. Una estación de tren. Un niño al que le enseñaba a hacer papelitos con forma de grulla. Mi viejo celular. Mi billetera negra. El calor de una taza de té.

Fragmentos.

Y poco a poco, empezaron a encajar.

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Pasaron varios días antes de que la niebla comenzara a disiparse.

Estaba recostado boca abajo, medio dormido, cuando algo hizo clic.

Fue una suma de cosas. Una palabra en mi mente que no pertenecía al idioma que usaban mis padres. Una sensación de déjà vu al ver las orejas puntiagudas de mamá. La forma en que Lyne pronunciaba mi nombre con su tono agudo y alegre, muy parecido al de los personajes que recordaba de cierta animación japonesa.

Y entonces lo supe.

No de golpe, pero con certeza.

Yo... no era solo Alerion.

Yo había sido alguien más. Alguien de otro mundo. Alguien con otro idioma, otra familia, otra vida. Había muerto. Lo recordaba ahora. Lo entendía.

El accidente.

El camión.

Y luego... todo esto.

Una nueva vida. Desde el principio.

Y lo curioso era que no sentí miedo.

Confusión, sí. Melancolía también. Pero miedo… no.

Había algo reconfortante en saber que no estaba perdiendo la cabeza. Que no esta poseído por algo dentro de este cuerpo. Que todo tenía una explicación.

Tumbado en la cuna, con una mantita sobre la espalda y los sonidos de la casa retumbando en la distancia, empecé a repasar lo que sabía.

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Mis padres eran ricos, pero no de la clase altiva que imaginaba en los libros. Tenían autoridad, sí, y responsabilidades. Pero también trabajaban.

Mi madre, Aelinne, era una mujer de ideas claras, elegante y determinada. Pasaba mucho tiempo en su estudio escribiendo, organizando, leyendo documentos. Yo la escuchaba dictar cartas o dar instrucciones a comerciantes, oficiales, incluso soldados.

Papá era diferente. Menos intenso, más relajado. Pero había algo en su voz que inspiraba respeto. No por su tono, sino por su calma. Por cómo decía las cosas. Había aprendido a reconocer su andar por el ritmo de sus pasos, y por ese olor constante a cuero, metal y papel viejo.

Ambos me cuidaban. Mucho.

Más de lo que habría esperado. Y no solo ellos.

Las criadas también estaban presentes casi todo el tiempo.

Mela, la mayor, tenía manos firmes y una paciencia que parecía inagotable. Me enseñaba formas, colores, palabras. Hacía ejercicios con mis manos, con mis ojos. A veces se enojaba cuando arrojaba los bloques que me daba, pero luego me los recogía en silencio, como si entendiera que algo más pasaba.

Lyne, la más joven, era lo opuesto. Me hablaba como si fuera un muñeco. Me vestía con ropas innecesarias. Me cantaba canciones estúpidas y me levantaba en el aire como si no pesara nada. A veces me caía mal. Otras veces, la esperaba solo para reírme de su forma exagerada de expresarse.

Era extraño… tener tantas personas girando alrededor mío. Cuidándome, preocupándose, hablándome. Mirándome como si yo fuera lo más precioso del mundo.

Era... cálido.

Y al mismo tiempo, desconcertante.

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El día que terminé de organizar mi memoria no fue un evento marcado por fuegos artificiales ni una revelación mística.

Fue una mañana cualquiera.

Lyne me bañaba en una tina pequeña de madera, con agua tibia que olía a hierbas dulces. Me sostenía con una mano por debajo de los brazos mientras canturreaba algo que, hasta donde entendía, hablaba de galletas flotantes y lobos que cantaban por las noches. Su voz chillona tenía un ritmo alegre, y a pesar de todo, reconfortaba.

Yo jugueteaba con una esponja, apretándola una y otra vez contra el agua. No porque me divirtiera, sino porque necesitaba algo que mantener en las manos mientras mi cabeza... encajaba las piezas.

Era como si un nudo larguísimo por fin se hubiera soltado dentro de mí. Como si una hebra invisible uniera todo lo que había pasado desde que abrí los ojos como Alerion, con todo lo que alguna vez fui como... Alex.

Ese nombre. Alex. No era un pensamiento suelto ya. No era un eco. Era mi nombre. El anterior, al menos. No recordaba aún mi apellido. Ni qué día nací. Ni siquiera la última comida que tuve antes del accidente. Pero sabía que había vivido otra vida.

Una normal. Una humana. Una vida de carne, teléfono móvil, asfalto, español e inglés. Una vida de arroz con huevo, trenes llenos, noches en vela, discusiones y risas. De juegos, de cafés baratos, de una abuela que me dejaba dulces y dinero escondidos entre los libros que mis padres me obligaban a leer. Una vida que ya no estaba.

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Miré el reflejo distorsionado de mi rostro en la superficie del agua.

Cabello gris pálido, casi plateado, como el de papá. Pero en mis mechones, cuando la luz entraba desde la ventana, se dibujaban matices de verde oscuro, como el cabello de mamá. No sabía si era algo genético o si este cuerpo tenía una peculiaridad propia.

Luego estaban los ojos.

Ya me había dado cuenta antes, pero ahora prestaba más atención. Había momentos —breves, aleatorios— en que el mundo cambiaba. No drásticamente, pero sí lo suficiente como para notarlo. Líneas ondulantes en el aire. Pequeñas estelas flotando entre objetos. Como polvo de luz, suspendido entre las personas. A veces parecía que el mundo respiraba en colores que no entendía.

No pasaba siempre. Y no podía controlarlo.

Pero era real.

Intenté pestañear varias veces, mover la mirada, enfocar. No cambiaba nada. Luego, de repente, desaparecía. Como si nunca hubiese estado ahí.

Quizás estaba alucinando.

O quizás… era parte de este nuevo cuerpo. De este nuevo mundo.

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Mi entorno también me ofrecía pistas.

Las paredes de la casa estaban hechas de piedra fina y madera tratada. Las ventanas eran de vidrio soplado, pero las cerraduras eran simples. No había cables. No había relojes eléctricos. Las luces eran velas o lámparas de aceite. El fuego lo era todo.

Las ropas que usaban eran de lino, lana y cuero. No había plástico. Ni botones con marcas. Ni etiquetas.

Los utensilios eran de madera, hierro o cerámica. Los cubiertos eran pesados. Las tazas también.

Los libros eran escritos a mano, o al menos con métodos rudimentarios. Y todos hablaban en un idioma que, en algún momento, había comenzado a entender.

Era como si una parte de mi mente —quizá heredada, quizá implantada— absorbiera el idioma local sin esfuerzo.

Eso también me asustaba un poco.

Pero más que miedo, me despertaba… curiosidad.

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Este mundo era diferente al mío. No solo en cultura o tecnología. Lo era en esencia.

Aquí habían cosas como espadas. Gente de diferentes razas que hablaban de regiones, países, tratados, continentes. Escuché mencionar nombres como "Ashura", “Fittoa”, “Boreas”, “Basheera”, “del reino central”, "Continente Demoníaco"… y entendí, por el tono, que había una organización territorial, política, compleja.

Papá hablaba mucho con comerciantes. Y una vez lo oí decir:

—El envío de la región de Fittoa debería llegar antes de la primavera, si no queremos otro retraso como el del año pasado.

También había oído a mamá referirse a "la capital del Reino" como si fuera un lugar que todos conocían. Eso me decía que estábamos en alguna ciudad importante, pero no la principal.

Y si algo me enseñaron los RPG y la literatura de fantasía es que estos mundos, aunque no siempre lógicos, sí tenían cierta coherencia estructural.

Así que lo anoté mentalmente.

Fittoa → región.

Capital del Reino Central → cerca.

Delarus → la ciudad en que vivimos. Lo había oído varias veces. Incluso una criada dijo un día:

—Los de Delarus tenemos más paciencia que un enano cocinando repollo.

Sí, ese tipo de frases eran oro para mí.

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Volví a sumergir las manos en el agua y salpiqué un poco, como cualquier bebé lo haría.

Lyne chilló, riendo.

—¡¡Oye, pequeño dragón!! ¿Otra vez con eso?

Me lo decía a menudo. “Pequeño dragón”. A veces en broma. A veces con cariño.

Al principio pensé que era por mi pelo. Pero luego escuché otra conversación.

—Se pasa el día comiendo y durmiendo —decía Mela, alzando una ceja—. Parece más una bestia mágica que un niño.

—Como un dragón bebé —rió papá—. De esos que comen una vaca entera y luego duermen tres días.

—No exageres —dijo mamá, sin ocultar la sonrisa—. Aunque sí… tiene apetito.

Y así, el apodo se quedó.

No me molestaba. Después de todo, era mejor que “bolita” o “cabeza grande”, como me llamaban en mi otra vida cuando era un niño regordete.

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Cuando Lyne me sacó del agua, me envolvió en una toalla suave y comenzó a secarme mientras cantaba. Yo dejé que me llevara de vuelta al cuarto, aún analizando todo.

Ahora que sabía quién era… o más bien, quién había sido, podía avanzar. No como antes. Ya no era un alma perdida en un cuerpo extraño.

Era yo. Con mi historia. Con mis recuerdos.

Y esta era mi segunda vida.

No sabía qué me esperaba. Ni qué tan peligroso o complejo sería este mundo.

Pero una cosa era segura:

Estaba aquí para vivirla.

Desde el principio. Como Alerion Zakhal Dragonroad.

Y esta vez… tendría mas cuidado al cruzar las calles.

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En los días siguientes, todo cambió para mí.

No externamente. Seguía siendo un bebé. No podía hablar. No podía escribir. Apenas podía sostenerme sentado sin ayuda. Pero por dentro, había despertado por completo.

Me dediqué a observar más que nunca. Escuchaba cada conversación. Seguía cada gesto de mis padres. Analizaba todo lo que me rodeaba. El idioma. Las costumbres. El clima. Los horarios. Los objetos que usaban. El mobiliario. Incluso las comidas que mencionaban.

Sabía que todo eso era importante. Que si iba a vivir en este mundo, necesitaba entenderlo. Adaptarme.

Pero tampoco quería apresurarme.

Aún era temprano.

Tenía tiempo.

Y más importante aún: no estaba solo.

Mis padres, sin saberlo, me ayudaban cada día. Incluso sin entender lo que pasaba dentro de mí.

Mi madre me miraba cada mañana con una expresión mezcla de orgullo, preocupación y amor. Papá me hablaba de historia, de batallas antiguas, de nombres de razas que apenas comenzaba a memorizar.

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