Cherreads

Chapter 2 - II

Habían pasado apenas unos días desde que Edrian despertó en el cuerpo de Vlad Drakovar, y aunque cada amanecer parecía igual, dentro de su cabeza todo era caos. Los primeros días los pasó encerrado en su habitación, evitando el contacto con cualquier otro ser humano salvo Lyssandra. La confusión inicial fue como un veneno lento, mezclado con una calma que no terminaba de ser natural. Todo le parecía demasiado tranquilo, como si el mundo entero estuviera conteniendo la respiración, esperando el momento exacto para aplastarlo.

No salió de la habitación más que para darse un baño, y aquel baño no era un baño común. Era un santuario hecho de mármol negro, tan pulido que reflejaba las luces de los candelabros como un cielo estrellado invertido. Las paredes estaban cubiertas con mosaicos que representaban dragones y serpientes entrelazadas, figuras que parecían moverse con el vapor del agua caliente. La bañera era tan grande que más bien parecía una piscina privada; esculpida en piedra blanca con bordes tallados en formas de garras y escamas, donde el agua burbujeaba suavemente, perfumada con esencias de lavanda, pétalos de rosa negra, menta fresca y hierbas exóticas que desconocía. El vapor lo abrazaba, relajando cada músculo, arrancándole suspiros de alivio mientras la servidumbre, siempre silenciosa, se retiraba para no interrumpirlo. Por unos minutos, podía olvidar que estaba atrapado en un mundo que lo quería muerto.

Comía lo que Lyssandra le llevaba: platos elaborados, dignos de un noble, con carnes tiernas, jugosas y sazonadas con especias que nunca había probado, acompañadas de panes crujientes, frutas brillantes y dulces que parecían derretirse en la boca. Cada bocado era una explosión de sabor, tan diferente a la comida insípida de su vida pasada que casi se sentía culpable de disfrutarlo. Pero mientras comía, pensaba. Caminaba por su nueva habitación, observando cada rincón de ese lugar que ahora era suyo y planeando qué hacer.

Finalmente, tomó una decisión: lo primero era conocer el estado real de sus tierras y descubrir cómo salvar su pellejo antes de que una revolución estallara y lo mandaran a la horca, o peor, lo lincharan como a un animal, solo para quedarse con su título y propiedades.

Ahora estaba en su oficina, su supuesto lugar de trabajo. La habitación imponía respeto desde el momento en que se cruzaba el umbral. Era tan grande que podría haber metido su antiguo departamento dentro al menos cuatro veces. El techo se alzaba como el cielo de una catedral, sostenido por vigas de mármol oscuro, finamente talladas con serpientes que parecían deslizarse entre símbolos arcanos y gárgolas de rostros deformes que miraban con una mueca perenne a todo aquel que osara entrar.

Las paredes estaban cubiertas por estanterías infinitas repletas de libros encuadernados en cuero, pergaminos antiguos atados con cintas rojas y mapas detallados del territorio, algunos de ellos tan viejos que el papel parecía a punto de desintegrarse. Entre las estanterías se erguían estatuas de guerreros y criaturas mitológicas, como si vigilaran el lugar. La chimenea, colosal, tallada con relieves de dragones enroscados, ardía suavemente, proyectando sombras danzantes sobre la alfombra carmesí que cubría todo el suelo.

Los sillones, dispuestos alrededor de una mesa auxiliar, eran de madera oscura tallada con filigranas retorcidas, tapizados en cuero negro con costuras rojas, tan suaves que uno podría dormir en ellos. El escritorio, en el centro, era un monumento en sí mismo: de madera negra, maciza, con patas en forma de garras y su superficie cubierta de grabados que narraban batallas de tiempos antiguos. Sobre él, se apilaban montones de papeles, algunos amarillentos por los años, plumas de escribir, sellos con el blasón de la hidra de siete cabezas y un candelabro que aún conservaba restos de cera derretida, testigos de noches largas de trabajo que Vlad, el original, jamás hizo.

Edrian, no… Vlad, suspiró. Tenía que acostumbrarse a ese nombre, porque ahora era él. Esa era su realidad: un mundo decadente que debía reconstruir si quería vivir. Sabía que el anterior Vlad había dejado todo en ruinas, y ahora las consecuencias lo rodeaban como lobos hambrientos.

Mandó a Lyssandra a buscar documentos de importancia: libros de cuentas, registros de impuestos, informes administrativos que el Vlad original había desechado sin siquiera mirar. Ella no solo cumplió la orden, sino que regresó con una pila de perfectamente ordenados, atados con cintas de colores que clasificaban cada sección. Y, como si leyera su mente, también trajo su desayuno.

La bandeja de plata con bordes dorados brillaba bajo la luz del ventanal. Encima, una jarra de cristal contenía un jugo rojo intenso, hecho de alguna fruta dulce y ácida que jamás había probado. Había panecillos dorados, calientes, que al partirlos dejaban escapar un aroma a mantequilla y hierbas. Un plato con lonchas finas de jamón ahumado, acompañadas de queso curado que se derretía en la lengua. Frutas exóticas cortadas en formas perfectas: uvas negras del tamaño de ciruelas, peras suaves y jugosas, trozos de melón dorado que parecían brillar. Y, en el centro, un pedazo de carne rosada, cocida a la perfección, bañada en una salsa espesa con especias que lo hicieron salivar solo con el aroma.

Cada bocado era un recordatorio cruel: estaba viviendo en el cuerpo de un noble, disfrutando de lujos mientras su pueblo moría de hambre. Ese pensamiento se clavó en su mente como una espina, pero no apartó el plato. Necesitaba fuerzas. Necesitaba pensar con claridad, y no lo haría con el estómago vacío.

Mientras masticaba su desayuno, sus ojos iban de un pergamino a otro, pasando las páginas con el ceño fruncido, tragando y masticando lentamente como si cada bocado le ayudara a digerir también el caos que tenía delante. El crujido del pan bajo sus dientes se mezclaba con el ruido seco del pergamino al ser desenrollado. Cada línea que leía era peor que la anterior, una puñalada más a la ya moribunda dignidad de aquel feudo.

Los números parecían escritos por dementes. Había cuentas donde las sumas no cuadraban, pagos inflados sin justificación, impuestos imposibles que exprimían a los campesinos hasta la última gota de sudor, contratos amañados que solo enriquecían a unos cuantos parásitos con nombres de familias nobles que se repetían una y otra vez. Los registros estaban llenos de marcas y tachaduras, notas al margen que no tenían sentido, tierras que aparecían en los mapas como prósperas pero que, según los informes, llevaban años en ruinas, saqueadas, olvidadas.

Encontró pagos destinados a soldados que jamás llegaron a cobrar, unidades enteras de suministros que en papel se habían entregado pero en la práctica desaparecieron. Incluso había nombres de aldeas que él, con los recuerdos de Vlad, sabía que ya no existían; habían sido arrasadas o simplemente abandonadas. Era un desastre monumental, un pantano de corrupción y negligencia que llevaba años creciendo sin que nadie se molestara en frenarlo.

Se apoyó en el respaldo de la silla, dejando caer el pergamino con un suspiro cargado de frustración. La oficina estaba silenciosa, solo el crepitar del fuego en la chimenea acompañaba sus pensamientos. Su mirada se perdió un momento en el ventanal, donde la luz grisácea de la mañana iluminaba el polvo suspendido en el aire, como si incluso el sol se negara a entrar del todo en aquel lugar.

"¿Cómo mierda voy a reconstruir esto?", pensó, apretándose las sienes. El dolor de cabeza era punzante, un martillo que golpeaba cada vez que intentaba organizar una idea coherente.

No era un genio de la administración. No era un estratega político. En su vida anterior, su mayor preocupación había sido estudiar para exámenes de antropología y administrar un poco del dinero de sus padres. Había leído novelas medievales y fantasía, sí, pero esas historias siempre ponían todo fácil para los protagonistas: sistemas mágicos, ventajas ocultas, conocimientos del futuro, habilidades sobrehumanas. Él no tenía nada de eso. Solo una mente llena de dudas, recuerdos prestados de un hombre que todos odiaban y un cuerpo que la mitad de su territorio quería ver colgado en una plaza mientras la otra mitad lo decapitaba con gusto.

Se pasó una mano por el rostro, hundiéndola en su cabello negro, y exhaló. Tenía que pensar. Tenía que trazar un plan, aunque fuera a tientas.

Primero: purgar. Limpiar todo desde dentro. El palacio debía ser el inicio. Ahí dentro seguro había serpientes disfrazadas de sirvientes, ratas que corrían entre pasillos y se arrastraban para vender información por unas cuantas monedas. Si no podía confiar en quienes lo rodeaban, estaba muerto antes de empezar.

Después, Valgardium, la ciudad principal del señorío. Los informes que había leído la describían como una sombra de lo que fue: calles sucias, mercados vacíos, hambre, crimen, revueltas que ardían en las sombras y esperaban cualquier chispa para estallar. Si no lograba controlar la capital, todo lo demás se perdería.

"Vaya mierda", murmuró entre dientes, inclinándose sobre el escritorio. Sus dedos tamborilearon sobre la madera grabada con escenas de batallas. El feudo estaba podrido hasta la raíz, y ahora él tenía que salvarlo con nada más que su voluntad, un poco de astucia y la esperanza de no terminar con una soga alrededor del cuello.

El idioma era otra maldita carga. Sí, gracias a los recuerdos de Vlad podía hablarlo, leerlo y escribirlo, pero no le resultaba natural. Cada palabra que pronunciaba sonaba rara en su cabeza, como si tuviera un eco ajeno, como si perteneciera a otro. El Arkadien era elegante y áspero a la vez, una mezcla de sonidos suaves y guturales, como un francés roto mezclado con palabras duras que se le trababan en la lengua. Lo entendía, pero se sentía como un impostor cada vez que lo usaba.

Para colmo, los números eran su enemigo natural. Nunca había sido bueno con ellos, ni en la escuela ni en la universidad. Y ahora estaba sumergido en una maraña de cifras, tasas, rentas, porcentajes, impuestos sobre cosechas y pasturas que no terminaba de entender. Cada línea que leía era un recordatorio cruel de que Vlad original no solo fue un idiota decadente, sino que había dejado todo hecho trizas.

Mientras se frotaba el puente de la nariz, pensando en qué diablos podía hacer, escuchó un leve golpeteo en la puerta. No necesitó preguntar quién era. Solo Lyssandra tenía la costumbre de llamar tres veces, suave, casi como un susurro.

—Amo… ¿puedo pasar? —la voz de ella se filtró a través de la madera, dulce, cargada de esa devoción inquietante que se le clavaba en el pecho.

—Entra, Lya —respondió sin levantar la vista.

La puerta se abrió sin hacer ruido, y ella entró con la gracia de un gato, llevando una bandeja con té humeante. Su presencia llenó el aire, perfumado con ese aroma a flores oscuras que parecía seguirla a todas partes. Avanzó hasta el escritorio, inclinándose apenas para dejar la bandeja frente a él. Sus movimientos eran tan suaves que parecían ensayados, cada gesto cargado de una sensualidad natural que Vlad intentaba ignorar.

—Se ve agotado, mi señor —murmuró con voz aterciopelada, sus ojos violetas brillando bajo la tenue luz que filtraba el ventanal—. Debe descansar. Si se enferma, ¿qué haré yo sin usted?

Él levantó la mirada, y por un instante, todo el peso de los documentos, las cifras, las intrigas y la desesperación que lo ahogaba se disolvió un poco. Aquella mujer tenía un efecto extraño en él, como si con solo estar cerca pudiera arrancarle un fragmento de sus preocupaciones.

—Bueno… yo tampoco sé qué haría sin ti, Lya —dijo con voz baja, casi un susurro, pero lo suficientemente claro como para que ella lo escuchara.

Las palabras parecieron golpearla más fuerte que cualquier caricia. Sus mejillas se tiñeron de rojo, y en sus ojos se encendió una chispa peligrosa, mezcla de deseo y devoción. Temblorosa, se llevó una mano al pecho, como si quisiera contener los latidos que parecían desbordársele. Se sentó en una silla cercana, con movimientos nerviosos, apretando las manos sobre su regazo para que no notara que le temblaban.

—Por favor, amo… no diga esas cosas tan… tan dulces —susurró, desviando la mirada mientras mordía su labio inferior—. Hace que me tiemblen las piernas, que mi corazón arda y… que mi cabeza deje de pensar.

Vlad la miró con una ceja arqueada, confundido, aunque no pudo evitar que una sonrisa torcida se dibujara en su rostro al entender. Mierda, sí que estaba un poco loca. Loca, pero increíblemente sexy. Si en algún momento se descuidaba, esa mujer sería capaz de devorarlo, y no estaba del todo seguro de que le disgustara la idea. Aun así, no era el momento; primero debía poner orden en su propia casa antes de pensar en cualquier otra cosa.

Se rió por lo bajo y negó con la cabeza, volviendo su atención a los documentos. Aunque las palabras de ella seguían resonando en su mente, decidió concentrarse en lo que importaba. Tenía que hacerlo, porque su situación era mucho más complicada de lo que parecía a simple vista.

Respiró hondo, pasándose una mano por el rostro, y suspiró largamente. No quería ser pesimista, pero era imposible no serlo cuando cada pergamino le recordaba que estaba parado sobre un campo minado. No tenía magia… o al menos no sabía cómo usarla. Había algo dentro de él, una chispa, un fuego latente que ardía en lo más profundo, como si esperara el momento adecuado para despertar. Pero no sabía cómo avivarlo sin quemarse a sí mismo.

No tenía un ejército completamente leal. Aunque quedaban soldados veteranos, hombres endurecidos por la guerra que aún recordaban tiempos mejores, la mayoría eran mas mercenarios que verdaderos soldados, o simples peones que venderían su espada al mejor postor. Consejeros de confianza… escasos, casi inexistentes. Tal vez había uno o dos que no buscaban su caída, pero pocos eran realmente útiles. Era una jodida pesadilla.

—Lya… —llamó, con voz cansada, girando apenas la cabeza hacia ella. Sus ojos se encontraron y sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Ella lo miraba de forma intensa, como si cada palabra suya fuera un decreto divino. Se veía hermosa, pero había algo inquietante en la forma en que su mirada se oscurecía—. ¿Tú sabes quiénes en este palacio me son leales? Sirvientes, guardias, consejeros… quiénes están conmigo y quiénes están en mi contra.

Lys sonrió. No fue una sonrisa inocente; fue dulce, sí, pero bajo esa dulzura se escondía un filo afilado como una daga. Sus ojos violetas centellearon con una mezcla de amor y locura, como si acabara de escuchar la pregunta que llevaba años esperando.

—Por supuesto que lo sé, mi amo —respondió con una suavidad venenosa—. Siempre vigilo. Siempre escucho. Y siempre castigo a los que osan siquiera pensar en hacerle daño.

Se levantó de la silla con un movimiento elegante y comenzó a caminar lentamente por la habitación, como una gata que marca su territorio mientras habla.

—Para empezar, el viejo mayordomo en jefe, ese asqueroso anciano que finge devoción… lo he visto arrastrarse con reverencias, pero en los pasillos conspira. Habla con emisarios de familias que sueñan con verle muerto, sueñan con quedarse con su título y sus riquezas. La ama de llaves… esa bruja decrepita que sonríe como una madre falsa, envenena las palabras de las doncellas contra usted. Y las doncellas… —su voz se volvió un susurro cargado de veneno—, la mayoría son serpientes con faldas. Roban joyas, especias, ropa, incluso comida de su mesa. Se mofan de usted cuando creen que no las escucho.

Se detuvo frente a él, inclinándose para mirarlo desde arriba, sus labios rozando casi su oído.

—De los sesenta mil que sirven en este palacio, cuarenta mil son de desconfianza. No le desean nada bueno. Los otros veinte mil… son leales, o al menos lo suficientemente temerosos como para obedecer sin cuestionar. Si me lo permite, puedo purgar a las ratas, una por una. Usted solo tiene que darme su bendición.

Vlad tragó saliva, porque no dudaba ni por un segundo que ella cumpliría esa promesa sin pestañear.

—¿Y los guardias? —preguntó, con voz tensa.

—La Guardia Negra… —sus labios se curvaron en una sonrisa peligrosa—, siempre será fiel a su señor. No importa quién sea, ni qué haya hecho. De los veinte mil que quedan, todos obedecerán sus órdenes sin cuestionarlas. Si usted les ordena matar a sus propias familias, lo harán sin parpadear.

—¿Y los consejeros? —preguntó finalmente.

Lya ladeó la cabeza, como una muñeca que escucha algo divertido. Sus labios se curvaron en una sonrisa dulce, aunque en su mirada vio el brillo de quien ya había pensado en aquello mil veces.

—De los treinta consejeros, mi señor… apenas diez valen algo. Diez que todavía recuerdan quién es su amo, diez que no han olvidado lo que significa el honor. Los otros veinte son como carroña: se alimentan de su desgracia, se arrastran en los pasillos susurrando veneno, esperando el momento de clavarle un puñal por la espalda.

Avanzó lentamente hacia él, sus pasos casi silenciosos sobre la alfombra carmesí.

—Si me permite un consejo, amo mío… —su voz bajó hasta ser apenas un susurro cargado de veneno—, no los exilie, no los perdone, no los deje respirar. La traición no merece piedad. Hágalo rápido, sin aviso, sin misericordia. Yo misma puedo encargarme, uno por uno, y nadie llorará por ellos.

Vlad se quedó pensativo. La sugerencia era brutal, pero no estaba lejos de la verdad. Recordó los rostros borrosos que surgían de los recuerdos del Vlad original, memorias empañadas por el alcohol, el desinterés y el caos. Apenas podía rescatar fragmentos: nombres, voces, traiciones susurradas. Necesitaba reconstruir quién era quién.

En su mente, repasó los nombres de los veinte consejeros corruptos. Empezando con Lord Helmar Veyric, el tesorero que inflaba impuestos y se llenaba los bolsillos; Lord Dastor Varglen, siempre sonriendo mientras negociaba con enemigos; Lady Selvara Orneth, cuyo veneno no estaba solo en las copas, sino en sus palabras; Margrave Tharion Drekk, general traidor que vende información al mejor postor; Lord Garmet Ulrick, manipulador experto en sobornos; Sir Hollen Brant, un caballero con más deudas que honor; Lord Merath Korr, amante de las intrigas y las alianzas envenenadas; Lord Alric Fenrow, cuya codicia era tan grande como su cobardía; Lord Jareth Morn, encantador y falso; y así hasta completar los veinte, cada uno con su propio veneno, cada uno una serpiente en el nido.

Pero también estaban los otros diez, los que, según los recuerdos y lo que Lya le había dicho, todavía podían sostenerlo si decidía levantarse. Sir Kaelen Druthgar, jefe de la guardia externa, un hombre recto, de honor férreo, que mantenía cincuenta mil tropas aún leales, las únicas que podían proteger las murallas y los castillos que rodeaban Valgardium. Lord Roderic Vaelthorn, anciano consejero militar que había visto más batallas que todos los demás juntos. Lady Elira Veyra, joven estratega política, fría y calculadora, pero fiel al linaje Drakovar. Sir Malrik Dorne, capitán de las defensas y controles de los puentes y pasos sobre los ríos. Lord Cedran Folmar, maestro de espías, silencioso pero leal. Lady Isolde Therin, sabia en diplomacia, que nunca abandonó el palacio ni en sus peores días. Sir Galren Torth, ex-guardia personal desde tiempos de su padre. Lord Anselm Korrin, administrador honesto que intentó sin éxito frenar la decadencia. Lady Ylvara Serenth, sacerdotisa encargada de la casa Drakovar y de los ritos. Y finalmente, Comandante Sir Dargan Veythar, líder de la Guardia Negra, implacable, letal y absolutamente devoto a su señor, incluso en su peor momento.

Lya lo miró mientras él recordaba, como si pudiera leerle la mente. Su sonrisa se suavizó, y su voz se volvió melosa, cargada de un tono casi nostálgico.

—Me alegra tanto, amo, que vuelva a interesarse por estos asuntos… —dijo con un suspiro dulce, inclinándose un poco hacia él, como si sus palabras fueran una caricia—. Es como verlo cuando era joven… tan lleno de vida, de ambición. Dioses, en ese tiempo era tan lindo… tan radiante, como el sol después de una tormenta.

Vlad bajó la mirada, una media sonrisa amarga asomando en sus labios.

—Bueno… ya era hora de dejar mi depresión atrás, ¿no crees? —respondió, su voz cargada de una determinación que no esperaba sentir.

Lya lo miró con esa mezcla de ternura y obsesión que lo inquietaba y lo reconfortaba al mismo tiempo. Sus mejillas se teñían de un rojo intenso, y sus manos temblaban levemente mientras apretaba el delantal de su uniforme.

—Sí, mi señor… vuelva a ser ese hombre. Vuelva a ser el sol que devora la oscuridad —susurró con voz quebrada, tan cargada de emoción que casi parecía un rezo—. No es que antes fuera menos, pero… me gusta más este amo, es más radiante, más vivo.

Vlad no respondió de inmediato. La miró unos segundos, intentando descifrar hasta dónde llegaba esa devoción que, si bien era suya, no dejaba de darle escalofríos. Con un leve asentimiento, decidió guardar silencio. No iba a decirle que en realidad no era el Vlad que ella recordaba. ¿Para qué? Nadie le creería. Y si Lya descubría que el hombre que amaba había muerto, que ahora él era otro, probablemente reaccionaría de formas que prefería no imaginar. Por eso estaba dejando de referirse a sí mismo como Edrian; en su mente comenzaba a aceptar que ahora era Vlad Drakovar, y si quería sobrevivir, debía convertirse en él.

Con un suspiro, se levantó de la silla, acomodó la capa negra que descansaba sobre el respaldo y se la colocó sobre los hombros.

—Ven, Lya —dijo con voz firme, aunque en su interior todavía dudaba de todo.

Ella se sonrojó de inmediato, como si esas simples palabras hubieran sido una declaración de amor.

—Amo… —balbuceó, llevando una mano a su pecho—, déjeme darme un baño antes.

Él arqueó una ceja, confundido.

—¿Un baño?

Lya bajó la mirada, pero no pudo ocultar la sonrisa nerviosa que se formó en sus labios.

—Bueno… por supuesto que quiero estar perfecta para usted. No quisiera estar sucia si… —su voz se volvió un susurro cargado de insinuación—, si el amo esta contento, es natural que desee a una mujer.

Vlad la miró sin saber si reír o suspirar. Dios, estaba loca, eso era indudable. Pero… también era increíblemente hermosa, y ese brillo en sus ojos, esa manera de hablar, era peligrosa y tentadora. Sacudió la cabeza, tratando de ahuyentar los pensamientos que empezaban a surgir.

—No, Lya. Eso lo haremos después. —Sus palabras fueron secas, aunque no carentes de un dejo de humor—. Ahora quiero que me acompañes a la tesorería y a las bóvedas. Necesito ver el dinero que aún queda para plantear bien el plan de acciones.

Ella frunció los labios en un puchero, sus ojos violetas se humedecieron apenas, reflejando esa decepción infantil que escondía tras su devoción enfermiza. No protestó, solo asintió con un leve movimiento de cabeza, aceptando la orden de su amo como si fuera un mandamiento divino. Se colocó a su lado, tan pegada que sus hombros casi se rozaban, caminando con pasos ligeros, apenas audibles, como si flotara. Su cercanía era tan intensa que cualquiera que los viera habría jurado que no era una mujer, sino una extensión de él, su sombra viva, su espectro personal, siempre presente, siempre alerta.

Mientras avanzaban, Vlad alzó la vista y no pudo evitar maravillarse. El Palacio de los Drakovar era mucho más de lo que recordaba en las memorias borrosas del Vlad original. No era un simple palacio: era una monstruosidad arquitectónica, una fortaleza envuelta en lujo.

Los corredores parecían interminables, largos pasillos que se extendían como venas doradas, flanqueados por columnas de mármol negro veteado de oro, tan pulidas que reflejaban las luces de las lamparas como espejos líquidos. Cada columna estaba tallada con relieves intrincados que narraban las gestas de los antiguos señores Drakovar: dragones alzando vuelo sobre mares de fuego, guerreros atravesando monstruos imposibles, reyes que decapitaban a sus enemigos con una sola mano.

Sobre ellos, los techos altísimos eran un espectáculo por sí solos. Frescos que representaban a los dioses de antaño, pintados con pigmentos que aún conservaban un brillo sobrenatural, mostraban escenas de guerras divinas, pactos de sangre, sacrificios y victorias. Gigantescas arañas de cristal colgaban de esas alturas, miles de velas ardiendo en ellas, destilando una luz cálida que se descomponía en destellos al chocar contra los cristales tallados.

Alfombras de seda, bordadas a mano con hilos de oro, cubrían los suelos de marmol. Tan suaves eran, que apenas sentía el roce de las botas, como si caminara sobre nubes teñidas de carmesí y púrpura. A cada lado, salones enormes se abrían, conectados por puertas dobles de madera negra y hierro forjado, cada una custodiada por guardias inmóviles.

Pasaron junto a estatuas de guerreros y bestias míticas: grifos, hidras, lobos alados, dragones petrificados en poses de ataque. Los tapices eran aún más impresionantes, tejidos con hilos de plata, oro y cobre, algunos adornados con rubíes, esmeraldas y zafiros incrustados, formando escenas que parecían cobrar vida a la luz del fuego. Los muebles, de maderas exóticas traídas de los confines del continente, estaban incrustados con gemas y adornados con figuras talladas que contaban historias mudas.

Pinturas colgaban de las paredes, retratos de los antiguos señores Drakovar, hombres y mujeres de mirada severa, envueltos en coronas y armaduras. Cada lienzo era tan caro que, con su venta, podría alimentar a mil familias durante años. Pero aquí estaban, colgados en la penumbra, testigos silenciosos de la decadencia de la dinastía.

El aire estaba impregnado de aromas: incienso, perfumes florales y especiados, mezclados con el olor constante a cera derretida y madera antigua. Una fragancia lujosa, casi embriagante, que ocultaba bajo su dulzura el hedor invisible de la corrupción.

El Palacio de los Drakovar no era solo un edificio; era una ciudad bajo techo, un laberinto viviente de poder y secretos. Sus niveles superiores se alzaban hasta perderse en las nubes, mientras que en las profundidades se extendían los subterráneos: catacumbas, túneles, cámaras secretas donde, según los rumores, se ocultaban tesoros perdidos, salones olvidados y prisiones donde los gritos jamás llegaban a la superficie.

Había invernaderos de cristal donde crecían plantas de lugares imposibles, flores que brillaban en la oscuridad, árboles que exudaban resinas de colores y frutos venenosos. Jardines interiores con fuentes de mármol blanco, donde el agua caía en cascadas suaves, reflejando la luz de las lamparas en un juego hipnótico de sombras.

Cada rincón estaba diseñado para gritar poder, para aplastar con su magnificencia a cualquiera que lo visitara. Y, sin embargo, cuanto más lo admiraba, más sentía Edrian la podredumbre que se escondía bajo tanta belleza. Era como una joya cubierta de moho, un cadáver vestido con sedas.

Mientras caminaba, sus pensamientos se oscurecieron. Este palacio era el reflejo de su nuevo mundo: espléndido por fuera, corroído por dentro. Cada lujo, cada piedra dorada, era un recordatorio de que este lugar, por más glorioso que pareciera, estaba podrido hasta los cimientos.

Lya, caminando a su lado, no apartaba los ojos de él ni un segundo. Su devoción enfermiza era tan evidente que parecía vibrar en el aire. Lo miraba como si fuera un dios, como si cada paso que daba iluminara el camino. Y cuando él volteó a verla, ella sonrió, esa sonrisa dulce y peligrosa que mezclaba amor, deseo y locura.

—¿Le agrada verlo así, mi señor? —susurró, casi como si no quisiera que las paredes escucharan—. Camina como un verdadero Drakovar. Todos deberían temblar al verlo.

Vlad no respondió de inmediato. Solo le devolvió una mirada seria, mientras en su interior ardía una certeza: si quería sobrevivir, tendría que reclamar ese miedo, esa autoridad.

Y entonces, continuaron su camino hacia las bóvedas, donde aguardaba una verdad que definiria si estab condenado, o se podria salvar.

Finalmente, tras un descenso que parecía no tener fin, llegaron a la entrada de la tesorería principal y las bóvedas ancestrales, el corazón económico de Valgrad. Frente a él se alzaban las colosales puertas que separaban el mundo exterior de las riquezas acumuladas durante siglos. Forjadas en acero negro bruñido, su superficie estaba cubierta de intrincados grabados en relieve que representaban dos hidras de siete cabezas enfrentadas, enroscadas en un combate eterno. Sus ojos de rubí incrustado brillaban tenuemente a la luz de las antorchas, como si vivieran, como si lo observaran con hambre. Cada hoja de aquellas puertas era tan pesada que, según las leyendas, solo la fuerza combinada de diez hombres y una maquinaria interna de engranajes encantados podía hacerlas ceder.

Custodiando la entrada, dos docenas de miembros de la Guardia Negra de Valgrad permanecían de pie como estatuas vivientes. Este cuerpo de élite, último vestigio de un ejército que alguna vez había hecho temblar a todo el Norte del imperio, imponía respeto solo con su presencia. Años atrás, sus filas sumaban doscientos mil soldados, forjados en el dolor, la disciplina y el fanatismo hacia su señor. Ahora, apenas veinte mil quedaban en pie, debilitados por el abandono y la desidia, pero aún fieles al estandarte de la hidra, aún dispuestos a morir al primer llamado.

Sus armaduras estaban conpuestas por placas de acero negro pulido, decoradas con filigranas doradas que serpenteaban por los bordes y convergían en el símbolo de la hidra grabado en el pecho. El yelmo, completamente cerrado, no dejaba ver ni un solo rasgo humano; sus líneas angulosas y agresivas daban a los soldados un aspecto espectral, inhumano, como si fueran sombras encarnadas.

Cada guardia portaba una alabarda negra, tan alta como ellos mismos, cuyo filo curvado brillaba con un lustre mortal. En sus cinturones colgaban espadas bastardas de acero templado, martillos de guerra de cabezas pesadas, dagas y cuchillos arrojadizos perfectamente equilibrados. En el brazo izquierdo, cada uno llevaba un escudo ovalado, tan alto como su portador, reforzado con capas de acero y madera endurecida. El esmalte negro de los escudos estaba atravesado por el emblema dorado de la hidra de siete cabezas, símbolo eterno de Valgrad. Sobre sus hombros caían capas negras de tela gruesa, forradas con un carmesí tan profundo que parecía absorber la luz.

Cuando Vlad apareció, todos ellos, sin excepción, se arrodillaron en un solo movimiento sincronizado, golpeando el suelo con las alabardas en un estrépito metálico que resonó como un trueno en el corredor. Después, con la misma precisión militar, se pusieron de pie y comenzaron a mover la maquinaria que abría las puertas. Los engranajes chirriaron, los mecanismos ocultos retumbaron como un rugido metálico, y lentamente, con un gemido gutural de hierro, las colosales hojas comenzaron a ceder.

El sonido era ensordecedor, pero a la vez solemne. Con cada palmo que se abrían, un viento helado emergía desde las profundidades, golpeando el rostro de Vlad con un aliento que olía a metal, polvo añejo y cuero reseco. Era el aroma de los cofres olvidados y de las monedas que tenian que salvarlo.

La oscuridad que se extendía más allá era espesa, casi tangible, pero fue lentamente desgarrada por la luz de antorchas negras que ardían con el fuego de antiuos Drakovar. Sus llamas no consumían nada, danzaban como sombras vivas y arrojaban un resplandor etéreo que apenas iluminaba los contornos de los pasillos descendentes.

Vlad dio el primer paso hacia el interior, y el eco de sus botas resonó en los muros como si despertara a los fantasmas del lugar. Lya lo seguía tan de cerca que su respiración se confundía con la suya. Las paredes de piedra, húmedas y frías, estaban adornadas con relieves que narraban las gestas de sus antepasados: guerras contra criaturas titánicas, conquistas de ciudades enteras en llamas, pactos sellados con sangre, sacrificios humanos ofrecidos a dioses oscuros y juramentos inquebrantables grabados para toda la eternidad.

Bajaron por las escaleras en espiral durante lo que pareció una eternidad. Cada nivel que atravesaban estaba protegido por puertas aún más ornamentadas, cada una más pesada y más imponente que la anterior, custodiadas por runas que brillaban tenuemente y mecanismos que crujían al abrirse. El aire se volvía más denso, más frío, cargado de una energía antigua, casi mística.

Finalmente, llegaron al último umbral: las puertas finales, colosales y majestuosas, tan gruesas y densas que no parecían haber sido construidas para resguardar oro o riquezas, sino para sellar en su interior a una bestia ancestral Aquella estructura imponía con solo existir. Medía más de siete metros de alto y al menos tres de ancho por hoja. Toda su superficie estaba cubierta con inscripciones en un idioma arcano que ni siquiera los recuerdos brumosos del Vlad original podían traducir por completo. Era una lengua muerta, anterior a los imperios, a los registros, a la propia escritura. Una lengua que parecía murmurar cuando uno se acercaba demasiado, como si las palabras aún respiraran.

En el centro de ambas hojas se encontraba una escultura macabra y cautivadora: un único ojo de obsidiana negra, tallado con tanto detalle que parecía palpitante. Tenía un brillo interno que captaba la luz de las antorchas y la deformaba en destellos rojizos, dando la impresión de que realmente lo miraba, lo juzgaba, como si le pesara el alma.

Lys, sin decir una palabra, sacó un pequeño estuche de terciopelo oscuro. Dentro, reposaba una llave ornamentada de tres puntas, hecha de un metal desconocido, pesado al tacto, con runas diminutas que parecían moverse si uno las miraba fijo. Con manos temblorosas, se la entregó a Vlad, quien la tomó y la insertó en un receptáculo oculto justo bajo el ojo. Una pequeña ranura se abrió al instante, y de ella emergió, con un movimiento mecánico casi sagrado, una aguja negra como el carbón. Él comprendió su propósito antes de que nadie lo dijera. Sin dudarlo, se pinchó el dedo. La sangre brotó espesa, caliente, y cayó en el receptáculo, donde fue absorbida al instante.

Hubo un silencio.

Luego, un zumbido bajo y gutural retumbó por toda la cámara, como si una garganta metálica se hubiese activado en lo profundo de la tierra. Las inscripciones en las puertas se iluminaron con un brillo carmesí, como si hubieran sido talladas con fuego. El ojo giró sobre su eje con un chasquido seco, y entonces, con un estremecimiento que hizo temblar el suelo bajo sus pies, las puertas comenzaron a abrirse. El aire que escapó de las profundidades era denso, helado y cargado del aroma de los siglos: polvo, cuero añejo, óxido, cera, pero también el inconfundible perfume metálico del oro.

Vlad entrecerró los ojos. Mientras descendía los primeros peldaños, su mente no podía dejar de calcular. Si las bóvedas estaban vacías, si lo que quedaba era poco más que un eco del poder que fue, estaría jodido. Sin recursos, su margen de maniobra era casi inexistente. No había magia suficiente para cambiar eso, ni ejército capaz de defender un castillo sin suministros.

Vlad entrecerró los ojos. Mientras descendía los primeros peldaños, su mente no podía dejar de calcular. Si las bóvedas estaban vacías, si lo que quedaba era poco más que un eco del poder que fue, estaría jodido. Sin recursos, su margen de maniobra era casi inexistente. No había magia suficiente para cambiar eso, ni ejército capaz de defender un castillo sin suministros.

La moneda oficial de Valgrad —y del Imperio de Veyr— era el Darien. Tres denominaciones: el Áureo, acuñado en oro puro; el Argénteo, de plata refinada; y el Terracino, de cobre macizo. Un solo Darien Áureo podía mantener a una familia campesina por un año. Un Argénteo compraba alimento para una semana. Un Terracino, apenas pan duro y agua. Pero los Drakovar no sólo guardaban monedas. En estas bóvedas debía haber lingotes con los sellos imperiales, joyas crudas, piedras preciosas sin tallar, anillos de poder, pergaminos antiguos, armas encantadas, armaduras forjadas con métodos ya olvidados, y reliquias que podrían cambiar el curso de una guerra.

Y aún así, Vlad sabía, por los recuerdos del desastre que fue el Vlad original, que gran parte de la riqueza se había diluido en corrupción, lujo innecesario y transferencias dudosas hacia las bóvedas “públicas” del Estado: un eufemismo para decir que el dinero fue a parar a los bolsillos de nobles ladrones, burócratas gordos y especuladores sin rostro.

Al entrar, la visión lo golpeó como una bofetada amarga.

La sala era descomunal, tan grande que podría albergar sin problema una catedral entera. Su techo abovedado estaba sostenido por columnas ciclópeas de piedra negra, cada una adornada con relieves de serpientes y dragones que parecían moverse bajo la luz de las antorchas de fuego negro. El suelo, de mármol pulido, estaba cubierto por una fina capa de polvo. Grandes candelabros de hierro colgaban del techo, algunos apagados, otros con llamas azules que ardían sin consumirse.

A lo largo de la sala, cofres de todas las formas y tamaños se apilaban en montones desordenados, algunos abiertos, otros rotos, y muchos más vacíos, con las tapas colgando como bocas desdentadas. Las cadenas oxidadas colgaban de varios de ellos, testigos mudos de los saqueos y el descuido de los últimos años. Entre los escombros, se podían ver lingotes de oro y plata desperdigados, algunos apilados en columnas torcidas, otros olvidados en rincones oscuros. Había barras marcadas con sellos imperiales, símbolos de poder y comercio, que alguna vez fueron garantía de riqueza y ahora estaban cubiertas de polvo.

No todo era ruina. A pesar del saqueo, aún quedaba mucho. Vlad contó al menos una docena de cofres llenos de Darien Áureos, las monedas de oro con la hidra grabada en una cara y el sol imperial en la otra. Su brillo era hipnótico bajo la luz de las antorchas, pero eran menos de lo que había esperado. En comparación, los cofres de plata eran numerosos, quizás cincuenta, algunos rebosando de Darien Argénteos, otros a medio llenar. Había sacos y cajas llenos de Daries Terracinos de cobre, tan abundantes que podrían llenar un granero, aunque su valor individual era casi despreciable.

Entre los montones de cofres había también joyeros abiertos, con gargantillas, anillos y diademas tirados sin cuidado, piedras preciosas que aún relucían bajo el polvo: zafiros en sacos de terciopelo, esmeraldas atrapadas en cajas de marfil, rubíes aún sin pulir y diamantes tan puros que parecían contener estrellas,. Había coronas de antiguos reyes, relicarios de oro con grabados arcanos, copas incrustadas con gemas y candelabros hechos de plata maciza, una abundancia de collares y anillos de oro con símbolos arcanos. Cosas que, si las vendía o usaba bien, podrían comprar alianzas, comida, armas, influencia.

También encontró artefactos extraños, reliquias de épocas olvidadas: espadas envainadas en fundas ornamentadas, armaduras que brillaban débilmente con magia latente, pergaminos sellados con cera negra y cofres pequeños que emanaban un leve murmullo, como si algo dentro quisiera ser liberado.

Sin embargo, la sensación de pérdida era evidente. Demasiados cofres estaban vacíos, demasiados lingotes faltaban. Lo que quedaba, aunque aún considerable, era apenas una sombra de lo que alguna vez fue el tesoro de los Drakovar. Si bien había riqueza, era apenas un treinta por ciento de lo que debería haber.

Pero era evidente que el Vlad original había drenado sus propios bolsillos en favor del Estado, o más bien de los que lo manejaban desde las sombras. Gran parte de los bienes habían sido “trasladados” a las bóvedas públicas, en teoría para financiar infraestructuras, defensa y proyectos de desarrollo. En la práctica, todo se había perdido entre contratos turbios, deudas falsificadas y ladrones de guante blanco.

—Esto… esto es lo que queda —murmuró para sí, su voz apagada, cargada de una mezcla de resignación y furia contenida, como si hablara directamente con los espectros que aún habitaban en esas bóvedas.

Lys, apoyada con ligereza en una de las columnas, lo observaba con una calma perturbadora. Sus ojos violetas, brillando a la luz tenue de las antorchas, reflejaban un brillo extraño, una mezcla de devoción y orgullo.

—Aún es suficiente para levantar los cimientos de un imperio —susurró ella, con una sonrisa suave, casi angelical, aunque en el fondo había algo oscuro y peligroso, como un veneno cubierto de miel—. Si se sabe usar, mi amo.

Vlad la escuchó en silencio. Sus palabras eran ciertas, pero no dejaban de ser un consuelo envenenado. Lo que tenía en sus manos no era un imperio, ni siquiera una sombra de él. Era el cadáver de un gigante, una reliquia de tiempos mejores, y ahora le tocaba decidir si lo enterraba o lo hacía caminar nuevamente. No era el tipo de hombre que buscara gloria, ni tenía el corazón de un conquistador; lo único que lo movía era el miedo. El miedo a morir, a ser devorado por los buitres que lo rodeaban, a terminar colgado en alguna plaza como advertencia. Ese miedo, sin embargo, podía ser una fuerza poderosa, incluso más que la ambición.

Se pasó las manos por el rostro, exhaló lentamente y comenzó el trabajo.

Estuvo horas contando, revisando, organizando, y calculando con una minuciosidad que no sabía que tenía. Lys lo asistió sin perder detalle, corrigiendo sus errores cuando se equivocaba con los números, porque, aunque Vlad trataba de mantenerse concentrado, las cifras terminaban mezclándose en su cabeza. El tiempo en este mundo era distinto; un día duraba setenta y dos horas, y la noche parecía no llegar nunca. Aun así, el cansancio comenzaba a pesarle, pero no podía detenerse.

Finalmente, los números comenzaron a tener forma. Tenía en total unos 230,000 Darien Áureos, 412,969 Darien Argénteos y 2,632,600 Darien Terracinos. Una cantidad que, aunque lejos de ser infinita, era suficiente para iniciar una reforma si se administraba con cuidado.

A esto se sumaban 300 lingotes de oro, cada uno capaz de acuñar mil monedas áureas; 700 lingotes de plata, suficientes para una acuñación similar; y decenas de joyeros abiertos rebosando de gargantillas, anillos, coronas de antiguos reyes olvidados, relicarios de oro con grabados arcanos que parecían susurrar secretos, copas incrustadas con gemas, candelabros de plata maciza y otras piezas únicas. Calculó que había alrededor de 5,690 artefactos de ese tipo, algunos con un valor histórico incalculable.

No era solo riqueza monetaria, sino también objetos que podían venderse, empeñarse, usarse para comprar alianzas, sobornos o favores.

En los varios sacos de terciopelo negro que contenían alrededor de 2,000 zafiros, cajas de marfil con unas 700 esmeraldas, 4,892 rubíes sin pulir y varios cientos de diamantes puros, algunos tan grandes que podrían haber financiado una guerra por sí solos. Mientras contaba, hacía cálculos mentales: qué vender, qué guardar, qué usar para reconstruir y qué reservar para tiempos de desesperación.

Suspiró.

Era mucho, pero no lo suficiente. Sobre todo porque antes de gastar un solo Darien debía poner orden en su propio hogar. Si las cuentas no mentían, su riqeuza actaul era insuficiente para sostener un feudo entero sin una administración férrea. Además, antes de invertir o pagar nada, tenía que recuperar lo que aún estaba escondido en los rincones del palacio. Lys le había asegurado que buena parte de la servidumbre robaba de manera descarada, ocultando joyas, monedas y hasta piezas enteras en habitaciones secretas, túneles y sus propios cuartos. Solo en la sección de sirvientes había miles de habitaciones, y no dudaba que muchos guardaban riquezas en ellas. Si organizaba una búsqueda, confiscaría todo lo robado.

Y no solo eso: debía limpiar el palacio. Purgar a los traidores. Castigar a los que lo habían saqueado y humillado durante años. No podía permitirse dejar serpientes en el nido. Ejecutar a los más peligrosos, encarcelar a otros, y marcar a los que se atrevieran a robarle de nuevo.

Su primer paso estaba claro: reunir a todos los miembros de la Guardia Negra, aquellos veinte mil que aún le eran leales hasta la muerte, y ponerlos como su espada, su escudo, y su brazo ejecutor.

Después, convocaría a toda la servidumbre, los sesenta mil. Haría que Lys preparara una lista con cada uno de los nombres, clasificando leales, traidores y neutrales. Confiaba en ella, no solo porque era su sombra personal, sino porque había sido entrenada desde niña para ese papel: una sirvienta que era más espía y asesina que doncella. Su trabajo era saberlo todo, escuchar todo, y mover los hilos en silencio.

Si decía que cuarenta mil eran desleales, entonces Vlad la creía. Y si quedaban veinte mil que eran fieles o, al menos, lo suficientemente inteligentes para no traicionarlo abiertamente, esos serían su base.

Mientras cerraba uno de los cofres con un chasquido seco y lo aseguraba con llave, Vlad lanzó una mirada de reojo a Lys. Ella continuaba allí, inmóvil, recta como una estatua, con esa serenidad envuelta en locura que la hacía parecer a veces un ángel demente y otras veces una asesina vestida de doncella. Su devoción enfermiza, que antes lo incomodaba, ahora era su único ancla en medio del caos. En un mundo donde todo se tambaleaba, ella era una constante.

—Lys, prepara una lista con cada uno de los nombres —ordenó, con voz firme, la mirada clavada en la penumbra dorada de las bóvedas—. Clasifica a todos: leales, traidores y neutrales. Vamos a limpiar a las ratas. Y asegúrate de que nadie salga del palacio. Nadie. Nadie entra. Nadie sale.

Sus palabras no fueron un grito, pero cayeron como una sentencia de muerte.

Lys esbozó una sonrisa serena, su tono dulce contrastando con el filo de sus intenciones.

—Será un placer, amo.

Vlad no respondió. Sus ojos recorrieron por última vez los cofres y lingotes. 

Volvieron a ascender por las escaleras. Al llegar al nivel superior, frente a la entrada de las bóvedas, se toparon de nuevo con las dos docenas de Guardias Negros que custodiaban las puertas.

—Nadie debe entrar aquí —dijo Vlad, deteniéndose frente a ellos—. Nadie. Ni con documentos, ni con permisos, ni siquiera si traen mi firma. Nadie entra, excepto yo y mi sirvienta personal. A partir de ahora, este lugar es exclusivo.

Los guardias se cuadraron al unísono, con un golpe de alabardas contra el suelo que resonó como un trueno apagado.

—A la orden, mi señor.

Vlad asintió satisfecho, y entonces se volvió hacia Lys.

—¿Dónde está la habitación de Sir Dargan?

Ella arqueó una ceja, algo sorprendida por la pregunta, pero rápidamente recuperó su expresión habitual.

—¿Sir Dargan? Siempre está en su torre privada, la que da al ala occidental del patio de los grifos. Aunque se le suele ver también en la sala de guerra o en los entrenamientos de la Guardia Negra. ¿Quiere que lo lleve?

—No, Lys —dijo Vlad, negando con la cabeza—. No quiero que pierdas tiempo. Necesito esa lista lo más rápido posible. Llama a quien consideres digno de tu confianza y encárgalo. Hoy mismo limpiaremos mi hogar.

Lys hizo una reverencia tan perfecta como letal.

—Así será, amo. En menos de seis horas tendrá la lista en sus manos, y sangre si lo desea.

Vlad se giró y comenzó a alejarse sin esperar respuesta. No pudo evitar observar cómo la joven se alejaba en dirección contraria, su figura moviéndose con elegancia felina. Su vestido se ceñía a su cuerpo con una perfección casi absurda, y su trasero… bueno, tenía forma de corazón, y si Vlad era honesto consigo mismo, comenzaba a lamentar no haber aceptado antes sus insinuaciones. Tal vez más tarde. O cuando su sangre no estuviera ardiendo como ahora.

Volvió su atención a su objetivo. Tenía que encontrar a Dargan.

Sir Dargan Veythar. Líder de la Guardia Negra. Implacable, letal, y uno de los hombres más temidos del norte. Incluso cuando el Vlad original se convirtió en una sombra decadente, ebrio de autodstruccion y de vino barato, Dargan jamás se movió de su lado. Jamás vaciló. Su lealtad era de hierro, fundida con fuego antiguo y una convicción que no podía comprarse con monedas ni con promesas.

El nombre de Dargan resonaba en todo Ankarh como una leyenda viviente. No era noble por nacimiento. No provenía de un linaje antiguo ni tenía sangre azul. Había nacido en la miseria de las calles de Velkath, criado entre basura, sangre y peleas de cuchillos. Pero sobrevivió. Superó la muerte, la traición, y la pobreza más brutal.

Y lo logró porque se convirtió en algo más.

En Ankarh, el título de "Sir" no era hereditario. No era un regalo ni una cortesía de la nobleza. Solo se ganaba con sangre. Solo quienes sobrevivían a las Pruebas del Acero y la Sangre podían reclamar ese título. Un infierno oficializado donde cada aspirante era arrojado a una espiral de dolor, hambre y violencia.

Durante semanas, los elegidos debían sobrevivir sin comida suficiente, bajo condiciones brutales, luchando contra bestias salvajes, sometidos a combates mortales contra otros aspirantes, vigilados por instructores sádicos que se deleitaban quebrando huesos y voluntades. Solo uno de cada mil sobrevivía. Los demás eran enterrados en fosas sin nombre.

Dargan no solo sobrevivió. Dominó. Destrozó a sus enemigos, domó a las bestias, y caminó entre la sangre como si fuera un dios menor. Por eso lo respetaban. Por eso lo temían. Por eso Vlad lo necesitaba ahora más que nunca.

Porque en este continente, los verdaderos caballeros no eran adornos con escudo de familia. Eran armas vivientes. Eran depredadores criados para la guerra. Los reinos no tenían ejércitos formados solo por caballeros. Era imposible. Incluso los imperios más poderosos apenas contaban con unas cuantas órdenes formadas por ellos. Vlad, siendo un noble de tercera categoría y señor de un territorio arruinado, tenía la fortuna de contar con algunos caballeros, y Dargan era el mejor entre ellos.

Y aunque el Vlad original lo había humillado, despreciado y desautorizado públicamente… él seguía allí. Firme. Fiel. Porque su lealtad no era hacia el hombre, sino hacia la Casa Drakovar. Y Vlad, lo supiera o no, ahora era esa casa.

Mientras caminaba hacia el ala oeste del palacio, Vlad comenzó a sentirlo. Ese calor frío que nace en el pecho cuando se empieza a tener un propósito. Aún no era poder… pero era dirección.

Y la dirección era todo lo que necesitaba para comenzar.

En el camino hacia el ala occidental, Vlad avanzó sin prisa, observando con frialdad a cada sirviente que se cruzaba en su trayecto. La mayoría bajaba la mirada, fingiendo respeto, ocultando con torpeza el desprecio o el miedo. Algunos inclinaban la cabeza con servilismo, pero sus ojos delataban la falsedad de su gesto. Otros, muy pocos, se mantenían erguidos y lo saludaban con sincera lealtad, un brillo firme en la mirada que los diferenciaba del resto como brasas en medio de ceniza. Vlad tomó nota mental de esos rostros. Ellos podrían ser útiles. Los demás… terminarían siendo problema.

El patio de los grifos apareció frente a él tras cruzar un largo pasillo de vitrales que filtraban la luz de la tarde. Era un espacio abierto, vasto y solemne, rodeado de columnas negras que se elevaban hacia el cielo, y sobre cada una descansaba una estatua de grifo, esculpida con tal realismo que parecía que las criaturas podían lanzarse a volar en cualquier momento. Sus alas extendidas proyectaban sombras alargadas sobre el suelo de piedra pulida. Fuentes de mármol adornaban el centro del patio, con agua cristalina que caía en cascadas suaves, y de sus bordes crecían flores carmesí, plantas que solo florecían en los dominios de Valgrad. El aire allí era frío, impregnado de una calma tensa, como si el lugar estuviera siempre al borde de rugir con vida.

Al final del patio, se alzaba la torre privada del comandante de la Guardia Negra. No era una construcción cualquiera, sino un bastión de guerra en sí misma, erguida como un coloso de piedra negra y hierro. Su superficie estaba cubierta de relieves de hidras y escenas de antiguas batallas, cicatrices del tiempo que parecían contar historias de gloria y muerte. Cada ventana estaba protegida por rejas forjadas y cristales gruesos, y de su cumbre ondeaba el estandarte de la hidra de siete cabezas de Valgrad.

Dos Guardias Negros custodiaban la entrada, firmes como estatuas vivientes. Al verlo acercarse, golpearon sus alabardas contra el suelo, el sonido retumbó como un trueno contenido. Sin mediar palabra, se inclinaron y abrieron la pesada puerta de hierro para dejarlo pasar.

El interior de la torre era austero, carente de los lujos del resto del palacio. Las paredes eran de piedra desnuda, reforzadas con vigas de hierro, y apenas adornadas con estandartes de guerra y trofeos de batallas pasadas: cabezas de bestias, armas antiguas, escudos abollados que alguna vez pertenecieron a enemigos caídos. Todo olía a aceite, cuero y acero, el aroma de los guerreros. Un fuego ardía en una gran chimenea, iluminando el lugar con una luz cálida que se mezclaba con las sombras.

Vlad comenzó a subir las escaleras en espiral, cada peldaño resonando con un eco metálico bajo sus botas. La ascensión parecía interminable, pero finalmente llegó a la última puerta, reforzada con hierro y adornada con el emblema de la hidra. Sin tocar, giró el picaporte y empujó, entrando con paso firme.

La estancia era amplia, pero sobria. Una mesa robusta de roble cubierta con mapas, pergaminos y armas ocupaba el centro. Armaduras negras, impecablemente mantenidas, colgaban de los soportes, y en un rincón había un maniquí con una armadura completa que irradiaba un aura de poder casi tangible. Frente a la mesa, de pie, estaba el hombre que buscaba.

Sir Dargan Veythar.

Un coloso. Superaba los dos metros veinte, su sola presencia parecía llenar el espacio. Su cuerpo era una muralla de músculos y cicatrices, forjado por décadas de guerras. Los hombros, tan anchos, parecían capaces de sostener el peso del mundo; sus brazos, gruesos como troncos de roble, cargaban con la fuerza de cien hombres. Su rostro era severo, esculpido en piedra, marcado por cicatrices que narraban batallas que nadie más podría contar. Una, particularmente profunda, le cruzaba el pómulo izquierdo hasta perderse en el mentón, como una firma de muerte que había sobrevivido.

Sus ojos, grises como acero templado, se clavaron en Vlad con una intensidad que atravesaba carne y mentira, ojos que podían discernir el coraje de la cobardía, la verdad de la traición.

Vestía una túnica negra de tela gruesa, ajustada a su tamaño monstruoso, y sobre el pecho, cosida en hilo de oro, brillaba la hidra de siete cabezas. Los bordes de la prenda estaban reforzados con cuero y metal, como si incluso su ropa estuviera hecha para la guerra. Un cinturón ancho sostenía a un lado una espada de hoja ancha, y a su espalda descansaba una lanza cuya punta parecía beber la luz.

Dargan se irguió aún más, como si necesitara recordar a Vlad lo pequeño que era frente a él. Luego, con una calma que imponía respeto, se inclinó ligeramente, haciendo una reverencia militar perfecta.

—Mi señor —su voz era grave, como un trueno lejano—, qué sorpresa. ¿Qué lo trae hasta mi torre? Es raro que venga a verme.

Por un instante, Vlad se quedó mudo, no solo por la altura y la imponencia de aquel hombre, sino porque sus palabras destilaban respeto genuino, algo que no había sentido de nadie en mucho tiempo. Se aclaró la garganta, enderezó la espalda y habló.

—Sir Dargan —dijo con voz firme, aunque sentía el peso del momento—. He venido a buscarlo porque necesito de usted. Necesito a la Guardia Negra.

Dargan alzó una ceja, sus ojos nunca abandonando los suyos.

—¿Para qué, mi señor?

Vlad respiró hondo, sus palabras salieron claras, cortantes, como un filo que no admite dudas.

—Quiero que reúna a todos los miembros de la Guardia Negra, excepto aquellos que custodian la bóveda. —Su voz creció en fuerza con cada palabra—. He estado ciego demasiado tiempo. Este palacio está lleno de ratas que me roban, me traicionan y se ríen a mis espaldas. Hoy, eso termina. Necesito que la Guardia Negra me ayude a limpiar mi hogar, a arrancar de raíz a los traidores, a confiscar todo lo que se me ha robado. Hoy, Sir Dargan, tanto mi hogar como Valgrad vuelve a ser mía.

El silencio se extendió unos segundos, pesado como una losa. Luego, una leve sonrisa endurecida se dibujó en el rostro del gigante.

—Por fin, mi señor… —dijo con una mezcla de respeto y satisfacción—. Por fin habla como un Drakovar.

Se enderezó, su voz tronó como un cañón.

—La Guardia Negra responderá a su llamado. Ordene, y hoy mismo Valgrad recordará quién es su amo.

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