Ayer, cuando las luces se apagaron abruptamente, y la densidad del aire era lo que se respiraba y hacía sudar, no lo toleraba, nada podía hacer más que esperar soñoliento en la cocina. El tiempo se detuvo a las 11:30 pm.
La paranoia se hizo cargo de mí. La noche estaba sentida en aquel calor infernal. Había cerrado las puertas y ventanas rápido, con el temor de no ser suficiente, tomé el único cuchillo que tenía en el departamento.
Escuchaba por horas ruidos en las paredes creyendo que los vecinos tiraban por el techo, losas y trastos a sus mascotas de orden paranormal, que aún muertos no me dejaron de bramar de vuelta hasta que se hizo de madrugada.
Tal vez era lo vivido en un sueño, de esos que a la memoria le hacen daño, e irreparable, no hay persona calificada que lo remedie y menos individuo que alcance la recuperación absoluta en este mundo fantástico. Pero me conocía bien como para pensar de esa forma.
Porque todos a mi alrededor creen que estoy loco y que por serlo me resta valor en la sociedad.
Entonces, respiré hondo,
Recuerdo el ayer como nunca recordaré el hoy. Desafortunadamente estoy atrapado en el pasado de una historia que recorre su propio curso. Seré eterno tanto esta historia sea eterna para mí. Desconozco si he sufrido los mismos pesares en un bucle infinito. Desconozco mi existencia por sobre todas las cosas que suceden detrás de otras. ¿Será que intento mitificar algo que me parece estúpido y eso en qué me convierte?
No, la vez que desperté fue un 28 de abril, en la cabaña de mis padres, una noche de bruma espesa. Un niño en el cuerpo de un adulto, renunciando a su escondite para encender las luces desde el panel de la cocina, sin tener éxito. Por raro caso, mis padres no estaban en casa.
La oscuridad y solo eso me llevó con un cuchillo entre manos a deambular como los fantasmas en los cuentos que no encontraban reposo.
En la sala, para colmo de males, del enorme ventanal el claro de luna se extendía por el suelo y de ahí cantidad de claveles yacían marchitadas por donde pasara. Las típicas flores que embellecen los pórticos y los cementerios, o las moradas que diesen con algún cementerio.
¡Ningún cementerio del que haya tenido renombre se erigió cerca! Alguien que se dispusiese a morir lo hacía en silencio y por dentro, los gusanos del olvido se apoderaban. Su cadáver sería hallado tras varios meses de búsqueda y llevado después a la ciudad, muy…, muy lejos de lo que allí se ocultaba.
Yo no era un fantasma, ni quería serlo. Era real mientras no dejara aquellas mañas que enorgullecen a los vivos. El sudor que emanaba de mis poros era sino, el sudor de un muerto viviente. Con eso estaba conforme. Todavía escuchase o no los extraños ruidos subiendo de tono, y ese mal olor pútrido que denso, le daba a mi paladar tristeza y falta de alimento y muchísima rabia.
En una noche así, debía suscitar el misterio con una palabra, si era que pretendía salir de ese encierro, porque cuando me atrevía a destrancar una puerta, ésta pronto se rebelaba inamovible, como para romperla en mil partes con un hacha.
Fue entonces que la palabra que mi corazón rezaba era: «¡Atraviésalo!».
A esas de empuñar con fuerza el cuchillo del pan y aventurarlo contra todo, una vocecita franca se abrió paso en el lugar, queriendo que frenase de una vez mi enloquecido intento de escapar. Aquella voz sonante callaba los demás ecos: se asemejaba a la de una niña, quizás la de un ángel que vestida de negro eludía mis ojos. Más y más flores coloridas, pero de colores con luz propia, brillosas y atenuadas, como focos caídos del techo, me susurraron la llegada de una criatura viva, caminando hacia mí fulminante.
Ya sin darle bola al raro comportamiento de la niña, me incliné por advertirle lo peligroso que podemos llegar a ser los de mi especie si de enemigos se tratase.
― ¡Aléjate, fea! Esta es mi casa, ¿me oyes? No quieres que te eche por las malas niña fea.
De un duro golpe me desarmó, y con otro igual de indefectible lanzó una patada en mi mentón que me mandó para atrás, estrellándome sobre el sofá de cuero. Su velocidad era increíble, una elegancia innata, supongo que esperaba no excederse con los primeros contactos de una guerrera.
Al menos eso haría ver que el retorcido juego que acababa de empezar dará, por siempre, para las buenas compañías que te ambicionan aunque sufras, a decir las verdades que tu alma acoge por terrible secreto.
― Eres débil ―dijo la niña de hermosa voz. ― Naces y mueres en debilidad. ¿Por qué no mejor te rindes?
― Tú no… Tú no podrías entenderlo, además, ¿Quién eres tú malvada fea?
―Come flores, sí, ¿quieres comer flores perdedor? ―respondió a secas, algo indecisa entre hostigarme o bendecirme con la mirada lánguida de un verdugo.
Al haber caído en el sofá se descolgó encima de nosotros una cerámica blanquecina de letras fatuas que ella salvó imperativamente, con una cara divertida me lo arrojó sin dudarlo. Recostado del sofá, el objeto dio un choque en mis manos que lograron atajarlo apenas éste rondara próximo a mi rostro parcialmente maltrecho. En posesión de tal pieza, si lo veías con detenimiento, conseguías leer: «DIOS bendiga mi hogar».
― No te pases loca ―dije levantando el pecho, despacio, retándola: ―, aun si me matas, renaceré y sabrás por lo que dure lo difícil que es lidiar con el hijo de DIOS.
Y un momento antes de que la niña decidiese atacar, me giñó por capricho.
― Tú desearías ser el hijo de alguien.
La violencia, amar la violencia por trozos, porque destrozado deja tu vida, es una lección que no cualquiera toma de brazos cuando comienzas a hacer amigos. (…)