Cherreads

dustborn

Richard_Sanchez_1896
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Synopsis
Después de una guerra nuclear que arrasó con casi toda la vida, la Tierra se ha convertido en un desierto implacable, lleno de criaturas mutantes y horrores invisibles. Los sobrevivientes se esconden en fortalezas amuralladas, donde la lucha diaria es tan brutal como el ambiente exterior. Arra Santez, el último de su clan, debe aprender a sobrevivir en este mundo cruel y oscuro. Con un poder único llamado “Aura” que pocos comprenden, Arra enfrenta no solo el peligro constante de la Marea Blanca, monstruos voraces que cazan humanos para alimentarse, sino también la desconfianza y el rechazo dentro de su propia gente. En este mundo de sombras y amenazas, cada día es una batalla por la vida, y Arra está dispuesto a arriesgarlo todo para proteger lo que queda de su mundo y su identidad.
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Chapter 1 - Chapter 1 – The Son of Dust

Espera, necesito que me pongas el capítulo 1 en ingles como en español

Este

—¡Corre, hijo! ¡No mires atrás! ¡¡Corre, Arra!!

—¡¡Nooo!!

El grito lo sacó del sueño. Arra se incorporó empapado en sudor, con la respiración agitada y la mirada perdida.

Otra pesadilla. Otra vez esos malditos monstruos.

Ocho años no han sido suficientes para olvidarlos.

La luz tenue del amanecer se filtraba por las grietas de la pared de barro endurecido. El calor ya comenzaba a subir. Debían ser casi las siete. Pronto, el desierto se volvería un horno.

Arra se levantó de su catre y se acercó al trozo de espejo de bronce que colgaba torcido sobre una tabla. Se examinó en silencio.

—Parezco más alto —murmuró.

Su piel estaba curtida por el sol, con marcas irregulares de quemaduras antiguas. En los lugares donde nunca llegaban los rayos, su piel seguía siendo blanca como leche. Su rostro era... normal. Ni atractivo ni desagradable. Solo uno más entre miles. Ojos color café, cabello negro, rebelde. Un chico de entre la infancia y la adultez, atrapado en un mundo que no perdonaba a ninguno de los dos.

—Mañana es la gran prueba —dijo en voz baja—. Si paso, entro a los Razos. Si fallo...

No hacía falta decirlo. Moría.

Siete de cada diez no volvían. Algunos decían que los arrojaban al Desierto Rojo con solo una lanza oxidada y les pedían que trajeran la cabeza de una bestia de nivel 2. Otros afirmaban que debían pasar tres días en el exterior sin protección ni agua.

Arra no sabía cuál era la verdad. Pero no importaba. Él iba a sobrevivir. Tenía que hacerlo.

—No soy como los demás... soy Santez —susurró, apretando los dientes.

Su clan había sido devorado por la Marea Blanca, los monstruos que cazaban la inteligencia y devoraban cerebros. Él fue el único que escapó. El último. La sangre de su linaje corría por sus venas como fuego líquido.

Pero por ahora... Tenía que sacar mierda.

Se echó al hombro el cubo metálico, oxidado y maloliente, y salió a las calles de la Zona 1. Las casas parecían montones de escombros con puertas. Ni siquiera los perros sobrevivían allí. Solo la gente que no tenía opción.

El calor ya quemaba. El polvo se pegaba a la piel como una segunda capa. El aire olía a ácido, hierro, y desesperanza.

Un niño le lanzó una piedra. Le acertó en el hombro.

—¡¡¡Cazador de cagadas!!! —gritó, entre carcajadas.

Arra no respondió. Aquí no había espacio para amistades. En el desierto, la simpatía se pagaba con puñaladas.

—En el yermo no hay amigos. Solo competencia.

Pasó frente a una anciana encorvada que cocinaba algo irreconocible sobre una plancha al rojo vivo.

—¿Todavía respiras, Arra?

—Con dificultad, señora Marga.

—Si no pasás la prueba, te van a enterrar sin nombre. Yo me quedo con tus botas. Buen cuero.

—Le dejaré también el cubo —respondió sin humor.

La anciana soltó una risa seca como papel quemado.

La puerta de la Zona 2 se alzaba imponente, una pared de hierro oxidado con un único punto de acceso. Dos Razos la custodiaban, firmes como estatuas. Llevaban uniformes de tela gruesa reforzada, máscaras de tela y rifles antiguos.

—¿Pase? —gruñó uno.

Arra dejó tres monedas de bronce sobre la bandeja metálica.

—Trabajo de limpieza. Casas de los medianos. Del distrito 9.

El guardia revisó el pago, luego pulsó un botón. La compuerta se abrió con un rugido metálico.

—hasta que caiga el ocaso. Después, de vuelta a tu cloaca.

Arra entró sin mirar atrás. La Zona 2 era otro mundo. Todavía pobre, pero más limpio. Con estructuras de metal reciclado, cables eléctricos colgando, torres de vigilancia, comercios, y olor a grasa y aceite en lugar de excremento y muerte.

Pero no era su lugar.

Todavía no.

Él no pertenecía a ninguna zona. Su destino estaba más allá. Más alto. Más lejos.

Mientras cruzaba la calle principal, alzó la vista hacia el muro que dividía la Zona 2 de la Zona 3, donde vivían los verdaderos poderosos: soldados élite, comerciantes ricos, y los descendientes de los fundadores.

Desde lo alto, un joven de uniforme blanco lo miraba con arrogancia.

Arra le sostuvo la mirada sin miedo.

—Podrás vivir detrás de muros limpios, pero cuando llegue el fin... tu cuna dorada no te salvará.

Siguió caminando.

Paso firme.

El calor ya era insoportable cuando Arra llegó al primer encargo del día. Una de las viviendas de la Zona 2, marcadas con pintura azul, símbolo de "familia contribuyente"—una forma elegante de decir "ricos de segunda". Era una casa de dos pisos, hecha con placas de acero reciclado y adornada con trozos de vidrio pulido que reflejaban la luz del desierto como si presumieran de tener agua.

—¡Eh, chico! ¡El contenedor está lleno desde ayer! —gritó un hombre gordo desde el umbral, con una túnica blanca que claramente nunca había trabajado bajo el sol.

Arra no respondió. Bajó la cabeza y empujó el cubo de metal hasta la parte trasera de la casa, donde el hedor lo golpeó con violencia. El "contenedor" era una fosa de desechos humanos sellada con una tapa de hierro oxidado. Al abrirla, una nube de vapor fétido escapó como si la casa estuviera exhalando su alma podrida.

—Asco de vida —murmuró, atándose un trozo de tela sobre la boca y nariz.

Con una pala vieja comenzó a sacar el contenido: excremento, orina, residuos orgánicos… Todo iba directo al cubo que traía consigo. El líquido goteaba por las grietas, formando pequeños hilos marrones sobre el suelo.

—Una vez fui noble… —dijo con voz baja, casi como un mantra—. El último Santez, ahora removiendo mierda ajena. El desierto no tiene memoria.

El trabajo le tomó veinte minutos. Al terminar, colocó un polvo purificador —barato, casi inútil— que solo sirve para matar los insectos en el fondo de la fosa, cerró la tapa y arrastró el cubo hasta la calle. El sol lo derretía desde arriba. El metal ardía. Sus manos, acostumbradas, apenas reaccionaban.

En el camino al siguiente cliente, se cruzó con otro limpiador, un joven famélico que empujaba su propio cubo y lo saludó con un gesto.

Arra lo miró, pero no respondió. En el desierto no hay amigos. Solo competencia por sobrevivir un día más. El siguiente encargo estaba unas calles más abajo, en una de las casas de un comerciante de armas. Arra reconoció el símbolo en la puerta: dos cuchillas cruzadas sobre un cráneo. Sabía que esa familia tenía influencia, pero también fama de despiadada.

Golpeó la chapa de metal con los nudillos.

—¡Vengo por el retiro de residuos!

Desde dentro se oyó un gruñido y, segundos después, la puerta se abrió a medias. Un hombre alto, con el pecho desnudo y cicatrices como mapas de guerra, lo miró con desdén.

—Tarde —dijo.

—No dieron horario fijo —respondió Arra, sin levantar la vista.

El hombre lo dejó pasar con un bufido. Arra cruzó el umbral. El patio trasero era más amplio que su propia casa. Y apestaba peor. Aquí no usaban fosa sellada. Los desechos iban a parar a un barril gigante al aire libre, donde fermentaban bajo el sol.

Moscas. Vapor. El sonido de cosas burbujeando.

Arra contuvo las náuseas y se puso a trabajar. Esta vez no tenía pala: usaban una bomba manual de succión, con una manguera que debía introducir en el barril. Al activarla, el contenido se vertía lentamente en su cubo.

Pero la bomba fallaba.

—Vamos, maldita cosa… —siseó, mientras bombeaba con esfuerzo.

Entonces escuchó risas.

Desde una ventana del segundo piso, dos adolescentes observaban y reían. Uno de ellos le lanzó algo. Un pequeño saco de tela lleno de orina, que estalló en su espalda.

—¡Eh, limpiador! ¿No querés llevarte eso también?

—¡Mirá cómo se mancha el refugiado!

La furia se le subió a la garganta, pero no dijo nada. Solo apretó los dientes. No podían saber quién era realmente… a menos que alguien lo hubiera mencionado. O tal vez era solo una burla más. Una costumbre en la Fortaleza 75: humillar al débil, reírse del pobre, recordarles su lugar.

Terminó el trabajo en silencio. Se limpió con arena y un trapo áspero. Antes de marcharse, uno de los adolescentes le lanzó una moneda oxidada.

—Pa' que te compres orgullo.

Arra la atrapó al vuelo, la miró unos segundos y la metió al bolsillo sin decir palabra.

Ya afuera, se apoyó contra una pared y se dejó resbalar hasta quedar sentado en el suelo. Miró el cielo: sin nubes, sin promesas. El desierto era un dios ciego que se tragaba todo.

—Mañana será distinto —murmuró—. Si salgo vivo.

Se levantó, arrastró el cubo una vez más y caminó hacia la siguiente casa.

El sol seguía subiendo, y el aire ya olía a polvo, metal y desesperanza.

El sol comenzaba a morir sobre el horizonte, tiñendo de rojo la arena quemada y los techos de lata. El calor persistía como una garra invisible que no soltaba. Arra caminaba de regreso por el mismo callejón estrecho, con los pies cubiertos de polvo y el cubo vacío colgando de su mano. El sudor le empapaba la espalda y los brazos le dolían como si hubiese cargado piedras.

El portón de hierro que dividía la Zona 2 de la Zona 1 se cerró a sus espaldas con un chirrido seco.

—justamente en el ocaso —murmuró con amargura, recordando al guardia.

Mientras avanzaba por las calles de la Zona 1, la Fortaleza del Alba comenzaba a transformarse. El bullicio se apagaba, las lonas se bajaban, las fogatas se encendían. Algunos empezaban a cocinar lo poco que tenían: raíces secas, carne vieja, insectos grandes atrapados durante el día. Otros simplemente se acostaban con el estómago vacío.

Cuando llegó a su hogar —una pequeña estructura de barro con techo de lámina y una sola entrada cubierta por un pedazo de tela chamuscada— soltó el cubo al lado de la puerta con un golpe seco.

Entró, se lavó la cara con el poco agua que tenía reservada en una cantimplora casi vacía, y se dejó caer al suelo.

Abrió una bolsa de cuero y sacó su cena: un puñado de galletas de polvo hechas con harina de cactus seco, algo saladas y quebradizas. Junto a ellas, una lonja delgada de carne deshidratada. La masticó lentamente. No por disfrute, sino para engañar al estómago y hacerla durar.

El aire dentro de la casa era espeso, pero fuera hacía más calor. Así que se quedó ahí, sentado contra la pared, con la comida en una mano y la mirada fija en la oscuridad creciente.

A través de las rendijas de la pared, se filtraba la noche: una penumbra rojiza, sin luna, solo con el resplandor lejano de los focos de vigilancia de la muralla. De vez en cuando, se oía un aullido en la distancia. Alguna bestia hambrienta acechando cerca del muro. Nivel 1 o 2, quizás. Los guardias sabrían qué hacer. O no.

Pero esa noche, algo lo inquietaba.

No solo por la prueba del día siguiente.

No solo por las burlas.

Algo en el aire... como si algo se acercara. Algo viejo. Algo que lo conocía.

Cerró los ojos y dejó que la noche lo envolviera. Sabía que dormiría poco. Quizás nada. Pero debía intentarlo. Mañana era el día. El principio o el final.

Y aunque el mundo entero lo ignorara, aunque todos se burlaran porque era refugiado y nadie se acordaba de su apellido olvidado… él lo haría resonar otra vez.

—Santez… —susurró, con los ojos aún cerrados—. No hemos muerto. No todavía.

Afuera, un grito ahogado rompió el silencio. Algo se arrastraba junto al muro, gruñendo bajo.

Arra no se movió. Solo apretó la carne entre sus dientes y esperó que el rugido se alejara.

Una noche más.

Una noche más en el infierno.