El silencio era aterrador.
No como la quietud que se da en la madrugada de los templos. No como el silencio del respeto o del sueño. Era el silencio de la muerte que no se anunciaba.
El silencio del hielo bajo la espectral bruma que flotaba entre los cadáveres.
Lín Wújí avanzó entre los restos del campamento con pasos medidos, su capa ondeando tras él como un jirón de sombra que reemplazaba la suya. A cada lado del camino, lanzas de guerra se alzaban cubiertas de escarcha, ondeando pendones rígidos como corteza de árbol. Pero no había viento. Todo estaba inmóvil. Como si el tiempo mismo se hubiese detenido esa extensión de tierra… y hubiera olvidado continuar.
Los hombres del destacamento noroccidental de Baekjoseon —cientos de soldados, treinta oficiales, siete maestros de exorcismo de frontera— todos rebeldes que se unieron en contra del joven rey estaban allí. Y no quedaba ninguno vivo.
Cuerpos congelados en posturas de agonía. Algunos de rodillas, otros aún con las manos alzadas hacia algo que nadie más podía ver. De las bocas, dientes partidos por el hielo. De los ojos, lágrimas congeladas. Algunos parecían haberse arrastrado hasta morir; otros, habían sido petrificados en el momento exacto del terror más puro. Pero lo peor… eran los brotes.
Del pecho de muchos, de sus bocas, de sus entrañas, crecían ramificaciones cristalinas como raíces de un árbol maldito. Espinas de hielo, profundas y agudas, como si algo dentro de ellos hubiera florecido… con hambre. La escarcha que cubría las tiendas, las armas y los barriles era blanca, pero había vetas rojas. Como si la sangre hubiera intentado escapar y se hubiera congelado a medio grito.
Lín Wújí no apartó la vista. No pestañeó.
Caminó entre cadáveres que se quebraban como porcelana mal cocida al tocarlos. El centro del campamento era una plaza militar con una torre de vigilancia derrumbada. Allí, una estatua de hielo grotesca se alzaba: el cuerpo entero de un general, inmóvil, con el rostro cubierto por una capa de nieve tan espesa que apenas podía verse el gesto congelado en su muerte. La mitad de su rostro seguía luchando. Y entonces, la espada habló.
La voz de Xúnyè era como una tormenta lejana que se arrastraba por entre los abismos.
—Esto no fue magia que se pudiera replicar.
—No es una técnica que se alimente de Wolgi bien cultivado.
Su espadachín sintió el frío glacial subir por sus pies. Percibió el hwaejeong del joven príncipe en el aire mismo y en cada partícula de hielo y bruma que lo observaba.
—Han pasado diecinueve años y todavía lo recuerdo —dijo, como si reconociera esa energía.
—Esto es voluntad pura. —Continuó la espada—. Un frío incurable. Demasiado antiguo para sondear su núcleo.
Lín Wújí se detuvo y bajó la mirada.
No había signos de lucha. No habían tenido oportunidad de defenderse.
—¿El Ojo Blanco del príncipe ha devorado sus almas? —preguntó, sin mirar la espada.
La respuesta no fue inmediata. Solo el sonido de un copo de nieve al caer y romperse.
—El príncipe no. Es la conexión espiritual que se ha abierto.
Lín Wújí se agachó y tocó la superficie del suelo congelada con una mano desnuda. Cerró los ojos y dejó que el frío subiera por sus dedos. Tocara sus huesos y sus nervios; permitió que llegara a su mente y lo vio: a Yi Hwan sin su parche, y luego, un ojo blanco que silenció a los que querían su sangre.
Increíble, pensó al abrir los ojos y quitar la mano del hielo. Supongo que se tardó más de lo esperado en dejarlo salir.
—Eso es correcto. —Xúnyè suspiró—. Ha de haber reprimido la memoria espiritual de su linaje durante mucho.
El exorcista respiró hondo, y su aliento se congeló de inmediato en el aire. Yi Hwan había pasado por este lugar. Pero no como un humano. Lín Wújí desenfundó a Xúnyè. La hoja se encendió con una tenue luz carmesí, pulsando como un corazón herido.
—Entonces es verdad —murmuró—. La décima calamidad está por consumir al príncipe. El Emperador quiere esperar otro poco, yo, en cambio…
Un sollozo.
Quebrado. Húmedo. Humano.
—No te confíes —advirtió la espada.
Lín Wújí se volvió. El aire se tornó más abrumador.
El crujir de la escarcha bajo sus pies se mezcló con un murmullo de piel contra hielo. Algo… se arrastraba. Desde el fondo de una tienda derrumbada, entre lonas congeladas y mástiles rotos, emergió un cuerpo, o lo que quedaba de él. La figura tenía un solo brazo. El otro, se había fusionado con una formación de hielo que trepaba por su costado. Su rostro estaba parcialmente cubierto por una membrana cristalina que latía como si aún intentara crecer. Donde debían estar sus ojos, había un hueco envuelto en escarcha, y de su boca brotaba vapor entrecortado como plegarias rotas.
—… Por favor… —jadeó el hombre—. Por favor… mátenme.
El exorcista vaciló.
—Mi alma… aún arde... —Tosió sangre helada—. Pero el hielo no me deja morir…
Se arrastró, sus dedos desnudos, dejando estelas de escarcha en la tierra helada. Sus pies habían desaparecido. Solo muñones envueltos en escamas de hielo lo sostenían.
Lín Wújí se acercó con cautela. Sus ojos, ocultos bajo la capucha, no mostraban juicio. Solo entendimiento.
—¿Nombre? —preguntó, en voz baja.
—No tiene caso —ladró Xúnyè.
—Nam… Nam Gyeong. Tercer batallón de guardia... yo… —el hombre gimió— vi al príncipe. Él… él es un monstruo. Solo miraba. El frío no lo tocaba.
Lín Wújí no respondió. Solo empuñó con más fuerza a Xúnyè. La hoja dejó escapar un quejido, como si presintiera lo que venía.
—Gracias… —susurró Nam Gyeong—. Solo… solo quiero cerrar los ojos… sin el hielo...
Y entonces, en un único movimiento, limpio, certero y sin demora, la espada atravesó el pecho del hombre. No hubo sangre. Solo un suspiro, y luego, el hielo gritó. Xúnyè se encendió de rojo intenso, su hoja vibrando como si intentara resistirse. La maldición contenida en el cuerpo del hombre —una mezcla de muerte, rencor y frío absoluto— se lanzó sobre la espada, intentando adherirse a ella. Absorberla. La luz carmesí se tornó púrpura.
Luego negra.
La espada tembló y se soltó con brusquedad de las manos de su espadachín.
—¡Xúnyè! —murmuró Lín Wújí, arrodillándose—. ¿Lo absorbiste?
Una voz apenas audible, débil, contestó:
—Demasiado rencor… es profundo… no… puedo contenerlo…
La voz se apagó.
Lentamente, Lín Wújí tomó su espada pensante con cuidado y la envainó, después se puso de pie y estudió los restos del hombre: ahora reducidos a cenizas frías. La tienda se derrumbó detrás. El viento volvió, arrastrando copos de nieve que parecían cuchillas.
El sur se alzó en el horizonte. Más allá del campamento, más allá de la Corte de las Tormentas, se alzaban las Montañas del Fin donde se decía que se ocultaban los espíritus vengativos más peligrosos de Baekjoseon. Del otro lado, oculto tras nieblas eternas, el sendero hacia la Corte de Hielo se perdía en el bosque.
Lín Wújí se acomodó la capucha y avanzó. La capa se agitó al viento.
—Aún no es tiempo para intervenir —susurró—. Pero sí para observar.