No sabía si tenía sentido. Si era real. Pero sí sabía una cosa: lo que fuera que había despertado dentro de mí, también brillaba. No como las luciérnagas. Pero brillaba. Como algo que no era completamente mío, pero que me pertenecía igual.
Valméra dormía. Las luciérnagas me miraban.
Las luces del farol seguían filtrándose a través de la ventana, dibujando contornos indecisos en las paredes de la habitación. La silueta frente a mí no se movía, pero tampoco desaparecía. Era como si estuviera allí desde siempre, aguardando el momento en que yo tuviera el valor de verla de verdad.
Avancé un paso más, dejando atrás el pasillo. La puerta se cerró suavemente a mi espalda, sin que yo la tocara. No me sobresalté. No esta vez. Algo dentro de mí ya lo esperaba. Ya no había vuelta atrás.
La figura dio un leve paso hacia adelante, y por un instante, vi algo que brillaba: no era luz, era un destello vivo, como el parpadeo de una luciérnaga en medio del bosque. Una chispa. Un guiño de otro mundo.
Valméra siempre había sido así. Lleno de cosas que nadie más parecía ver. Cuando era niña, solía contarle a mamá que las luciérnagas no solo volaban, sino que susurraban. Se escondían durante el día y salían solo cuando alguien necesitaba recordar algo olvidado.
Y ahora estaban aquí.
Una, dos… luego muchas. Pequeñas luces verdes comenzaron a llegar alrededor de la figura. No eran naturales. Eran demasiado lentas, demasiado coordinadas. Como si tuvieran conciencia propia. Como si supieran que las estaba mirando.
El silencio se rompió con un zumbido leve, casi musical. Las luciérnagas se arremolinaron a mi alrededor, envolviéndome en un pequeño universo suspendido. Cada una traía consigo una memoria: una imagen, una sensación, un fragmento de mí que creía perdido.
La figura en la penumbra se desdibujó por un instante. Y cuando volvió a aparecer, ya no era solo una silueta. Era un rostro. Familiar. Antiguo. No de esta vida, pero tampoco ajeno. Era como encontrar el nombre de una canción que llevaba años tarareando sin saber por qué.
—Siempre supiste que volverías —dijo.
Su voz era grave, pero suave. Como hojas secas que se arrastran por el suelo. Me estremecí, no de miedo, sino de reconocimiento.
—¿Quién eres? —pregunté, aunque una parte de mí ya lo sabía.
Él no respondió de inmediato. Solo alzó una mano. Las luciérnagas se alinearon sobre sus dedos, formando una espiral lenta. Una de ellas se posó sobre mi pecho, justo donde latía más fuerte.
—Soy el eco —dijo al fin—. De todo lo que quisiste olvidar.
Mis piernas temblaron. No por debilidad, sino porque sentía que algo se estaba rompiendo dentro de mí. Algo que me había sostenido por demasiado tiempo. El miedo. La certeza. La lógica. Todo se deshacía como papel mojado.
Entonces lo supe: este encuentro no era casual.
Valméra me había traído de regreso por una razón. Las sombras, la figura, las luciérnagas… todo era parte de un recuerdo enterrado tan profundo que necesitó volverse historia para ser entendido.
Di otro paso hacia él.
Las luciérnagas nos rodeaban ahora a los dos. Una danza de fuego tenue y memoria antigua.
—Estoy lista —dije sin pensar. Sin dudar.
Y por primera vez en mucho tiempo, lo sentí: no estaba sola.
Capítulo 2 — Cuerpo de sombra, alma de fuego
Mi nombre.
Como un lamento o una plegaria.
Me paralicé.
El cuerpo me ardía.
El corazón, lento.
Como si no quisiera interrumpir lo que venía.
—Estás lista —dijo la voz.
No la reconocí.
Pero tampoco era ajena.
Como si la hubiera soñado mil veces.
Como si siempre hubiera estado esperándola.
No respondí.
No era necesario.
Él lo sabía.
Porque estaba dentro.
No solo de la casa.
Sino de mí.
Y algo en mí lo había dejado entrar desde antes.
—¿Por qué ahora? —pregunté, sin saber si lo dije en voz alta.
—Porque ya no tienes adónde huir.
Y era cierto.
No quería correr.
No quería escapar.
Quería entender por qué esa oscuridad se sentía como hogar.
La figura se acercó.
Sin apuro.
Sin ruido.
Y cuando lo tuve frente a mí,
no supe si quería besarlo o destruirlo.
Pero era lo mismo.
Porque lo que había entre nosotros no era amor.
Era algo más sucio.
Más primitivo.
Más real.
Un pacto.
Sellado en el silencio.
Firmado con miradas que no necesitaban palabras.
Él levantó la mano.
Rozó mi mejilla.
Y fue ahí, en ese contacto mínimo, donde todo se rompió.
O tal vez...
por fin se completó.
No me moví.
Ni siquiera pestañeé.
Su mano en mi mejilla no era caricia.
Era marca.
Era advertencia.
Y aun así, no me alejé.
No podía.
Porque algo me decía que si lo hacía, si rompía ese momento, no habría vuelta atrás.
Y yo quería seguir.
Quería perderme.
—No deberías estar aquí —susurró.
Pero su voz no era de rechazo.
Era de advertencia.
De esas que llegan tarde.
Sonreí. No por burla.
Por resignación.
Porque ya era demasiado tarde para las advertencias.
—Ya estoy aquí.
Él bajó la mano.
Y su mirada se volvió aún más oscura.
Como si eso fuera posible.
—Te dije que me recordarías.
Asentí.
Pero en el fondo…
sabía que no se trataba de recuerdos.
Se trataba de algo más profundo
De lo que no se borra.
De lo que se queda debajo de la piel.
De lo que nunca se dice en voz alta, pero siempre se lleva a cuestas.
—¿Qué somos? —volví a preguntar, sin esperar respuesta.
Y aun así la dio.
—Somos lo que otros prefieren no ver.