Cherreads

Chapter 50 - Capítulo 48

EVAN.

—¿Cómo… cómo es que estás aquí? —susurró Emma, aún abrazada a mí, con sus ojos rojos e hinchados—. ¡Pensamos que…!

 

—Que estaba muerto —completé, con la voz rota—. Lo sé… lo sé, yo también lo creí por un tiempo. O al menos… pensé que sería más fácil si lo estaba.

 

—¡No digas eso, imbécil! —Thomas me empujó suavemente del hombro, pero se le quebró la voz—. ¡Nos partiste el alma! ¡Mam… mamá lloraba todas las noches! ¡Papá casi se mata buscando por todos lados! ¡Y yo…! ¡Yo soñaba contigo cada maldito cumpleaños, maldito!

 

—Lo sé. Lo sé, Thom. Perdón, carajo. Perdón.

 

—¿Dónde estuviste? ¿Quién te tenía? ¿Cómo saliste? —Emma hablaba rápido, como si temiera que si dejaba de hacerlo me desvanecería otra vez.

 

—No puedo… no puedo contarles todo. No todavía. Es mucho. Fue mucho.

 

—¿Te lastimaron? —interrumpió mi madre con voz temblorosa—. Evan… ¿te hicieron daño?

 

—Sí. Pero también hubo quienes me cuidaron. Me protegieron. Y… y me enseñaron que todavía podía tener algo bueno en mi vida.

 

—¿Por eso escribiste la carta? —preguntó papá, serio pero con los ojos húmedos—. ¿Para prepararnos?

 

—Quería ver si… si aún me querían. Si aún… me consideraban parte de esta familia. Después de lo que hice. De cómo me fui.

 

—¡Eres nuestro hijo! —mi mamá me agarró el rostro con ambas manos—. ¡Mi hijo! Nunca dejaste de serlo. ¡Jamás! No importa lo que haya pasado, lo que hayas hecho. ¡Nosotros nunca dejamos de buscarte!

 

—Yo sí… dejé de buscarlos a ustedes.

 

Silencio. Un silencio denso.

 

Hasta que mi padre habló.

 

—Entonces busca ahora. Vuelve a encontrarnos, Evan. Día con día. Porque aquí estamos. Y no nos vamos a ir a ninguna parte.

 

Las lágrimas se me salieron de golpe otra vez. Tragué saliva, temblando.

 

—¿Y si no soy el mismo?

 

—Entonces conoceremos al Evan nuevo —dijo Emma, sonriendo entre lágrimas.

 

—¿Y si no soy suficiente?

 

—Frijolito pensará que eres lo máximo —bromeó Thomas, y todos rieron suave, rotos, pero unidos.

 

—¿Y si no puedo perdonarme?

 

Mi madre me abrazó más fuerte.

 

—Entonces nosotros te ayudaremos. Hasta que puedas.

 

Mi madre me miró fijamente, aún con sus manos sobre mis mejillas. Sus dedos temblaban apenas, como si no supiera si seguir tocándome… o si abrazarme de nuevo.

 

—Quiero saberlo —dijo al fin, en voz baja—. Todo, Evan. Desde el principio. Dónde estuviste. Qué pasó. Cómo llegaste aquí. Cómo... cómo es que estás vivo.

 

Tragué saliva. Bajé la mirada.

 

El viento sopló suave entre los árboles de la calle, y por un instante, todo se volvió muy silencioso. Como si el mundo esperara también mi respuesta.

 

—No voy a hacerlo —dije al fin, con la voz áspera—. No voy a contar esa historia.

 

—Evan… —Emma murmuró, preocupada.

 

—No es algo que ninguno de ustedes deba saber —continué, apretando los puños—. No quiero que la escuchen. No quiero que… que me miren distinto. No después de todo esto.

 

—Somos tu familia —dijo papá, dando un paso adelante.

 

—Justamente por eso. Porque lo son. Y porque sé que si supieran… no dormirían. No dejarían de pensar en ello. Tal vez… incluso llegarían a odiar a la versión rota de mí que se construyó con todo lo que viví. 

 

—Evan… —mi madre volvió a hablar, con el dolor en sus ojos brillando—. No me importa cuán oscura sea esa historia. No me importa si está hecha de gritos, sangre o silencio. Quiero conocer cada paso que diste para volver a casa. Porque si no lo sé… siento que perderé otra vez a mi hijo.

 

—No me perdí —susurré, con un nudo en la garganta—. Solo... me rompí. Y me estoy reconstruyendo.

 

—¿Y quién te está ayudando con eso? —preguntó Thomas.

 

En ese momento, todos giraron al ver a una figura parada a unos metros.

 

Lucía.

 

Con la coleta ladeada, suéter de maternidad, un mechón rebelde cayendo sobre su rostro. Me miraba con una media sonrisa, esa que usaba cuando quería fingir que no estaba tan nerviosa como en realidad estaba.

 

—Ella —respondí.

 

Lucía levantó una mano para saludar, tímida.

 

—Ella fue la primera en decirme que yo todavía merecía una vida. Que… no estaba condenado a vivir como si todo fuera castigo.

 

—¿Y es verdad? —preguntó Emma, suavemente.

 

Asentí.

 

—Sí. Porque me dio un motivo para no rendirme: frijolito. Y su risa. Y la forma en que dice que estoy guapo cuando tengo ojeras.

 

Lucía se rio suave desde donde estaba.

 

—¿Puedo acercarme? —preguntó, desde la distancia.

 

—Por supuesto que sí —dijo mamá, con voz aún temblorosa.

 

Lucía caminó hacia nosotros, y al llegar, me tomó la mano. Su mirada recorrió cada rostro frente a ella.

 

—Hola… soy Lucía. Sé que esto es una locura… pero Evan no está solo. Lo cuidamos. Y yo lo amo.

 

Mi madre la miró, luego miró nuestras manos entrelazadas.

 

—Entonces… gracias —susurró—. Gracias por traerlo de vuelta.

 

—Él volvió solo. Yo solo lo esperé del otro lado del puente —respondió ella con una sonrisa suave.

 

Yo apreté su mano.

 

—Hace frío —dijo papá de pronto, rompiendo el silencio denso—. Vamos… entren. Están temblando.

 

Lo dijo con esa voz suave y firme que siempre usaba cuando quería cuidar de nosotros sin parecer autoritario. La misma voz que me leía cuentos antes de dormir, hace mil años, en otra vida.

 

Lucía y yo cruzamos el umbral lentamente. La casa no era la misma, lo sabía… se habían mudado dos veces desde que desaparecí, pero… aún así, al entrar, sentí como si algo en mí recordara ese calor. Ese olor. Esa sensación de hogar.

 

Emma y Thomas nos siguieron, cerrando la puerta detrás. Papá nos guió a la sala, donde las luces eran cálidas y tenues. Nos ofreció sentarnos en el viejo sofá gris que crujía al tocarlo, como si también reconociera mis huesos.

 

Me senté con rigidez. Lucía junto a mí. Ella no me soltó la mano en ningún momento.

 

—Siéntanse como en casa —dijo Emma con una sonrisa apenas contenida.

 

Papá se sentó al frente, en el sillón individual. Mamá a su lado. Emma se cruzó de piernas en la alfombra, como cuando tenía cinco años. Thomas simplemente se apoyó en la pared, brazos cruzados, conteniendo emociones que amenazaban con partirlo.

 

Y entonces mamá habló.

 

—Quiero escucharlo todo.

 

—Mamá…

 

—No importa lo que viviste —continuó, firme, decidida—. No importa cuán oscuro sea, cuán duro, cuán terrible. Quiero saberlo. Quiero entender. Quiero sostener tu historia, aunque me duela, porque así sabré cómo volverte a abrazar sin miedo. Y porque soy tu madre, y el amor no tiene miedo de las cicatrices.

 

Mis ojos ardieron.

 

—¿Están seguros? —pregunté, apenas con voz—. No es bonito. No es justo. Y no tiene finales felices, sólo... cicatrices que aún no cierran.

 

—Evan —dijo papá—, lo único que queremos... es saber en qué parte del camino te perdimos. Y cómo encontraste el valor de regresar. No por morbo, no por lástima. Sino porque te amamos. Y porque... queremos aprender a amarte como eres ahora.

 

—Queremos escuchar tu historia —susurró Emma—. Toda. Desde el principio.

 

—Incluso si la odio —añadió Thomas, secándose los ojos—. Incluso si lloro, incluso si me rompe. Porque tú también la viviste. Y si tú la soportaste, yo también puedo oírla.

 

Me mordí los labios.

 

Lucía acarició mi espalda.

 

Respiré hondo.

 

Y finalmente… comencé.

 

—Todo empezó… la tarde que desaparecí. Aquella que ustedes nunca dejaron de buscarme. Pero yo… dejé de buscarme a mí mismo.

 

Mis palabras se alzaron, temblorosas. Las lágrimas corrieron, calladas. Y mi familia, esa que esperó ocho años sin saber si estaba muerto o vivo, me escuchó.

 

Y, por primera vez en tanto tiempo…

 

Me sentí perdonado.

 

**

EMILY.

Nunca pensé que volvería a oír su voz así. Rota. Baja. Como si cada palabra que dijera pesara toneladas.

 

Estábamos todos sentados en la sala. Mis dedos entrelazados con los de mi esposo, como si me aferrara a él para no caerme. Emma no se movía, con los ojos muy abiertos, y Thomas se mordía las uñas, con la mirada fija en su hermano, como si temiera perderlo otra vez.

 

Y entonces, Evan comenzó.

 

—No… no recuerdo exactamente cómo fue todo al principio. —Sus ojos evitaban los nuestros, fijos en sus propias manos—. Creo que… en algún momento, mi cerebro simplemente bloqueó cosas. Detalles. Días, voces, sonidos. Recuerdos.

 

Tragué saliva. Lo miraba, y era mi hijo. Pero también no lo era. Había algo detrás de esos ojos, algo que no había estado cuando era niño. Algo que dolía.

 

—Lo siguiente que recuerdo con claridad… fue estar en una habitación oscura. Estaba llena de gente. Personas… de muchas partes del mundo, creo. No hablaban igual, no se vestían igual. Todos… perdidos. Desconocidos. Secuestrados.

 

Sentí que mi estómago se retorcía.

 

—Ahí conocí a una anciana… y a un niño. Tenía catorce años. Se llamaba Luis. Él… él era todo lo que yo tenía. Todo. —Su voz tembló—. La anciana nos cuidó. Nos dio de comer… lo que podía. Nos abrazaba por las noches. Yo tenía miedo todo el tiempo, y ella… ella calmaba ese miedo. Hasta que, un día… simplemente no despertó.

 

Un nudo se formó en mi garganta. Nadie dijo nada.

 

—Luis y yo nos quedamos solos… con los demás. Pero… para mí, solo estaba él. —Se frotó los ojos con las mangas del abrigo—. Luis… me protegía. Me daba su parte de comida, cuando había. Su agua. Me daba su abrigo cuando hacía frío. Me abrazaba hasta que me dormía. Me contaba historias… de su familia. De cómo eran, de cómo su mamá le peinaba el cabello. De cómo su papá siempre le regalaba dulces escondidos cuando su mamá no miraba.

 

Vi a mi esposo cerrar los ojos, con los labios apretados.

 

—Luis… recibía los golpes que eran para mí. Todos. Cada vez que entraban y nos arrastraban fuera, él... él se ponía enfrente. Cada grito, cada patada… él los tomaba. —La voz de Evan se quebró—. Nunca lo dijo… pero yo sabía que lo hacía porque no quería que me rompiera.

 

Emma se cubrió la boca con las manos, los ojos anegados.

 

—No sé cuánto tiempo pasó. Semanas… tal vez Meses. No puedo recordarlo. Hasta que un día… unos militares, no, no eran militares, fue una organización, nos encontró. Nos rescataron. A todos. Nos dieron ropa, comida… un lugar para dormir.

 

Hizo una pausa. Supe lo que venía.

 

—Pero Luis… —susurró—. Luis no aguantó. No le hicieron daño después del rescate, no… solo… solo estaba muy cansado. Tenía fiebre todo el tiempo. No podía mantenerse despierto. Y semanas después… simplemente ya no despertó.

 

Me sentí rota. Rota como madre. Como persona.

 

—Antes de morir, me dio esto. —Evan sacó algo de su bolsillo: un pequeño collar de cuerda y una placa metálica—. Es una réplica… pero es el mismo que Luis me dio. Dijo que… cuando regresara a casa, se lo entregara a su familia. Que no lo olvidara. Pero nunca supe quiénes eran. No tenía direcciones, ni nombres… solo lo que él recordaba contarme.

 

Mi esposo extendió la mano, tocando apenas el collar. Sus ojos estaban vidriosos.

 

—Lo llevé conmigo ocho años. —Evan bajó la mirada, sujetándolo con fuerza—. Ocho años. Hasta que… en año nuevo, llegué a una dirección que él mencionó una vez, y solo dije: Luis lleva ocho años muerto. Y les di el collar. Y nada más.

 

—¿Y ellos? —pregunté, apenas con voz.

 

—Lloraron. Me abrazaron. Me dieron comida. Y me dijeron que… que me veían como un hermano más. Como familia.

 

Robert rompió el silencio con voz firme, pero temblorosa.

 

—Ya nos contaste lo que pasó mientras estabas encerrado… ahora queremos saber cómo viviste después. ¿Qué fue de ti todos estos años?

 

Evan apretó los labios. Su mirada se perdió en la ventana empañada por el frío. Movió apenas la cabeza.

 

—No puedo… no quiero decirlo.

 

—Evan… —insistí con voz suave—. Por favor. Somos tu familia. Queremos entender… ayudarte.

 

No nos miraba. Sus dedos se entrelazaban nerviosamente, frotándose una y otra vez.

 

Y entonces, fue ella.

 

—Díselo —dijo Lucía. Su voz era baja, tranquila… pero rotunda—. Suéltalo amor.

 

Evan bajó la cabeza. Respiró hondo. Sus manos, cubiertas de cicatrices, callosas, con marcas que ninguna infancia debería llevar, temblaban.

 

—La organización que nos rescató… nos dio dos opciones —murmuró al fin—. Volver a nuestros países, a nuestras casas… o quedarnos con ellos.

 

Hubo un silencio. El reloj del pasillo marcaba los segundos con una calma que rompía los nervios.

 

—Yo no recordaba nada de quién era. Nada de ustedes. No tenía casa. Así que me quedé.

 

Me llevé la mano a la boca. Evan siguió, sin levantar la vista.

 

—Me entrenaron. Por dos años, hasta que cumplí doce. Todos los días. Nos levantaban con golpes. Aprendí idiomas. Aprendí a disparar. A usar cuchillos. A cortar en puntos precisos. A matar en silencio, en la oscuridad. A borrar huellas. A desaparecer.

 

El corazón me latía tan fuerte que me dolía. Mi esposo no apartaba la mirada de su hijo. Mi hijo. Nuestro hijo.

 

—Me convirtieron en un arma. Como a tantos otros. —Sus palabras eran lentas, como si se forzara a decir cada una—. La primera vez que me mandaron a una misión… tenía trece años. O casi. No lo sé.

 

Levantó los ojos. Estaban vacíos.

 

—Tenía miedo. No era un entrenamiento. No eran maniquíes. Eran personas. Sangraban. Gritaban. Suplicaban por sus vidas. Me dispararon. Me apuñalaron. Pero sobreviví.

 

Emma sollozaba en silencio. Thomas estaba inmóvil.

 

—A los trece ya cumplidos… ya me gustaba hacerlo. —Nos miró, y fue como si nos atravesara—. No me asustaba. Todo lo que me enseñaron… lo hacía con precisión. Con fuerza. Con placer. Me salía natural. Hasta reía.

 

Yo no podía respirar.

 

—De país en país. De guerra en guerra. De misión en misión. Matando a uno tras otro. A veces por dinero. A veces por política. A veces sin saber por qué. Me capturaron. Me torturaron. Me rompieron. Me curaron. Y me mandaron otra vez.

 

Apretó el puño.

 

—Cada día, deseaba que fuera el último. Que esa bala me diera en el lugar correcto. Que ese cuchillo llegara al punto exacto. Que el helicóptero fuera derribado. Que el convoy explotara. Que el avión cayera. Que el mar me tragara.

 

—Evan… —susurré, con lágrimas corriendo por mis mejillas.

 

—Pero no —continuó, como si no me oyera—. Sobrevivía. Cada vez. Día tras día. Semana tras semana. Mes tras mes. Año tras año. Ocho malditos años.

 

De pronto, su voz se rompió. Y por primera vez, lo vimos llorar. No una lágrima. No una caída sutil. Lloró como un niño que no lo había hecho en años. Tapándose la cara, temblando, encogido sobre sí mismo.

 

—¿Estuviste solo todo ese tiempo? —preguntó Thomas, con una voz que no pude reconocer. Era la de un padre quebrado—. ¿Nunca hubo nadie… que te ayudara?

 

Evan se limpió el rostro con la manga. Sus ojos rojos no parecían mirar a nadie. Solo hablaba. Como si escarbara en una tumba sin fin.

 

—Sí… —susurró—. Poco después de mi primera misión, me asignaron a un equipo.

 

Guardó silencio un segundo.

 

—Y por… milagro, suerte o lo que sea… fueron ellos. Los que me salvaron a mí y a Luis. Yo tenía… trece, tal vez catorce. Me uní a ellos… y me aceptaron.

 

Me dolió el pecho.

 

—Ese equipo… me cuidó. A veces como un igual, otras… como un niño. Me enseñaron todo. A perfeccionar lo que ya sabía. A moverme en silencio. A disparar a la cabeza sin mira. A cortar la yugular con un solo tajo. A hackear sistemas. A hablar más idiomas.

 

Lo escuchábamos como si el mundo se hubiera detenido.

 

—Me enseñaron a tratar heridas. A usar un francotirador. A armar y desarmar bombas… incluso misiles. A armar un arma con los ojos cerrados. A rastrear un objetivo por el calor corporal, por su olor. A cazarlo… de formas brutales. —Se detuvo, como si la palabra le quemara en la lengua—. Entretenidas.

 

Thomas cerró los ojos, como si necesitara fuerza para seguir escuchando.

 

—También me enseñaron a beber. Para calmar la culpa. El miedo. La adicción a matar. Me llevaron a prostíbulos… muchas veces. Para que "liberara todo". No importaban los nombres. Ni los rostros. Era parte de… sobrevivir.

 

Yo quería abrazarlo, pero sabía que no estaba listo.

 

—Nunca enfermedades. Nunca sentimientos. Solo matar, cumplir… y no morir.

 

Apretó los dientes. Sus manos temblaban. No por miedo. Por rabia.

 

—Hace tres meses… o un poco más… fue mi última misión. Estábamos en el sudeste asiático. Muy lejos. Tomamos una base militar enemiga. En dos días… la base cayó. Matamos a todos. Capturamos. Interrogamos. Torturamos.

 

Un nudo se me formó en la garganta. Thomas parecía de piedra. Emma tenía las manos en los labios, ahogando un grito.

 

—Fue demasiado fácil para mí. Demasiado simple. Por cómo me movía, por cómo disparaba, por cómo apuñalaba, me pusieron un nombre. "Spectro". Me lo dieron cuando tenía… quince o dieciséis. Por ser letal. Por no dejar rastro.

 

Se quedó en silencio unos segundos.

 

—Esa base… resultó ser una trampa. Un señuelo. Y luego llegó el verdadero ataque. Y lo peor… es que el objetivo era yo. Solo yo.

 

—¿Por qué tú? —pregunté, apenas respirando.

 

—Porque mi equipo… era el más letal de todos. Siempre arruinábamos sus planes. Sus experimentos. Lo que fuera que hacían. Yo era el más joven. El más entrenado. El que entró con ellos. El protegido. El niño de oro. —Hizo una pausa, y luego sonrió. Una sonrisa rota, hueca—. Así que si me mataban a mí, destruían al equipo.

 

Apreté con fuerza la manta entre mis dedos. Cada palabra era un cuchillo.

 

—Me dispararon. Al menos seis veces. Piernas. Hombros. Abdomen. Espalda. Todo en segundos. Usaron una máquina. Militar. Nunca la habíamos visto. Al menos mil balas por minuto. Pero no pudieron matarme.

 

—¡Dios…! —Emma no pudo evitarlo. Se llevó las manos al rostro, sollozando.

 

—Era un suicida. Por todo lo que viví, lo que aprendí… ya no me importaba nada. La máquina era una bestia. Pero yo fui directo. Como si fuera una pelea a puño limpio.

 

—¿Solo? —preguntó Thomas, incrédulo.

 

Evan asintió.

 

—Mi equipo me ayudó. Con explosivos. Ataques por los flancos. Todo. Pero fui yo quien la enfrentó. Estaba perdiendo mucha sangre. Apenas podía respirar. Y aun así… maté. Disparé. Grité. Me arrastré.

 

Se quedó callado. Apenas respiraba.

 

—Me encontraron en el peor momento. Herido. Sin armas. Pero escapé. Con dos balazos en la pierna. Uno en la espalda. Corrí por el bosque. Por rocas. Montañas. Y cuando ya no pude más…

 

Sus ojos se nublaron.

 

—Mantuve una pistola. Una granada. Con eso maté a dos docenas de enemigos. Yo solo. Iba a usar la granada… para llevarme a todos. Incluso a mí. Pero no funcionó. —Bajó la mirada—. Caí por un barranco. Agua helada. Oscuridad. Y me desmayé.

 

Y ahí se quedó. Callado. Mirando al suelo como si lo que contaba todavía estuviera ocurriendo.

 

Yo me levanté. Me senté junto a él. Le tomé la mano con cuidado.

 

—Pero sobreviviste. Y volviste a casa.

 

Evan me miró. Por primera vez, sus ojos no eran vacíos. Había algo. Pequeño. Roto. Pero vivo.

 

—Sí —dijo simplemente.

 

Evan suspiró con pesadez, la mirada fija en algún punto invisible.

 

—Y eso… eso fue prácticamente el final —dijo con voz rasposa, como si las palabras le supieran a metal oxidado—. Desperté semanas después. O al menos eso creía.

 

Lucía lo corrigió con suavidad:

 

—Fue una semana después, cuando unos aldeanos te encontraron. Te llevaron al hospital de voluntarios. Por azares del destino… yo estaba ahí. Ayudando.

 

Evan asintió apenas.

 

—Me tomó días poder moverme sin abrir una herida. Justo cuando estaba en camino a una zona de extracción —continuó—, donde nos evacuarían a mí y a varios civiles… a una base militar. Iban a llevarme a Estados Unidos. Ahí me encontraría con la familia de Luis. Al menos, eso pensaba. Aún no sabía que ustedes… bueno, que aún existían.

 

Bajó la mirada un instante, como si le doliera decirlo.

 

—Pero antes de llegar, el hospital fue atacado. Aún con huesos rotos, heridas frescas y apenas pudiendo correr, regresé. Les debía la vida. A los médicos, a los civiles… a Lucía. Me uní a quince soldados de diferentes países. Volvimos al hospital. Y sí, era la misma gente. Los mismos que me querían muerto. Al parecer sabían dónde estaba… y no tengo idea del porque esperaron a que me fuera para atacar.

 

Hizo una pausa. Thomas estaba atento, sin interrumpir.

 

—Uno de los líderes me lo dijo: ya no querían matarme, querían capturarme. Sería un señuelo, la carnada perfecta. Usarme para atraer a mi equipo. Porque sabían que ellos vendrían por mí… y ahí podrían acabar con todos. —Se rió sin humor—. Pero fallaron. Otra vez.

 

Thomas murmuró:

 

—No te mataron.

 

—No —afirmó Evan—. Ni siquiera con otra maldita máquina, más grande, más armada. Me hirieron, sí. La explosión me alcanzó, volé por los aires. Pero corrí. El líder vino detrás de mí. Me dispararon otra vez… en el brazo, en el pie, en las piernas, en el hombro… otra vez. Todo seguía fresco. Apenas me sostenía.

 

Tomó aire con dificultad.

 

—Casi me matan. O me capturan. Si no fuera porque Lucía salió… y mató al tipo que estuvo a punto de matarme…

 

Lucía desvió la mirada, con un gesto de incomodidad silenciosa. Evan la miró un momento, luego volvió a hablar.

 

—Pero el líder… ese cabrón me alcanzó. Me disparó otra vez, en la pierna, cuando protegía a Lucía con mi cuerpo. Quería que ella viviera, aunque yo no lo lograra. Y entonces… un soldado mexicano le voló la cabeza. Me salvó. Pero yo ya no podía más. Perdí el conocimiento. Estuve en coma… un mes y medio.

 

El silencio se hizo denso. Thomas apretó los puños, mudo.

 

—Mientras dormía, recordé algo. Un nombre. Evan. Solo eso. No sabía si era mío o de otro. No me importó.

 

Miró al techo por un momento.

 

—Desperté en Estados Unidos. Gracias a la familia paterna de Lucía. Son militares. Un mayor, un coronel… su padre, médico militar. Me sacaron como civil, no como soldado. Evitaron que el gobierno me encerrara o algo peor. Aunque fue contra mi voluntad.

 

—¿Querías irte? —preguntó Thomas.

 

—Sí. Solo quería encontrar a la familia de Luis… y desaparecer. Volver con mi equipo. Pero ya no pude. Me ofrecieron algo que nunca creí tener: una oportunidad de vivir. Lejos de la guerra.

 

Se pasó la mano por el rostro, como queriendo quitarse el pasado de encima.

 

—Todavía me cuesta. Todo esto… es raro. Extraño. Insoportable a veces. Pero una persona me dio un motivo para quedarme. Para no desaparecer.

 

Thomas levantó una ceja.

 

—¿Lucía?

 

Evan sonrió apenas.

 

—Fue antes de saber lo de frijolito. Pero sí. Gracias a ella… aquí estoy. Aún me duele el cuerpo —bromeó con un dejo de sarcasmo—, y a veces se me entumece el pie. Pero estoy bien. Estoy vivo.

 

Emma, que había estado callada, procesando cada palabra, levantó la vista con un dejo de duda en la voz.

 

—¿Y… aún piensas irte?

 

Evan la miró. No con frialdad, sino con esa seriedad que sólo puede forjar alguien que ha tenido que elegir entre vivir y sobrevivir.

 

—Unos dias antes de Navidad —comenzó, con voz firme, pero baja—, antes de saber que ustedes existían… yo ya tenía todo listo para irme. Esa misma noche pensaba largarme. Desaparecer antes de que alguien intentara hacerme quedarme… o peor, imponerme quedarme.

 

Se hizo un silencio espeso. Nadie respiraba fuerte.

 

—Pero ya era tarde. Ya estaba involucrado. No quería lazos… y los tuve. No quería saber nada de una familia… y terminé buscándola. No quería una vida normal. Pero lo estoy intentando.

 

Se rió por lo bajo, con algo de ironía en la voz.

 

—Y no me creo un padre. No me siento uno. Pero lo seré. Porque como le dije a la madre de Lucía… con un hijo no se intenta. Se hace. Y yo haré por mi hijo… lo que no se hizo por mí.

 

Emma no tardó en hacer la siguiente pregunta, en voz baja, casi como si temiera la respuesta.

 

—¿Extrañas tu vida… antes de regresar?

 

Evan desvió la mirada por un momento, como si las palabras le pesaran.

 

—Sí. Algunas veces —admitió con honestidad cruda—. Una de las tantas noches… estuve listo para decirle a mi equipo que seguía vivo. Tenía el mensaje escrito. La ubicación codificada. Solo faltaba presionar enviar.

 

Guardó silencio, apretando ligeramente la mandíbula antes de continuar.

 

—Pero si ellos lo sabían… la gente que me quería muerto también lo sabría. Los buscarían. Buscarían a todos. A todo. Y si llegaba a irme antes de que ellos llegaran, los usarían para atraerme. Porque saben que no podría quedarme de brazos cruzados.

 

Evan bajó la voz, como si cada palabra fuera un peso que cargaba desde hacía tiempo.

 

—No lo hice. No mandé nada. Mi equipo no sabe que sigo vivo. Mis enemigos tampoco. Y si mi equipo sí lo sabe y no han dicho nada, entonces… me están buscando. Porque V.I.D.A. —dijo con énfasis en cada letra— jamás deja a alguien atrás. Jamás. Menos a alguien de mi escuadrón.

 

Se permitió una pequeña pausa.

 

—Pero no creo que me encuentren. El día que me sacaron del sudeste, había soldados de Rusia, médicos de Italia, franceses, coreanos, australianos, estadounidenses… y otros más. Y todos ellos… todos, guardaron el secreto de mi paradero. Nadie habló. Por eso Lucía me trajo a Estados Unidos. Así que, técnicamente, no existí en la defensa del hospital. Al menos en los papeles.

 

Y entonces lo dijo, con una claridad brutal, como una amenaza silenciosa para quien se atreviera a tocar lo que ahora le pertenecía.

 

—Pero si algún día me encuentran… y quieren hacerle daño a alguien… yo los voy a cazar. A cada uno de esos malnacidos. Y los voy a matar. Uno por uno. Aunque me cueste la vida.

 

El silencio que siguió no fue incómodo. Fue solemne. Como si todos comprendieran que esas palabras no eran un impulso. Eran una verdad escrita con sangre.

 

No supe qué decirle.

 

¿Cómo se responde a algo así…?

 

No. No creí que mi hijo hubiera tenido esa clase de vida. Sí, claro, imaginé que la pasó mal… que sufrió. ¿Qué madre no lo sentiría cuando su hijo desaparece sin explicación? ¿Qué madre no lloraría pensando en lo peor?

 

Pero esto…

 

Esto fue más.

 

Mucho más.

 

Tantas cosas que dijo… tantas que vivió. Aterradoras, escalofriantes. Horripilantes, si puedo llamarlas por su nombre.

 

Mis manos temblaban sobre mi regazo, y por un momento lo único que pude hacer fue mirarlo… mirarlo como cuando era un niño, pero con una distancia inmensa entre ese niño y el hombre roto y fuerte que ahora se sentaba frente a nosotros.

 

—Evan… —mi voz apenas salió—. No sabía… no tenía idea.

 

Él bajó la mirada, su expresión serena, como si todo eso ya no lo afectara… pero yo vi más allá. Vi la fatiga. Vi las cicatrices que no estaban solo en la piel.

 

—Por eso no quería contarles —respondió con voz baja—. Para evitar que supieran. Que imaginaran cómo viví. Lo que hice. Lo que soy.

 

Hizo una pausa. Y esa pausa dijo más que cualquier palabra.

 

—Y lo peor… —continuó— es que no les conté las cosas más horribles. No lo hice. Porque solo con esto —levantó un poco una ceja, apenas un gesto irónico— ya debería ser suficiente para que sepan cómo viví.

 

Me llevé una mano a la boca, conteniendo un sollozo.

 

Sí. Era suficiente.

 

Más que suficiente.

 

Y sí… era suficiente.

 

Pero no para mí.

 

Porque yo aún veía a mi niño. Al que lloraba cuando se raspaba la rodilla en la bicicleta. Al que corría hacia mí con los brazos abiertos cuando llegaba del trabajo. Al que me preguntaba si los monstruos podían entrar por la ventana.

 

¿Y ahora…? Ahora me hablaba de verdaderos monstruos. De explosiones, de huesos rotos, de traiciones, de sangre, de muerte… de guerra.

 

Y no de una guerra cualquiera. No de una guerra que veíamos en las noticias, sino de una que se metía en la piel, que lo había formado, deformado, y aún así… aquí estaba.

 

Respirando.

 

Sentado.

 

Vivo.

 

—No puedo imaginar lo que pasaste… —dije por fin, con la voz entrecortada—. Pero una parte de mí… no quiere hacerlo. No porque no me importe, sino porque saberlo me rompe.

 

Lo miré.

 

Y ahí estaba mi hijo. No un soldado. No un rehén. No un fantasma.

 

—No sé cómo lograste sobrevivir. No lo sé. Pero agradezco… agradezco tanto que lo hiciste.

 

Quise tocar su rostro, pero no lo hice. Algo en su mirada me pedía espacio, o quizás solo respeto por sus heridas invisibles.

 

—Siempre pensé que si volvías, te encontraría cambiado. Duro. Cerrado. Enojado. Pero aunque todo eso está… también veo que sigues siendo tú.

 

Evan soltó una exhalación suave, casi imperceptible. Y su voz, cuando habló, sonó cansada, pero firme.

 

—A veces me cuesta recordarlo, mamá. Me cuesta recordar quién era antes de todo esto. Pero si todavía queda algo de mí… entonces… supongo que valió la pena aguantar.

 

Volví a mirar sus manos. Las mismas que un día tomaron crayones, que aprendieron a atarse las agujetas… ahora cubiertas de cicatrices, de marcas que contaban una historia que yo jamás quise que viviera.

 

Y aún así, aquí estaba. No entero. No ileso. Pero estaba.

 

—Te tengo de vuelta, Evan —dije, con un nudo en la garganta—. Eso es todo lo que importa ahora.

 

Y aunque no lo dijera en voz alta, supe que lo mismo pensaban Thomas… y Emma… y todos.

 

Lo importante no era lo que vivió.

 

Era que regresó.

More Chapters